Capítulo IX

Una embarcación extraña

Las niñas se negaron a subir por el pasadizo secreto a pesar de lo mucho que se lo suplicaron los muchachos. Les estremecía el mero pensamiento de aquel túnel oscuro, tortuoso y estrecho. Y, aunque estaban de acuerdo en que debía resultar muy emocionante recorrerlo, ésta era una emoción que ellas, personalmente, no tenían el menor deseo de experimentar.

—Lo que Dolly teme —dijo Jorge con disgusto— es que alguna estrella gigante de mar se le eche encima. Y Lucy no es más que una criatura.

En vano las hicieron rabiar. Las niñas no se cansaban nunca de oír hablar del pasadizo, pero no hubo manera de inducirlas a que se internaran por él. Jack y Jorge se asomaron a los sótanos al día siguiente, y descubrieron que Jo-Jo había vuelto a amontonar las cajas delante de la segunda puerta, ocultándola por completo. Les desconcertó un poco aquello. Habían visto, no obstante, hacer muchas cosas tontas al negro, nada más que por ganas de molestar, a veces. Y, en cualquier caso, tenían en su poder una llave.

El tiempo se hizo caluroso. Brilló el Sol en un cielo sin nubes. Los niños empezaron a correr por la playa y por el acantilado en traje de baño. Dolly, Lucy y Jorge se pasaban más tiempo que Jack metidos en el agua. Porque este último, entusiasmado con las aves silvestres que poblaban la costa en tan grandes cantidades, se pasaba la vida identificando golondrinas de mar, corvejones, gaviotas y otras especies. Y, con gran desilusión de su hermana, se negó a permitirle que le acompañase.

—Los pájaros empiezan a acostumbrarse a mí —le explicó—. Pero a ti no te conocen, Lucy. Sé buena chica y vete con los otros. De todas formas, sería una falta de educación dejar solos a Copete y a Dolly.

Conque, por una vez en su vida, Lucy, no fue la sombra de Jack, y se pasó la mayor parte del tiempo con los otros niños. Pero solía saber dónde se encontraba su hermano y, cuando llegaba la hora de regresar a casa, andaba alerta para avisarle.

A Dolly le parecía aquello una solemne tontería. A ella no se le hubiera ocurrido andar siempre pendiente de su hermano Jorge.

—¡Con la alegría que me da cuando le pierdo de vista! —exclamó, comentando el caso con su amiga—. Se hace insoportable. Disfruta haciéndome rabiar. El año pasado por poco me volvió loca. Me metió debajo de la almohada unos ciempiés que se dispersaron por toda la cama a medianoche.

Hasta a Lucy le sonó aquello a horrible. Pero se había acostumbrado ya a Jorge y a sus singulares costumbres. Era una verdadera lata. Hasta yendo en taparrabos se las arreglaba para llevar algún animalito escondido. Como el día anterior en que recogió una pareja de cangrejos y acabó sentándose por descuido encima de uno de ellos. El pellizco que éste le dio entonces le hizo llegar a la conclusión de que para los cangrejos no hay nada mejor que dejarlos en el líquido elemento; fuera de él, a uno no le dejan vivir tranquilo.

—De todas formas —anunció Dolly—, no sabes cuánto me alegro de que Pecas se lleve a «Kiki». Ese loro me es muy simpático; pero, desde que le ha dado por imitar a todos los pájaros de las cercanías, me está volviendo tarumba. Lo que me sorprende es que tía Polly le aguante.

Tía Polly le había cobrado afecto al loro, que, dándose cuenta de que con sólo decir: «¡Pobre querida Polly!» podía sacarle a la señora todo lo que se le antojara, abusaba de ella de una manera indecorosa. Tía Polly se había puesto hecha una furia con Jo-Jo cuando éste, al ir de compras, volvió sin las semillas de girasol para el loro. Y los niños habían disfrutado de lo lindo al oír cómo le regañaban al hosco y antipático negro.

El primer encuentro de tío Jocelyn con «Kiki», no puede decirse que fuera muy afortunado. Cierta tarde calurosa el pájaro se había introducido silenciosamente por la ventana del despacho. Tío Jocelyn estaba enfrascado, como de costumbre, en papelotes y libros. «Kiki» voló hasta la estantería y se posó en ella, mirando a su alrededor con interés.

—¿Cuántas veces he de decirte que no silbes? —preguntó, con voz severa.

Tío Jocelyn salió de su enfrascamiento con sobresalto. No había visto nunca al loro, y hasta había olvidado que hubiese llegado uno a su casa. Aguzó el oído y trató de adivinar de dónde había partido tan insospechada frase.

«Kiki» guardó silencio un buen rato y el hombre llegó a la conclusión de que se habría equivocado, volviendo a bajar la cabeza para estudiar los documentos de nuevo.

—¿Dónde tienes el pañuelo? —inquirió el loro, severo.

Tío Jocelyn quedó convencido de que su esposa se hallaba en alguna parte de su cuarto, porque «Kiki» imitaba su voz a maravilla. Se rebuscó el pañuelo en el bolsillo.

—Buen chico —dijo el loro—. Y ahora no te olvides de limpiarte los pies.

—No los tengo sucios, Polly —contestó el anciano, sorprendido, creyendo que hablaba con su mujer.

Estaba desconcertado y molesto. No solía turbarle tía Polly entrando a darle órdenes innecesarias. Se volvió para decirle que se marchase, pero no pudo verla.

«Kiki» emitió una tos hueca, como la de Jo-Jo. Tío Jocelyn, seguro ahora de que el negro se hallaba también en el despacho, se irritó. ¿Por qué diablos se le ocurría a todo el mundo entrar aquel día a molestarle? Aquello resultaba ya insoportable.

—¡Lárgate de aquí! —ordenó, creyendo que hablaba con Jo-Jo—. Estoy ocupado.

—¡Oh, qué chico más travieso! —exclamó el loro, en reprimenda.

Luego tosió otra vez y soltó un estornudo muy bien imitado. Después de eso, reinó silencio un buen rato.

Tío Jocelyn se enfrascó en sus papeles otra vez, olvidándose inmediatamente de la interrupción.

A «Kiki» no le gustaba que no le hiciesen caso. Voló del estante y fue a posarse sobre la canosa cabeza de tío Jocelyn, imitando el silbido de una locomotora al hacerlo.

El pobre hombre se puso en pie de un brinco, se llevó las manos a la cabeza, desalojó a «Kiki», y soltó un alarido que hizo acudir a toda prisa a tía Polly. «Kiki» salió volando por la ventana, y exhalando un ruido muy parecido a la risa.

—¿Qué te ocurre, Jocelyn? —dijo la señora, alarmada.

El anciano estaba enfurecido.

—Ha estado entrando y saliendo gente en este cuarto toda la mañana, y hasta me decía que me limpiara los pies y que no silbara. Y alguien me tiró algo a la cabeza —rugió.

—¡Oh…, no es más que «Kiki»! —anunció tía Polly, empezando a sonreír.

—¡Nada más que «Kiki»! Y…, ¿quién demonios es «Kiki»? —gritó tío Jocelyn, furioso al ver a su esposa reírse de él en lugar de compadecerle.

—El loro —contestó ella—. El loro del niño, ¿sabes?

Tío Jocelyn se había olvidado por completo de la existencia de Jack y de Lucy. Miró a la otra como si la creyera loca.

—¿Qué niño… y qué loro? —exigió—. ¿Has perdido el juicio, Polly?

—¡Dios mío! —suspiró tía Polly—. ¡Qué memoria más desgraciada!

Le recordó la llegada de los dos niños a pasar las vacaciones, y le explicó quién era «Kiki».

—Es el loro más listo que he conocido —terminó diciendo.

«Kiki» se había adueñado de su corazón.

—Bueno, pues lo único que yo te digo —anunció tío Jocelyn, sombrío—, es que, si ese loro es tan listo como tú lo pintas, procurará no volverse a cruzar en mi camino. Como entre aquí otra vez, le tiraré a la cabeza todos los pisapapeles.

La señora, acordándose de la mala puntería que tenía su marido cuando tiraba algo, echó una mirada a la ventana. Más valdría que la conservara cerrada, de lo contrario, el día menos pensado iba a encontrarse el despacho destrozado a golpes de pisapapeles. ¡Caramba, caramba! ¡Qué cosas más molestas sucedían! Cuando no eran los niños los que clamaban pidiendo más de comer, era Jo-Jo el que la disgustaba. Y, cuando no era Jo-Jo, era el loro. Y cuando no era el loro, tío Jocelyn con sus amenazas de tirar pisapapeles. Tía Polly cerró la ventana con firmeza, y salió del cuarto, cerrando tras sí de golpe.

—¡No des portazos! —sonó la voz de «Kiki» en el pasillo—. Y, ¿cuántas veces he de decirte?

Pero, por una vez, tía Polly no tuvo una palabra amable para «Kiki».

—Eres un pájaro malo —le dijo, con severidad, al loro—, un pájaro muy malo.

«Kiki» voló pasillo abajo con un chillido de indignación. Buscaría a Jack. Jack siempre era bueno y amable con él. ¿Dónde estaba Jack?

El niño no se encontraba con los demás. Había marchado con los gemelos de campaña a la cima del acantilado y yacía boca arriba, contemplando con deleite las aves que evolucionaban por encima de él. «Kiki» le aterrizó en el vientre, sobresaltándole.

—¡Ah! ¡Eres tú, «Kiki»! Ten cuidado con las garras, por el amor de Dios. No llevo más que el traje de baño. Y, ahora, cállate o asustarás a los pájaros. Ya he visto cinco variedades distintas de gaviotas hoy.

Acabó por cansarse de estar echado boca arriba. Se incorporó, se quitó de encima al loro, y miró a su alrededor. Se llevó los gemelos a los ojos de nuevo, y dirigió la vista por encima del mar, hacia la Isla Lóbrega. Aún no había llegado a verla bien.

Pero aquel día, aun cuando la mayor parte de las colinas a sus espaldas se perdían tras el vaho del calor, la isla, por Dios sabe qué motivo, se veía claramente en dirección Oeste.

—¡Troncho! —exclamó Jack, con sorpresa—. ¡Ahí está la isla misteriosa que Jo-Jo dice que es mala! ¡Con cuánta claridad se la ve hoy! ¡Se notan sus colinas… y hasta veo romper las olas contra las rocas que la rodean!

No pudo ver pájaro alguno en la isla, porque los gemelos sólo eran lo bastante potentes para permitirle ver la isla y sus cimas. Pero él estaba seguro de que los habría a montones.

—¡Pájaros exóticos! —se dijo—. Pájaros que ya no se ven. Pájaros que a lo mejor hacen sus nidos allí año tras año sin que nadie les moleste y que, por lo tanto, serán tan dóciles como gatos. ¡Troncho! ¡Ojalá pudiese ir allá! ¡Qué antipático es Jo-Jo con no querer prestarnos su barquichuela! Podríamos cruzar sin dificultad en ella estando la mar tan serena como hoy.

El niño barrió la costa con los gemelos y los inmovilizó de pronto, quedándose contemplando algo con sorpresa. No era posible que fuese alguien que remara a lo largo de la costa a cosa de una milla de distancia. No. No era posible. Jo-Jo había dicho que él era la única persona que tenía embarcación en muchas millas a la redonda. Y tía Polly había asegurado que nadie vivía en la vecindad de Craggy-Tops, que el vecino más cercano se hallaba a seis o siete millas.

—Y, sin embargo, hay alguien en un bote allá al oeste de este farallón —murmuró, obstinado—. ¿Quién será? Jo-Jo, seguramente. Supongo que no «puede» ser ningún otro.

El hombre del bote estaba demasiado lejos para que se le pudiera distinguir bien. Quizá fuese Jo-Jo; pero podría no serlo. Echó una mirada al Sol. Estaba bastante alto, conque debía ser la hora de comer. Regresaría y, de paso, miraría a ver si la embarcación de Jo-Jo se encontraba en su lugar de costumbre.

Pero la embarcación no había desaparecido. Se hallaba en el lugar de costumbre, sujeta fuertemente a un poste, en la pequeña bahía próxima a la casa. Y allí estaba el propio Jo-Jo también, recogiendo madera arrojada a la playa por las olas, para usarla como leña. Así, pues, «tenía» que haber otra persona no muy lejos que contaba con embarcación propia.

Corrió a decírselo a los otros. Quedaron todos sorprendidos y encantados.

—Iremos a averiguar quién es, y nos haremos amigos suyos, y quizá nos lleve a pescar en su barco —dijo Jorge, en seguida—. Te felicito. Pecas. Tus gemelos han sabido descubrir algo más que simples aves.

—Iremos a verle mañana —anunció Jack—. Lo que yo quiero, en realidad, es una ocasión de cruzar la Isla Lóbrega y ver si hay pájaros raros en ella. Tengo el presentimiento de que «debo» ir a esa isla. Es una especie de corazonada.

—No le diremos a Jo-Jo que hemos visto a otra persona con barco —dijo Dolly—. No haría más que intentar impedir que nos pusiéramos al habla con ella. Parece molestarle que hagamos cosa alguna que nos guste.

Conque nada se les dijo ni a Jo-Jo ni a tía Polly de la presencia del desconocido y de su embarcación. Al día siguiente saldrían en su busca y hablarían con él.

Pero algo estaba destinado a ocurrir antes de que un nuevo día llegase.