Aventura nocturna
Aquella noche, Jack no pudo dormir. La Luna era llena y entraba su luz por la ventana, dándole en la cara. Estaba contemplándola, pensando en las gaviotas que había visto evolucionar en el aire, y en los enormes corvejones negros posados en las rocas, abiertos de par en par los picos mientras digerían los peces pescados.
Recordó la Isla Lóbrega, tal como la viese aquella mañana. Tenía un aspecto misterioso y emocionante —tan lejana, y solitaria, y desolada—. Y, sin embargo, había vivido allí gente en otros tiempos. ¿Por qué no vivía nadie ahora? ¿Cómo era la isla?
«¿Si me será posible verla esta noche a la luz de la Luna llena?», se preguntó Jack.
Se levantó del colchón sin despertar a Jorge y se acercó a la ventana. Miró hacia el exterior.
A la luz de la Luna, el mar brillaba con plateados destellos, salpicado de manchones de un negro profundo allá donde las rocas proyectaban su sombra. Las aguas estaban más serenas que de costumbre y se había apaciguado el viento. Sólo llegaba hasta Jack un murmullo.
La más viva sorpresa se reflejó de pronto en su rostro. Un barco de vela surcaba las olas. Estaba aún lejos, pero se dirigía a la costa. ¿De quién era? Esforzó la vista, mas no pudo distinguir a quien lo tripulaba. ¡Un velero que navegaba hacia Craggy-Tops a medianoche! Era extraño.
—Despertaré a Copete —pensó.
Se acercó al colchón.
—¡Copete! ¡Jorge! ¡Despierta y ven a la ventana!
Medio minuto después, Jorge, completamente despabilado, atisbaba por la estrecha ventana con Jack. También él vio el velero y emitió un silbido que despertó a «Kiki» y le hizo posarse, con sorpresa, en el hombro de su amo.
—¿Es Jo-Jo el que ocupa el barco? —murmuró Jorge—. Desde aquí no distingo si se trata de su embarcación o qué. Vamos a bajar a la playa y verle entrar. Pecas. Vamos… Me sorprende que Jo-Jo ande por ahí de noche cuando siempre nos está hablando de las «cosas» que vagan por el acantilado en la oscuridad. Pero, probablemente, no será Jo-Jo.
Se pusieron pantalón corto y jersey y los zapatos de suela de goma y bajaron por la escalera de caracol. Pocos momentos después descendían por el pendiente sendero del farallón. A la luz de la Luna, el barco continuaba avanzando, empujado por la brisa nocturna.
—«Sí» que es el bote de Jo-Jo —anunció Jorge por fin—. Se le ve claramente ahora. Y es Jo-Jo el que lo tripula. Va solo, pero lleva carga.
—Quizá haya estado pescando. Vamos a darle un susto, Jorge.
Los niños se arrastraron hacia el punto al que se dirigía la embarcación. Jo-Jo estaba aferrando la vela. Luego se puso a remar en dirección a la pequeña bahía en que siempre atracaba la embarcación. Los muchachos se agazaparon detrás de una roca. Jo-Jo entró en la bahía y amarró. Se volvió para sacar lo que llevaba a bordo. Y en aquel mismo instante los niños se abalanzaron sobre él, con alaridos salvajes, haciendo oscilar violentamente la embarcación.
Jo-Jo, pillado por sorpresa, perdió el equilibrio y cayó al agua. Sacó la cabeza en seguida, brillándole el rostro bajo la Luna. A los niños les hizo muy poca gracia su expresión. El negro salió del agua, se sacudió como un perro, y tomó un grueso cabo.
—¡Troncho! ¡Nos va a dar una paliza! —exclamó Jack—. ¡Vamos! ¡Tendremos que salir de estampía!
Pero el hombrazo les cerraba el paso a la casa, agitando la cuerda.
—¡Ahora vais a saber lo que les ocurre a los niños que salen a espiar de noche! —anunció, entre dientes.
Jack intentó esquivarle; pero le asió Jo-Jo. El negro alzó la cuerda y el niño soltó un alarido. En el mismo instante, Jorge cargó contra Jo-Jo, alcanzándole en la boca del estómago. El criado se quedó sin aliento y soltó a Jack. Los muchachos cruzaron la playa a todo correr, en dirección contraria al pendiente sendero que conducía a la casa. Jo-Jo se lanzó en persecución suya.
—Está subiendo la marea —jadeó Jack al sentir que el agua le humedecía los tobillos—. Tendremos que volver atrás si no queremos vernos estrellados contra las rocas.
—No podemos volver atrás. Jo-Jo nos daría una soberana paliza —contestó Jorge—. Corre hacia la caverna. Quizá nos sea posible meternos en el pasadizo. Es la única solución. Dios sabe de lo que será capaz Jo-Jo estando tan enfurecido. Hasta puede que nos mate.
Aterrados ya, los niños entraron en la cueva por la que penetraban ya las olas. Jo-Jo chapoteó tras ellos. ¡Ah! ¡Ya no podían escaparse! ¡Ya verían cuando hubiese acabado con ellos! ¡Jamás se les ocurriría abandonar la cama durante la noche otra vez!
Los niños encontraron el agujero del suelo que andaban buscando, y desaparecieron por las tinieblas del pasadizo secreto. Oyeron la respiración fatigosa del negro en la cueva superior. Pidieron al cielo que no cayera por aquel agujero también.
No cayó. Permaneció junto a la entrada, aguardando a que salieran los muchachos. No tenía ni la más remota idea de que existiese un pasadizo secreto allí. Aguardó, jadeando, con el trozo de cuerda en la mano. Una ola le llegó a las rodillas. Jo-Jo masculló algo entre dientes. La marea subía aprisa. Si no salían pronto los niños, tendrían que permanecer allá dentro toda la noche.
La ola siguiente le pegó con tal fuerza en la cintura, que abandonó inmediatamente la entrada de la caverna, e intentó retroceder por la playa. No podía correr el riesgo de que la marea entrante le deshiciera contra las rocas.
—Esos chicos pueden pasarse la noche en las cuevas, y ya me encargaré yo de ellos a primera hora de la mañana —pensó el negro, sombrío—. En cuanto baje la marea, estaré yo allí aguardándoles… y van a tener motivos para arrepentirse antes de que yo me dé por satisfecho.
Pero los niños no estaban tiritando dentro de la cueva. Ascendían de nuevo la galería secreta, en completa oscuridad esta vez. En las tinieblas, el pasadizo resultaba aterrador, pero no tanto como la posibilidad de que les atrapara Jo-Jo.
Llegaron por fin a la compuerta y la abrieron de un empujón. Subieron al sótano, y cerraron tras ellos.
—Cógeme de la mano —pidió Jack, tiritando tanto de frío como del susto—. Nos dirigiremos a la puerta como mejor podamos. Vamos…, sabes por dónde está, ¿eh? Yo no tengo la menor idea.
Jorge creyó saberlo, pero resultó estar equivocado. Les costó algún tiempo dar con ella. Examinaron a tientas las paredes rocosas y, al cabo de un buen rato y después de tropezar con cajas y cajones de todas clases, acabaron encontrándola.
La pila de cajas que había al otro lado se desmoronó con estrépito, poblando los sótanos de sonido. Los niños se inmovilizaron, escuchando, para averiguar si alguien lo había oído y acudía a investigar. Pero nadie se acercó.
Apilaron las cajas de nuevo lo mejor que pudieron, subieron los escalones y salieron a la cocina.
Se preguntaron qué habría sido de Jo-Jo. ¿Les estaría aguardando aún a la entrada de las cuevas?
Jo-Jo no estaba haciendo tal cosa. Había amarrado bien el bote, descargó varias cosas, y ascendió luego el sendero hacia la casa. Se encontraba en su alcoba, que daba a la cocina, regocijado ante la idea de que los niños estarían tiritando en la caverna, cuando un ruido enorme llegó a sus oídos.
Era el producido por el montón de cajas al desmoronarse; pero, claro, él no podía saber eso. Se quedó como convertido en piedra. ¿Qué había sido aquello? No se atrevió a salir para averiguarlo. De haberlo hecho, hubiese visto a un par de figuras que cruzaban con sigilo la cocina iluminada por la Luna y se dirigían al corredor. Los hubiese visto subir la escalera de caracol, tan silenciosos como ratones.
Al poco rato, los muchachos se hallaban tendidos en su colchón, llenos de alivio por haber podido llegar a él sanos y salvos. Rieron al pensar en la inútil espera del negro. Y, allá en su alcoba, el negro se estaba riendo al mismo tiempo, pensando en cómo aguardaría a la entrada de la caverna, cuerda en mano, a la mañana siguiente, para darles una buena paliza.
Todos se quedaron dormidos por fin.
Jo-Jo fue el primero en levantarse. Encendió el fuego, hizo luego las tareas que tenía por costumbre, y se ató luego la cuerda a la cintura. Ya iba siendo hora de ir a la playa a pillar a los muchachos. Pronto bajaría la marea lo suficiente para que pudieran salir.
De pronto se detuvo, estupefacto. ¿Estaba viendo visiones? Acababan de entrar en la cocina, charlando animadamente, los cuatro niños.
—¿Qué tenemos hoy para desayunar? ¡Troncho! ¡Qué hambre!
—¿Qué tal pasasteis la noche, niños? Nosotras la mar de bien.
—Y nosotros también —respondió Jorge—. La hemos pasado de un tirón.
—Sí —intervino Jack, regocijado de ver el asombro que se reflejaba en el rostro del negro—. Hemos dormido como troncos. Aunque «Kiki» hubiese imitado, tan ruidosamente como suele, a un tren expreso, no creo que nos hubiéramos despertado.
—¿Qué hay para desayunar, Jo-Jo? —inquirió Dolly.
Las dos niñas estaban enteradas de la aventura corrida por sus hermanos la noche anterior, y gozaban también desconcertando al negro. Era evidente que aún creía a los niños en la caverna.
Jo-Jo miró a Jorge y a Jack sin poder dar crédito a lo que veía ni a lo que oía.
—¿Habéis dormido toda la noche en vuestra alcoba? —quiso saber.
—Y, ¿en dónde querías que durmiéramos si no? —inquirió Jack—. ¿En la Isla Lóbrega?
Jo-Jo se quedó más desconcertado que nunca. No podían haber sido aquéllos los dos niños a quienes persiguiera anoche. Era cierto que no les había podido ver la cara con claridad; pero había estado convencido de que se trataba de Jorge y de Jack. Ahora se veía, sin embargo, que eso era totalmente imposible. Nadie hubiera sido capaz de salir de aquellas cuevas en plena marea alta, y los niños se encontraban allí. El suceso no podía ser más turbador. Al negro le hacía muy poca gracia.
—Iré a las cuevas ahora a ver quién sale —pensó, por fin—. Así sabré quiénes eran los que me espiaban.
Conque bajó a la playa. Pero, aunque las estuvo vigilando durante dos horas, nadie salió de ellas, cosa que nada tenía de sorprendente, puesto que no había nadie dentro de las grutas.
—Jo-Jo no logra comprenderlo —rió Jack, observando al negro desde la senda del acantilado—. ¡Qué suerte que no le dijéramos una palabra a nadie del pasadizo secreto! Nos resultó la mar de útil anoche.
—Creerá que tú y Jorge erais dos de las «cosas» con las que siempre anda intentando asustarnos —dijo Dolly.
—¿Qué vamos a hacer hoy cuando terminemos nuestras tareas? —preguntó Lucy, sacando brillo al quinqué que había estado limpiando—. ¡Hace un día tan hermoso!… ¿No podemos irnos de merienda…, dar un paseo por el acantilado y a lo largo de la costa?
—Sí… y veremos si podemos encontrar al hombre que vi en una embarcación ayer —contestó Jack, recordando—. Sería magnífico. Quizá nos deje salir en su barco. Dolly, pregúntale a tu tía Polly si podemos llevarnos la comida.
Tía Polly dijo que sí, y cosa de media hora más tarde, emprendieron la marcha, cruzándose con Jo-Jo por el camino. Estaba trabajando en el huerto, al borde del acantilado, por la parte posterior de la casa.
—¿Pasaste una buena noche, Jo-Jo? —le gritó. Jorge—. ¿Dormiste toda la noche como un buen chico?
Jo-Jo frunció el entrecejo y emitió un rugido amenazador. «Kiki» le imitó, y el negro se agachó a coger una piedra para tirársela.
—¡Malo, malo! —chilló el loro, volando muy alto—. ¡Malo, malo, malo! ¡Vete a la cama ahora mismo, so travieso!