Un convite… y una sorpresa para Jo-Jo
Bill resultó un amigo magnífico. Era un hombre alegre, siempre dispuesto a la broma, paciente con «Kiki», y armado de una paciencia aún mayor para soportar la siempre variante colección de protegidos de Jorge. Ni siquiera dijo una palabra cuando la última adquisición de Jorge —una araña más grande de lo corriente— se le subió por la pernera del pantalón. Se limitó a introducir la mano, asir a la araña y depositarla sobre la rodilla del niño.
Dolly, naturalmente, casi sufrió un ataque de nervios; pero, afortunadamente, la araña debió decidir que era muy aburrido el cautiverio, y desapareció por una grieta de la roca.
Los niños visitaban a Bill Smugs casi todos los días. Salían de pesca en su bote y volvían a casa con una cantidad de pescados que dejaba boquiabierto de asombro al negro. Bill les enseñó a navegar a la vela también y no tardaron los niños en saberlo hacer perfectamente sin ayuda. Era la mar de divertido navegar con una brisa fuerte.
—Es casi tan rápido como una lancha automóvil —observó Jorge, con fruición—. Bill, sí que me alegro de que le encontrásemos.
Con gran desilusión de Jack, Bill Smugs no parecía tener el menor deseo de estar hablando incesantemente de pájaros. Tampoco quería acompañarle a observar aves desde el acantilado o desde el mar. No tenía inconveniente en escucharle hablar a él, sin embargo, y le enseñó varios magníficos libros nuevos de aves, diciéndole que se los podía quedar.
—Pero ¡si están nuevos! —protestó Jack—. Mire…, ni siquiera se han cortado las páginas de éste… No los ha leído usted aún. Léalos primero.
—No, te los puedes quedar tú. Son para ti —le contestó Bill Smugs, encendiendo un cigarrillo—. Hay unos párrafos sobre el Alca Mayor en uno de ellos. Me temo que jamás lograremos encontrar un ejemplar de ese pájaro después de todo. Hace cien años que nadie ha visto ninguno.
—«Podría» haber alguno en la Isla Lóbrega… o en alguna otra isla igualmente desierta y desolada —murmuró esperanzado Jack—. ¡Ojalá pudiésemos ir allí a averiguarlo! Apuesto a que habrá millares de aves la mar de mansas.
Esta eterna conversación sobre aves siempre le aburría soberanamente a Dolly. Cambió de tema.
—Debiera usted de haber visto la cara de Jo-Jo ayer cuando aparecimos con todos esos peces —dijo, riendo—. Dijo: «Esos peces es imposible que los hayáis cogido desde las rocas. Habéis salido en barco».
—¿No le habréis dicho que sí? —exclamó Bill Smugs al punto.
Dolly negó con la cabeza.
—No. Intentaría aguarnos la fiesta si supiera que usábamos su barco.
—¿Saben vuestros tíos que me conocéis? —inquirió Bill Smugs.
Dolly volvió a decir que no con un gesto.
—¿Por qué? —inquirió—. ¿Es que quiere usted que lo sepan? ¿Qué importa que lo sepan o no?
—La verdad —dijo Bill Smugs, rascándose la calva—, yo vine aquí a estar solo… y a observar los pájaros… y no quiero que venga por aquí la gente y me eche a perder la combinación. No me importa que vengáis vosotros, claro está. Vosotros sois divertidos.
Bill Smugs vivía completamente solo en la medio desmoronada choza. Tenía un cómodo automóvil que conservaba oculto bajo un toldo en la cima del acantilado, y en el lugar más abrigado posible. Iba de compras a la población más cercana cuando se le antojaba. Había transportado un colchón y algunas otras cosas a la choza para instalarse lo más cómodamente posible.
Los niños se emocionaron al saber que tenía automóvil además de embarcación. Le suplicaron que les llevara consigo la próxima vez que marchara a la población.
—Quiero comprar una lámpara de bolsillo —anunció Jack—. ¿Recuerda ese pasadizo secreto extraño del que le hablamos, Bill? Bueno, pues es difícil subir por él con una vela. Una lámpara de bolsillo resultaría mucho más práctica. Podría comprar una si me llevara usted en su coche.
—También me gustaría a mí comprar una —intervino Jorge—. Oye, Jack… dijiste que querías comprar película fotográfica, porque te habías dejado la que tenías en casa del señor Roy. No puedes sacar fotografías de pájaros mientras no la tengas. Podrías comprar eso también.
Las niñas también querían cosas, conque Bill Smugs accedió a llevarlos al día siguiente. Por la mañana, subieron todos al automóvil reventando de excitación.
—Jo-Jo también va al pueblo hoy —anunció Dolly, con una risa nerviosa—. Tendría gracia que nos lo encontrásemos, ¿verdad? ¡«Menuda» sorpresa se llevaría! ¡Pero que se fastidie!
El coche de Bill Smugs era hermoso de verdad. Los niños, que sabían algo de automóviles, lo examinaron con delicia.
—Es nuevo —anunció Jack—. Modelo de este año. Y la mar de rápido. Bill, ¿es usted muy rico? Este coche debe de haber costado la mar de dinero. Debe de tener mucho.
—No gran cosa —respondió Bill, con una sonrisa—. Bueno…, en marcha.
Y en marcha se pusieron, viajando a gran velocidad una vez dejaron atrás el mal camino costero. El coche tenía unas ballestas magníficas y avanzaban sin sacudidas.
—¡Troncho! ¡Qué diferencia del cascajo que conduce Jo-Jo! —exclamó Dolly, con delicia—. Llegaremos a la población en menos de nada.
Y no tardaron mucho, en efecto. Bill Smugs aparcó el coche y luego se marchó solo, después de quedar con los niños que se reunirían a comer con él en un hotel muy grande.
—¿Dónde habrá ido? —murmuró Jack—. Mejor hubiese resultado que permaneciéramos juntos todos. Yo quería ir con él a esa tienda de animales disecados, para ver los pájaros.
—Se veía bien a las claras que no quería que le acompañásemos —contestó Dolly, desilusionada también. Le había cobrado mucho aprecio a Bill Smugs, y había ahorrado dinero para comprarle un mantecado—. Supongo que tiene asuntos suyos que atender.
—¿A qué se dedica? —inquirió Lucy—. Algo debe de hacer, fuera de observar pájaros, creo yo. Y no es que pierda mucho tiempo contemplando aves tampoco, ahora que nos conoce.
—Nunca dijo a qué se dedicaba —observó Jack—; y, después de todo, ¿por qué había de decirlo? No es como nosotros, que siempre andamos deseando desembucharlo todo. La gente mayor es distinta. Vamos a buscar una tienda que venda lámparas de bolsillo.
Encontraron una que las tenía muy bonitas, pequeñas y compactas. El chorro de luz que proyectaba era fuerte y se imaginaron lo bien que quedaría iluminando el pasadizo secreto cuando las usaran en él. Cada uno de ellos, hasta las niñas, compró una lámpara.
—Así no tendremos que encender las velas de la alcoba por la noche —dijo Dolly—. Podemos emplear nuestras lámparas.
Fueron a comprar unos rollos de película para la máquina de Jack. Adquirieron caramelos y galletas, y un frasquito de perfume muy fuerte para tía Polly.
—Ahora, más vale que le compremos unas semillas de girasol a «Kiki» —dijo Jack.
«Kiki» soltó un graznido. Estaba posado sobre el hombro de su amo, como de costumbre, y portándose la mar de bien, como excepción. Todos los transeúntes le contemplaban con sorpresa, y el loro disfrutaba con ello. Pero fuera de ordenarle con severidad a un niño sorprendido que dejara inmediatamente de silbar, apenas dijo una palabra. Se alegró con las semillas de girasol, que adoraba, y se comió unas cuantas ya en la tienda.
Los niños estuvieron viendo escaparates un rato, aguardando a la una para reunirse con Bill Smugs en el hotel. Y de pronto vieron aparecer a Jo-Jo.
Bajaba por la calle en el desvencijado automóvil, atronando a bocinazos a una mujer que cruzaba. Los niños se asieron unos a otros, preguntándose si les vería y deseando que así fuera.
Y les vio. Primero a Jorge. Luego a Jack, con el loro en el hombro. Y a las dos niñas detrás. Fue tan grande su asombro, que se les desvió el coche, y por poco derribó a un policía.
—¡Eh, amigo! ¿Qué se ha creído que está haciendo? —le gritó el policía, iracundo.
Jo-Jo masculló una excusa y luego miró a su alrededor buscando a los niños otra vez.
—No huyáis —les dijo Jack a los otros—. No puede perseguirnos en automóvil. Seguid andando sin hacerle el menor caso.
Conque continuaron calle abajo, hablando, fingiendo no ver a Jo-Jo y no haciendo el menor caso de sus diferentes gritos.
Al negro le costaba trabajo dar crédito a lo que estaba viendo. ¿Cómo habían llegado allí los niños? No había autobús, ni tren, ni coche que pudiera transportarles. Carecían de bicicletas. Estaba demasiado lejos el pueblo para que pudiesen haber llegado a él a pie en tan poco tiempo. ¿Cómo era, pues, que se encontraban allá?
Jo-Jo se apresuró a aparcar el automóvil, con la intención de seguir a los niños e interrogarles. Lo detuvo y saltó a tierra. Corrió tras los cuatro niños; pero en aquel momento éstos llegaron al lujoso hotel donde quedaron citados con Bill, y subieron la escalinata de la entrada.
El negro no se atrevió a entrar tras ellos. Se quedó parado al pie de la escalinata, contemplándoles con sorpresa y enojo. Ya era asombroso encontrarles en la población, pero aún lo resultaba más el verles desaparecer dentro del hotel más lujoso del lugar.
Se sentó al pie de los escalones. Tenía la intención de aguardar hasta que salieran. Entonces los metería en su coche y les conduciría a casa, diciéndole a la señorita Dolly dónde los había encontrado. No le haría mucha gracia a la anciana saber que estaban derrochando el dinero duramente ganado, en hoteles de lujo, cuando ningún trabajo les costaba llevarse unos bocadillos de casa para comérselos.
Los niños rieron al subir los escalones. Bill Smugs les estaba esperando en el salón. Enseñó a las niñas dónde lavarse y arreglarse el pelo. Volvieron a reunirse todos a los pocos minutos, y entraron en el restaurante a comer.
Fue una comida magnífica. Los niños comieron cuanto les pusieron delante, y remataron con los helados más grandes que en su vida habían visto.
—¡Oh, Bill! ¡Ha estado magnífico! —suspiró Dolly, arrellanándose en su asiento—. Una verdadera maravilla. Un convite de verdad. Muchas gracias.
—Yo creo que debe usted de ser millonario —anunció Lucy, mirando cómo contaba Bill billetes para pagar la cuenta—. ¡Caramba! ¡He comido tanto, que me parece que no voy a poder levantarme y andar!
Jack se acordó de Jo-Jo y se preguntó si estaría vigilando. Se levantó para irlo a ver.
Atisbó por una ventana que daba a la entrada principal del hotel. Vio a Jo-Jo sentado al pie de la escalera. Regresó al lado de los otros, riendo.
—¿Tiene este hotel alguna puerta excusada? —le preguntó a Bill Smugs.
Éste le miró con sorpresa.
—Sí —repuso—, ¿por qué?
—Porque Jo-Jo está sentado junto a la puerta principal, aguardando a que salgamos.
Bill movió la cabeza, en gesto de asentimiento y comprensión.
—Bueno, pues nos iremos tranquilamente por la puerta de atrás —dijo—. Vamos. Ya va siendo hora de que nos vayamos, de todas formas. ¿Habéis comprado todo lo que queríais?
—Sí —respondieron los niños.
Y salieron tras él.
Les condujo a la parte posterior del hotel y salieron por la puerta de atrás a una calle tranquila. Se dirigieron al lugar en que dejara el coche, y subieron todos a bordo, encantados de haber pasado un día tan agradable.
Regresaron a toda velocidad y se apearon del automóvil en el punto más cercano a Craggy-Tops. Cruzaron apresuradamente el acantilado, para llegar a casa antes que el negro.
Jo-Jo no llegó hasta cosa de una hora más tarde, con rostro agrio y sombrío. Guardó el automóvil y se acerco a la casa.
Lo primero que vio fue el grupo formado por los cuatro niños que jugaban por entre las rocas. Se quedó inmóvil contemplándolos con asombro y furia.
Allí se ocultaba un misterio. Y tenía el propósito de descubrirlo. No iba a permitir que unos niños le derrotasen y llenaran de desconcierto.