Capítulo XI

Bill Smugs

—¿Por dónde viste esa embarcación, Pecas? —preguntó Jorge, cuando escalaba el farallón.

—Por allí… más allá de esas rocas que sobresalen —contestó Jack, señalando—. Era una embarcación bastante grande. ¿Dónde la guardarán cuando no la usan? Alguien debe de vivir cerca…, pero no vi ninguna casa en los alrededores.

—No hay nada que pueda llamarse casa en la vecindad —dijo Jorge—. Vivía gente por aquí antiguamente; pero hubo batallas e incendios, y ahora ya no quedan más que ruinas. Pero quizá haya alguna choza o cosa por el estilo que pueda ocupar un hombre que quiera pasar solo unas vacaciones.

Continuaron cruzando el farallón. «Kiki» se elevaba de vez en cuando para reunirse con alguna gaviota sorprendida, emitiendo los mismos gritos que las aves marinas, aunque de una forma más penetrante.

Jorge, con gran repugnancia de Dolly, recogió una oruga poco corriente de unos arbustos y se metió una lagartija en el bolsillo. Después de aquello, la niña procuró caminar lo más alejada posible de él, y hasta Lucy se mostró un poco cautelosa. A Lucy no le asustaban los animalitos aquellos como a Dolly; pero no tenía el menor deseo de que le pidieran que cargase con orugas o lagartijas, como pudiera muy bien suceder si Jorge decidía llevarse a casa algún otro bicho que, de metérselo en el bolsillo, pudiera comerse a la oruga o a la lagartija que ya estaban dentro.

Caminaron todos muy felices, disfrutando de la brisa, del olor salado del mar, y del rumor de las olas al romper contra las rocas. Sentían mullida la hierba bajo los pies, y el aire estaba poblado de pájaros. Estaban pasando unas vacaciones deliciosas de verdad.

Llegaron a un punto en que el acantilado sobresalía como un espolón, y caminaron casi hasta el borde.

—No veo ni rastro de embarcación alguna en el agua —apuntó Jack.

—¿Estás seguro de no habértela imaginado? —gritó Jorge—. Es raro que no se vea nada hoy. Un barco no es cosa fácil de esconder.

—Hay una especie de caleta ahí abajo —dijo Lucy, señalando hacia donde el acantilado se curvaba un poco hacia adentro—. Bajemos a comer ahí, ¿queréis? Podemos bañarnos primero. Hace la mar de viento aquí arriba. Apenas pudo reunir aliento para hablar.

Empezaron a descender por el pendiente acantilado. Los niños fueron delante, y las niñas los siguieron, resbalando un poco de vez en cuando. Pero todos ellos eran buenos escaladores y llegaron al farallón sanos y salvos.

Allí se estaba resguardado del viento, hacía calor, y reinaba el silencio. Los niños se quitaron los jerseys y pantalones y se metieron en el mar. Jorge, que era buen nadador, nadó hasta unas rocas negras que sobresalían del agua. Llegó a ellas y salió a descansar un poco.

Y entonces, de pronto, ¡vio una embarcación al otro lado de los riscos! Había un trecho llano allí y, sobre él, vado fuera del alcance de las olas, estaba el barco que viera el niño el día anterior. No era posible que lo viese nadie a menos que se hallara, como Jorge, sobre aquellas peñas, porque desde la costa, las altas rocas ocultaban el trecho llano donde se hallaba el barco, y que se encontraba de cara al mar.

—¡Troncho! —exclamó el niño, emitiendo un silbido de sorpresa.

Se puso en pie y examinó la embarcación. Era hermosa, tenía vela y casi igualaba en tamaño a la de Jo-Jo. Se llamaba «The Albatross». Había dos pares de remos a bordo.

—¡Qué sitio más extraño en que dejar un barco! —exclamó el niño—. Aquí…, entre las rocas. Su propietario tendrá que venir a él a nado cada vez que quiera usarlo. ¡Si que es raro!

Les gritó a los otros:

—El barco está aquí, en estas rocas. Venid a verlo.

No tardaron en reunirse con él los demás niños.

—Éste es el que yo vi —aseguró Jack—; pero ¿dónde está su propietario? No se le ve por ninguna parte.

—Comeremos y luego echaremos una buena mirada —dijo Jorge—. Vamos, niñas… ¡a la playa otra vez! Luego nos separaremos y nos pondremos a buscar como es debido al amo de la embarcación.

Volvieron a la playa a nado, se quitaron las ropas mojadas, las tendieron a secar al sol, y se pusieron ropa seca. Luego se sentaron a comer los bocadillos, el chocolate y la fruta que les había preparado tía Polly. Se sentaron al sol, cansados, hambrientos y sedientos, disfrutando enormemente de la comida.

—La comida es exquisita cuando una tiene apetito de verdad —dijo Lucy, dándole un prodigioso mordisco a un bocadillo.

—Yo siempre tengo apetito —anunció Jack—. Cállate, «Kiki»…, ya te has comido la mayor parte de mi manzana. Llevo unas semillas de girasol en el bolsillo para ti. ¿No puedes esperar?

—¡Qué lástima, qué lástima! —exclamó el loro, imitando la entonación de tía Polly cuando algo le salía mal—. ¡Qué lástima, qué lástima, qué las…!

—¡Oh, hacedle callar! —clamó Dolly, que sabía al loro capaz de repetir una frase cien veces sin parar—. Toma, «Kiki», dale un picotazo a mi manzana también.

Aquello le hizo callar al loro, que picoteó, encantado, la manzana, arrancando un pedazo que le mantuvo ocupado un buen rato.

Por poco se armó una riña entre Dolly y Jorge por culpa de una enorme oruga que se le escapó al niño del bolsillo y reptó por la arena hacia la muchacha. Lanzó ésta un alarido y estaba a punto de tirarle una concha grande a Jorge cuando Jack recogió la oruga y volvió a metérsela en el bolsillo a su amigo.

—No ha pasado nada, Dolly. No te sulfures. No empecemos a reñir ahora. Tengamos la fiesta en paz.

Se comieron hasta la última miga de lo que llevaban.

—No se llevarán gran cosa las gaviotas —dijo Jorge, perezoso, sacudiendo los papeles, doblándolos y metiéndoselos en el bolsillo—. Fijaos en esa gaviota…, es más mansa que nada.

—¡Lástima que no tenga aquí mi máquina fotográfica! —murmuró Jack, con nostalgia, observando cómo se acercaba la gaviota—. Podría sacar una instantánea maravillosa. Aún no he fotografiado a ningún pájaro. Tengo que hacerlo. Buscaré mi máquina mañana.

—Vamos —dijo Dolly, poniéndose en pie de un salto—. Si vamos a dedicarnos a la caza del hombre, más vale que empecemos ya. Apuesto a que descubro yo al misterioso barquero antes que ninguno.

Se separaron; Jack y Jorge tiraron en una dirección, y las niñas en la otra. Caminaron por la arenosa playa, manteniéndose cerca del acantilado. Las niñas descubrieron que no podían ir muy lejos, porque unas rocas muy pendientes les cerraban el paso; conque retrocedieron de nuevo.

Pero los niños lograron pasar más allá del trozo de acantilado que sobresalía y resguardaba la pequeña caleta en que habían comido. Al otro lado del espolón había otra caleta, sin playa de ninguna clase; nada más que rocas planas que iban formando repisa sobre repisa hasta el farallón. Los muchachos pasaron por encima de estas rocas, examinando los habitantes de cuantos charcos pasaban. Jorge agregó un caracol de mar a la colección que llevaba ya en el bolsillo.

—Hay una hendidura en el acantilado allá —dijo Jack—. Vamos a explorarla.

A ella se dirigieron.

Era mucho más ancha de lo que se habían supuesto. Un arroyuelo se deslizaba por las rocas hacia el mar, partiendo de algún punto a mitad del camino entre la cima del acantilado y el sitio en que se encontraban los niños.

—Debe ser un manantial —dijo Jack. Y probó el agua—. Sí que lo es. ¡Hola! ¡Mira, Copete!

Jorge miró hacia donde Jack señalaba y vio flotando en un charco una colilla casi deshecha.

—Alguien ha estado aquí, y no hace mucho, por añadidura —dijo Jack—, porque la marea se hubiese llevado esa punta de cigarrillo. Esto es emocionante.

Habiendo obtenido la prueba, gracias a la colilla, de que alguien andaba cerca, los dos niños siguieron adelante, más excitados aún. Llegaron a la ancha hendidura del farallón y allí, un poco más arriba, construida contra la rocosa ladera, había una especie de choza. El fondo lo constituía el propio farallón. Se había reparado un poco la techumbre. Las paredes se estaban desmoronando a trechos y, en invierno, hubiera resultado completamente imposible vivir en ella. Pero alguien vivía allí en aquellos momentos, desde luego, porque fuera, tendida sobre unos arbustos achaparrados, había puesto a secar una camisa.

—Mira —susurró Jack—. Ahí es donde vive nuestro barquero. ¡Qué magnífico escondite ha encontrado!

Los muchachos se acercaron en silencio a la semiderruida choza. Era muy, muy antigua, y habría pertenecido en otros tiempos a un pescador solitario, seguramente. Se oía silbar dentro.

—¿Hemos de llamar a la puerta? —inquirió Jorge, con una risita nerviosa.

Pero en aquel instante alguien salió de la casita, les vio y se quedó mirándoles boquiabierto.

Los niños le contemplaron, a su vez, en silencio. Les gustó el aspecto del forastero. Llevaba pantalón corto y una camisa tosca abierta por el cuello. Tenía un rostro colorado y alegre, ojos en los que titilaba la risa, cabeza calva por la coronilla, pero bien provista de cabello por los lados. Era alto y parecía fuerte. Tenía saliente la mandíbula y afeitada la cara.

—¡Hola! —gritó—. ¿Venís de visita? ¡Qué bien!

—Le vi a usted en su embarcación ayer —anunció Jorge—. Conque vinimos a ver si le encontrábamos.

—Es muy amistoso eso. ¿Quiénes sois?

—Somos de Craggy-Tops, la casa que se encuentra a cosa de milla y media de aquí —respondió Jorge—. Aunque supongo que no la conocerá usted.

—Sí que la conozco —dijo inesperadamente el hombre—. Pero creía que allí no vivían más que personas mayores un hombre y una mujer y un criado negro.

—Pues verá: usualmente, sólo personas mayores viven allí… Pero, durante las vacaciones, mi hermana y yo venimos a pasarlas con tía Polly y tío Jocelyn. Y estas vacaciones, dos amigos nuestros han venido también. Éste es uno de ellos… Jack Trent. Su hermana Lucy anda por ahí. Yo soy Jorge Mannering y mi hermana es Dolly…, está con Lucy.

—Yo soy Bill Smugs —anunció el hombre, sonriendo ante toda aquella inesperada información—. Y vivo aquí solo.

—¿Ha venido usted aquí de pronto? —inquirió Jack, con curiosidad.

—Muy de pronto —asintió el hombre—. Ideas que se le ocurren a uno, ¿sabéis?

—No hay gran cosa a que venir aquí —dijo Jorge—. ¿A qué vino usted?

El hombre vaciló unos instantes.

—Pues veréis —respondió por fin—; he venido a observar a los pájaros. Me interesan las aves, ¿comprendéis? Y hay muchas muy poco corrientes aquí.

—¡Oh! —exclamó Jack, encantado—. ¿También le gustan a usted los pájaros? Yo estoy loco por ellos. Siempre lo he estado. He visto aquí montones que sólo había visto en libros hasta ahora.

A renglón seguido, el niño se puso a recitar una lista de pájaros poco corrientes que había observado, haciéndole bostezar a Jorge. Bill Smugs le escuchó, pero no dijo gran cosa. Parecía divertirle el entusiasmo de Jack.

—¿Qué pájaro en particular esperaba usted ver aquí, Smugs? —inquirió Jack, interrumpiendo su lista por fin. Bill Smugs pareció reflexionar.

—La verdad —anunció—; tenía la esperanza de poder ver un Alca Mayor.

Jack le contempló en silencio con un asombro que se tornó en respeto.

—¡El Alca Mayor! —exclamó con voz mezcla de sorpresa y de maravilla—. Pero…, pero ¿no se extinguió esa especie? ¿Es posible que quede alguna? ¡Troncho!… ¿Esperaba usted de veras encontrar algún ejemplar?

—Cualquiera sabe —contestó Bill Smugs—. A lo mejor queda un ejemplar o dos en alguna parte e… ¡imagínate qué exitazo resultaría descubrirlos!

Jack se puso colorado de excitación. Miró hacia el punto del mar en que se hallaba la Isla Lóbrega oculta tras la neblina.

—Apuesto a que pensó usted en que habría alguna posibilidad de descubrirlos en una isla como ésta —dijo señalando hacia el Oeste—. En la Isla Lóbrega, quiero decir. Habrá oído usted hablar de ella, supongo.

—En efecto —asintió Bill Smugs—, he oído hablar de ella. Me gustaría ir allá. Pero es imposible, según tengo entendido.

—¿Nos llevaría en su barca alguna vez? —preguntó Jorge—. Jo-Jo, nuestro criado negro, tiene una embarcación muy hermosa, pero no nos la quiere dejar usar, y nos encantaría ir de pesca alguna vez, y navegar a la vela también. ¿Le parece a usted una frescura muy grande que se lo pida? Pero supongo que encuentra usted esto muy solitario, ¿eh?

—A veces —asintió Bill Smugs—. Sí; saldremos de pesca y a navegar a la vela juntos…, vosotros y vuestras hermanas también. Será muy divertido. Veremos a ver cuándo podremos acercarnos a la Isla Lóbrega también, ¿no os parece?

Los dos muchachos estaban emocionadísimos. Por fin podrían salir en barco. ¡Qué chasco para Jo-Jo! Corrieron a llamar a las niñas.

—¡Eh, Dolly! ¡Eh, Lucy! —chilló Jack—. ¡Venid a que os presentemos a nuestro nuevo amigo… Bill Smugs!