Capítulo XIII

Jo-Jo se lleva otro chasco

Jo-Jo reflexionó sobre el misterio de que los niños se hollaran en la población sin contar con medios, que él supiera, de trasladarse allí, a no ser que fueran a pie, cosa que no habían tenido tiempo de hacer. Llegó a la conclusión de que debían conocer a alguien que les había transportado.

Conque se puso a vigilar estrechamente a los muchachos. Se las arregló para encontrarse tareas que le mantuvieran siempre cerca de ellos. Si bajaban a la playa, allí estaba el negro, recogiendo leña. Si se quedaban en casa, Jo-Jo tampoco salía. Si subían a la cima del acantilado, iba tras ellos Jo-Jo. Los niños estaban la mar de molestos.

—Nos seguirá y descubrirá la existencia de Bill Smugs, de su embarcación y de su coche —dijo Lucy—. No hemos podido ir a verle hoy. Y como continúe así, tampoco podremos verle mañana.

Resultaba imposible escaparse de la vigilancia del negro. Sabía hacer las cosas con mucha habilidad y acabó por enfurecer a los muchachos. Las dos niñas subieron a la alcoba del torreón con sus hermanos aquella noche para discutir el asunto.

—¡Ya sé! —exclamó Jack, de pronto—. Ya sé cómo despistarle y dejarle desconcertado por añadidura.

—¿Cómo? —le preguntaron los otros.

—Entraremos todos en las cuevas. Nos meteremos por el agujero y subiremos por el pasadizo secreto hasta Craggy-Tops. Saldremos y cruzaremos por el acantilado hacia donde se encuentra Bill, mientras Jo-Jo nos aguarda en la playa.

—Ah, ésa sí que es una buena idea —exclamó Jorge.

Las muchachas no estaban tan seguras. A ninguna de las dos le hacía mucha gracia meterse por el pasadizo. No obstante, ahora que tenían todos lámparas de bolsillo, sería una buena ocasión para emplearlas.

Conque al día siguiente, los cuatro niños y «Kiki» bajaron a la playa seguidos de cerca por el negro.

Jo-Jo, por amor de Dios, déjanos en paz —suplicó Jorge—. Vamos a entrar en las cavernas, allí no puede sucedemos nada malo. ¡Márchate!

—La señorita Polly me dijo que no les perdiera a ustedes de vista —replicó Jo-Jo.

Había dicho lo mismo muchísimas veces; pero ellos sabían que no era aquello el verdadero motivo. Jo-Jo disfrutaba aguándoles la fiesta. Quería meter la nariz en todo lo que hacían.

Entraron en las cuevas. Jo-Jo erró por el exterior, recogiendo los trozos de madera arrojados a la playa por las olas en un saco. Los niños se metieron todos por el agujero que conducía al pasadizo secreto y luego, con las lámparas de bolsillo encendidas, avanzaron por él.

A las niñas no les gustó ni pizca. Les repugnaba el olor y, cuando descubrieron que en uno de los tramos costaba respirar, se asustaron.

—Es inútil volverse atrás ya —dijo Jorge, dándole a Dolly un empujón para obligarla a seguir adelante—. Hemos recorrido ya más de la mitad del camino. Anda, Dolly, que nos tienes parados a todos.

—¡No empujes! —exclamó la muchacha—. Yo me pararé si me da la gana.

—Oh, dejaos de discutir los dos —murmuró Jack—. Capaces seríais de poneros a reñir a bordo de un barco que estuviera a punto de hundirse, o en un aeroplano a punto de estrellarse. Sigue adelante, Dolly, y no seas estúpida.

Se disponía Dolly a iniciar una discusión con Jack también, cuando «Kiki» tosió melancólicamente, imitando tan a la perfección a Jo-Jo, que los niños creyeron al principio que el negro había descubierto el pasadizo. Todos ellos sin exceptuar a Dolly, se pusieron en marcha precipitadamente otra vez.

—No os preocupéis, no era más que ese bribón de «Kiki» —dijo Jack, con alivio, al toser el loro de nuevo.

Siguieron adelante y llegaron, por fin, al fondo de la galería. Todos alzaron la mirada hacia la compuerta brillante iluminada por las cuatro lámparas.

Se alzó con estrépito. Los muchachos subieron al sótano, y ayudaron luego a las niñas. Cerraron la compuerta, se dirigieron a la entrada y la empujaron. Las cajas del otro lado volvieron a caerse con el ruido de costumbre.

Pasaron, volvieron a amontonarlas y subieron los escalones que conducían a la cocina. Afortunadamente estaba desierta.

Salieron de la casa y ascendieron al acantilado. Sin apartarse del sendero, invisible desde abajo, apretaron el paso para ir en busca de su amigo Bill Smugs. Sonrieron al pensar que Jo-Jo estaría en la playa aguardando a que salieran de las cuevas.

Bill Smugs estaba manipulando en la embarcación. Les saludó agitando la mano alegremente al tiempo que sonreía al verles.

—¡Hola! —gritó—. ¿Por qué no vinisteis ayer? Os eché de menos.

—La culpa la tuvo Jo-Jo —contestó Jack—. No hace más que seguirnos como una sombra. Yo creo que debe sospechar que tenemos un amigo propietario de un automóvil y que está decidido a averiguar quién es.

—Bueno, pues no le digáis nada —se apresuró a advertirles Bill—. Guardad el secreto. No quiero que Jo-Jo venga a husmear por aquí. No me parece una persona muy agradable.

—¿Qué le está usted haciendo al barco? —preguntó Jack—. ¿Va a salir con él?

—Eso había pensado. Es un día hermoso. La mar está serena y, sin embargo, hay una brisa agradable… Se me había ocurrido hacer una excursión por la vecindad de la Isla Lóbrega.

La excitación les hizo enmudecer unos instantes. ¡La Isla Lóbrega! Todos los niños tenían ganas de verla de cerca. Y Jack ardía en deseos de desembarcar en ella. ¡Si Bill quisiera llevarles consigo!

Jack miró hacia el Oeste. No le era posible ver la Isla, porque el vaho la ocultaba de nuevo. Pero sabía exactamente dónde se encontraba. Le latió el corazón con violencia. Pudiera haber allí algún ejemplar del Alca-Mayor. Y, en cualquier caso, abundarían allí las aves marinas de otras especies que, con toda seguridad, serían mansas a más no poder. Podría llevar la máquina fotográfica. Podría…

—Bill… por favor… ¡llévenos a nosotros también! —suplicó Lucy—. ¡Por favor! Seremos muy buenos y, ¿sabe?, ahora que usted nos ha enseñado a navegar, podremos ayudarle.

—Mi intención era llevaros —contestó Bill, encendiendo un cigarrillo y contemplando sonriente a los niños— Quería ir ayer; pero como no vinisteis, aplacé la excursión para hoy. Iremos esta tarde y nos llevaremos el té. Tendréis que darle esquinazo a Jo-Jo otra vez. No debe veros salir en mi barco, de lo contrario intentaría impedirlo.

—¡Oh, Bill! ¡Vendremos a primera hora de la tarde! —exclamó Jack, brillándole los ojos.

—Un millón de gracias —dijo Jorge.

—¿De veras veremos la Isla Lóbrega de cerca? —inquirió Lucy, excitada.

—¿No podremos desembarcar en ella? —preguntó Dolly.

—No lo creo —contestó Bill—. Hay un círculo de peñas peligrosas a su alrededor y, aunque en otros tiempos puede haber habido un paso entre ellas y hasta quizá siga habiéndolo hoy en día, yo no lo conozco. No pienso correr el riesgo de ahogaros a todos.

—¡Oh! —exclaman los niños, desilusionados.

No hubieran tenido inconveniente alguno en correr el riesgo de ahogarse por intentar pisar tierra en la maléfica isla.

—Más vale que regreséis a comer temprano, si vuestra tía os quiere dar ya la comida —aconsejó Bill—. No quiero salir demasiado tarde. Nos ayudará la marea si zarpamos temprano.

—Bueno —contestaron los cuatro, levantándose de las rocas al instante—. Hasta esta tarde, Bill. Nos traeremos el té… el más completo que podamos en pago de habernos usted esperado.

Emprendieron el regreso charlando con avidez de ese próximo viaje. Jo-Jo había dicho tantas cosas aterradoras de la isla, que les emocionaba el pensar que iban a verla.

—¡Si estará Jo-Jo en la playa todavía vigilando las cavernas! —exclamó Jack.

Se acercaron al borde del acantilado y asomaron la cabeza. Sí; Jo-Jo seguía allí. ¡Qué chasco iba a llevarse! Al llegar a Craggy-Tops, buscaron a tía Polly. Jorge le preguntó:

—Tía, ¿hay inconveniente en que comamos temprano y nos marchemos luego de excursión llevándonos la meriendo? ¿Representará eso mucho trastorno para ti? Te ayudaremos a preparar lo que sea. No nos importa lo que nos des.

La anciana reflexionó.

—Hay pastel de carne en la despensa —dijo por fin—, y unos tomates. Tenemos también ciruelas guisadas. Dolly, pon tú la mesa mientras sacan las cosas los demás. Os prepararé unos bocadillos para el té. Y hay un pastel de jengibre que os podéis llevar también. Lucy, ¿quieres poner el agua a hervir? Podéis llevaros el té en un termo si queréis.

—¡Oh, muchas gracias! —dijeron los niños.

Y se pusieron a trabajar sin perder instante. Pusieron cubierto para tía Polly, pero ésta movió negativamente la cabeza.

—No me siento muy bien hoy —dijo—. Tengo un dolor de cabeza muy fuerte. No tomaré nada. Descansaré esta tarde mientras os vais de paseo.

Los niños lo sintieron mucho. La señora parecía muy cansada, en efecto. Jorge se preguntó si su madre habría mandado más dinero para ayudarla, o si tía Polly estaba encontrando difícil tirar con el que tuviese. No le gustaba preguntárselo delante de los otros.

No tardaron en ponerse a comer y, a continuación, habiendo empaquetado la merienda, emprendieron la marcha por el acantilado.

No habían visto a Jo-Jo. El negro seguía en la playa, la mar de fastidiado ya y furioso con los niños. Estaba convencido de que se encontraban en las cuevas. Entró y les llamó.

Naturalmente, no recibió respuesta. Repitió la llamada y volvió a insistir.

—Bueno, pues si se han perdido por las cuevas, tanto mejor —se dijo—. Así no tendré estorbos y no habré de fastidiarme más tiempo.

Decidió volver a Craggy-Tops e informar a la señorita Polly de lo sucedido.

Conque regresó. Los niños se habían marchado ya, y tía Polly estaba fregando. Miró vivamente al negro.

—¿Dónde has estado toda la mañana? —quiso saber—. Te necesité y no pude encontrarte por parte alguna.

—He estado buscando a esos niños. Yo creo que se han metido por las cuevas de la playa y se han extraviado. Les he llamado la mar de veces sin conseguir nada.

—No seas tan estúpido, Jo-Jo —le repuso tía Polly—. No haces más que usar a los niños como excusa de tu pereza. De sobra sabes que no se encuentran en las cuevas.

—Señorita Polly, yo les vi entrar y no les he vuelto a ver salir —empezó Jo-Jo, con indignación—. Estuve todo el rato en la playa, ¿eh? Bueno, pues le digo a usted, señorita Polly, que los niños entraron en las cuevas y aún están ahí dentro.

—¡Qué han de estar! —exclamó la señora—. Acaban de marcharse de merienda. Vinieron, comieron temprano y volvieron a marcharse. Conque no vuelvas a venir a mí con cuentos tontos, diciéndome que se han perdido en las cuevas.

Jo-Jo la miró boquiabierto. No podía dar crédito a lo que escuchaba. ¿Acaso no había pasado toda la mañana en la playa junto a las cuevas? Hubiera visto a los niños en cuanto salieron.

—No finjas estar tan sorprendido —le dijo con aspereza tía Polly—. Muévete y haz algo. Tendrás que efectuar esta tarde todo el trabajo que no hiciste esta mañana. Supongo que los niños se meterían por las cuevas, en efecto. Pero volverían a salir cuando tú no estabas mirando. No estés ahí como pasmado. Me estás poniendo muy enfadada.

Jo-Jo se sacudió como un perro, cerró la boca, y marchó a hacer las tareas que le estaban encomendadas. Rebosaba de asombro. Recordó la noche en que persiguiera a dos niños hasta las cuevas, creyéndoles Jorge y Jack. La marea había subido, aprisionándoles en las cavernas. Pero no los encontró allí ya a la mañana siguiente.

Y, ahora, los cuatro niños habían hecho exactamente lo mismo. A Jo-Jo le pareció verdaderamente sobrenatural. Le hacía muy poca gracia. Habían vuelto a escapársele. ¿Adónde habían ido? Hubiera sido inútil quererlo averiguar aquella tarde… estando la señorita Polly de tan mal humor, por lo menos.