Capítulo VIII

En los sótanos

—Empujémosla los dos al mismo tiempo —sugirió Jorge, excitado—. Colocaré la vela en esta repisa.

Metió la vela en una grieta. Luego empujaron los dos con fuerza contra la compuerta. Una lluvia de polvo les cayó encima y Jorge parpadeó, medio cegado. Jack, más previsor, había cerrado los ojos.

—¡Maldita sea! —exclamó Jorge, frotándose los párpados—. Anda, vamos a probar otra vez. Me pareció notar que se movía.

Intentaron otra vez, y ésta, la compuerta cedió de pronto. Se alzó unas pulgadas y volvió a caer luego, desalojando otra nube de polvo.

—Busquemos una roca o una piedra grande para subirnos encima —dijo Jack, encendido de excitación el rostro—. Un empujoncito más y quedará abierta.

Encontraron tres o cuatro piedras planas, las amontonaron y se subieron encima. Apretaron la compuesta y, con gran encanto suyo, ésta se alzó del todo, y venció hacia el otro lado, cayendo, con estrépito, sobre el suelo de arriba, dejando una abertura cuadrada por encima de la cabeza de los muchachos.

—Ayúdame a subir, Jack —dijo Jorge—. Ayúdame.

El otro le dio tal empujón, que subió disparado por el hueco, aterrizando sobre un piso rocoso, arriba. Reinaba la oscuridad allí y no pudo ver nada.

—Dame la vela, Pecas, y te ayudaré a subir luego —propuso.

Le entregó la vela, que se apagó de pronto.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Dios Santo! ¿Qué es eso?

—Supongo que «Kiki» —contestó Jack—. Ha subido volando.

«Kiki» no había dicho una palabra ni hecho el menor ruido durante toda la marcha por el pasadizo secreto. Alarmado por lo extraño del lugar y las tinieblas, se había limitado a asir con fuerza a su amo.

Jorge ayudó a subir a Jack, tirándole de las manos y luego se buscó en los bolsillos cerillas para encender de nuevo la vela.

—¿Dónde crees tú que nos encontramos? —inquirió—. Yo no tengo ni la menor idea.

—Parece como si fuera el otro extremo del mundo —dijo Jack—. ¡Ah, eso ya es otra cosa! Ahora podemos ver. —Alzó la vela ya encendida y los dos miraron a su alrededor.

—Yo sé dónde estamos —anunció Jorge, bruscamente—. Éste es uno de los sótanos de Craggy-Tops. Mira…, allí hay cajas de provisiones. Latas de conservas y todo eso.

—Es verdad. ¡Caramba! ¡Cuántas provisiones tiene tu tío almacenadas aquí! ¡Qué aventura! ¿Tú crees que tus tíos conocen la existencia del pasadizo secreto?

—No. De haberlo sabido, seguramente nos hubiese hablado de él tía Polly. No me parece conocer muy bien este lado de los sótanos. Vamos a ver, ¿dónde está la puerta?

Los muchachos erraron por el sótano, intentando hallar una salida. Llegaron a una fuerte puerta de madera, pero con gran sorpresa suya, estaba cerrada con llave.

—¡Qué mala pata! —exclamó Jorge, molesto—. Nos vamos a ver obligados a bajar otra vez por ese túnel. Y no tengo el menor deseo de hacerlo. Sea como fuere, ésta no es la puerta que da a la cocina. Hay que subir escalones en ésa. Debe de ser una puerta que aísla una parte de los sótanos de la otra. No recuerdo en absoluto haberla visto antes.

—Escucha; me parece que viene alguien —atajó Jack de pronto, captando el rumor de pasos que creyeron se iban aproximando.

—Sí; Jo-Jo —afirmó Jorge, oyendo una tos harto conocida—. Escondámonos. No pienso decirle a Jo-Jo una palabra del pasadizo. Guardaremos el secreto. Cierra la compuerta aprisa, Jack. Nos esconderemos detrás de este arco. Podremos escaparnos sin hacer ruido en cuanto Jo-Jo abra la puerta. Apaga la vela.

Cerraron la compuerta, y luego, en las tinieblas, se escondieron tras el arco de piedra vecino a la puerta. Oyeron al negro meter una llave en la cerradura. La puerta se abrió, y entró el hombre. Parecía de un tamaño gigantesco a la vacilante luz de su linterna. Dejó la puerta abierta y se dirigió al sótano, donde se hallaban las provisiones.

Los niños llevaban suela de goma y hubieran podido salir sin que Jo-Jo se enterara de su presencia, pero «Kiki» escogió aquel momento para imitar la tos hueca del negro. Pobló el sótano de melancólicos ecos y Jo-Jo dejó caer la linterna con estrépito. El vidrio se rompió, apagándose la luz. Jo-Jo lanzó un grito de terror y huyó sin detenerse a echar la llave siquiera. Rozó con los muchachos al pasar, y exhaló un nuevo chillido de susto al sentir el calor de su cuerpo.

«Kiki», emocionado por el éxito de su imitación de la tos, lanzó un alarido terrorífico que hizo cruzar el resto de los sótanos a toda velocidad a Jo-Jo, subir los escalones, y salir por la otra puerta. Casi se cayó de bruces al entrar en la cocina y tía Polly dio un brinco de asombro.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?

—¡Hay cosas ahí abajo! —jadeó el negro, tan pálido el rostro como le era posible ponerse.

—¿Cosas? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, con severidad, tía Polly.

—Cosas, que chillan, aúllan y me agarran —contestó Jo-Jo, dejándose caer en una silla y haciendo girar los ojos hasta sólo dejar ver el blanco de los mismos.

—¡No digas tonterías! —gruñó tía Polly, removiendo el contenido de una cacerola—. De todas formas, no sé para qué querías bajar allá. No necesitamos nada de los sótanos esta mañana. Tengo patatas de sobra aquí… Serénate, Jo-Jo. Asustarás a los niños si te portas así.

Los dos niños se habían puesto a reír como locos al ver huir al pobre Jo-Jo dando gritos de alarma. Se abrazaron para no caerse y rieron hasta quedar exhaustos.

—Le está bien empleado —exclamó Jack—. Anda siempre intentando asustarnos con cuentos de «cosas» extrañas que rondan de noche por los alrededores. Ahora se ha encontrado con uno de sus propios cuentos y casi ha perdido el juicio del susto.

—Oye, oye. ¡Se ha dejado la llave en la cerradura! —dijo Jorge, encendiendo la vela de nuevo—. Vamos a llevárnosla. Así, si queremos volver a usar ese pasadizo alguna vez, siempre podremos salir por aquí si nos parece.

Se guardó la llave en el bolsillo, riendo. Quizá creyera el negro que era una de las «cosas» de las que siempre estaba hablando la que se la habría llevado.

Se metieron en la parte de los sótanos que ya conocían. Jorge contempló con interés la puerta por la que acababan de pasar.

—Hasta ahora no sabía que hubiese un sótano más allá del primero —dijo, mirando a su alrededor por la enorme habitación subterránea—. ¿Cómo es que no me he fijado en esa puerta antes?

—Deben de haber estado amontonadas esas cajas delante para esconderla —dijo Jack.

Había unas cuantas cajas vacías junto a la puerta y, ahora que hacía memoria. Jorge recordó haberlas visto siempre amontonadas al entrar en el sótano. Una treta de Jo-Jo, sin duda, para impedir que los niños entraran en el segundo sótano, donde se guardaban las provisiones.

—Podemos entrar por el pasadizo secreto o por la puerta, puesto que tengo la llave ahora —pensó Jorge, encantado de poder burlar al negro cuando quisiera.

—Supongo que esos escalones conducían a la cocina, ¿eh? —dijo Jack, señalándolos—. ¿Crees tú que podemos subirlos sin peligro? No nos interesa que nos vea nadie, porque nos harían preguntas un poco embarazosas.

—Subiré yo, abriré la puerta una rendija, y miraré a ver si hay alguien en la vecindad —dijo Jorge.

Subió. Jo-Jo había salido, y ya no estaba allí su tía tampoco; conque la enorme cocina se encontraba solitaria y silenciosa. Los muchachos pudieron cruzarla, dirigirse a la puerta de la casa, y bajar, corriendo, el sendero del acantilado sin que les viese nadie.

—Las muchachas estarán preguntándose qué ha sido de nosotros —dijo Jack, acordándose de pronto de que Lucy y Dolly les aguardaban junto al agujero de la cueva—. Vamos; les daremos un susto, ¿quieres? Estarán esperando que salgamos por el pasadizo secreto. Jamás se les ocurrirá que podamos aparecer por este otro camino.

Bajaron a la rocosa playa. Se dirigieron a las cavernas que exploraron aquella mañana y encontraron la que tenía el agujero. Las dos niñas se hallaban sentadas junto al hueco, discutiendo, llenas de ansiedad, lo que debían hacer.

—No tendremos más remedio que ir en busca de ayuda —decía Lucy—. Estoy segura de que les ha sucedido algo.

Jorge vio, de pronto, la gigantesca estrella de mar, la causante de todo el jaleo. La recogió sin hacer ruido. Andando con cautela, se aproximó a la pobre Dolly. Depositó la estrella sobre su brazo desnudo, por el que resbaló, pegajosa.

Dolly se puso en pie de un brinco, dando un grito mucho peor que el más agudo de los de «Kiki».

—¡Oh!…, ¡oh! ¡Jorge está de vuelta, el muy bruto! ¡Aguarda a que yo te eche la mano encima! ¡Te arrancaré todos los pelos uno por uno! ¡Oh, qué odioso eres!

Llena de rabia, dio un salto hacia su hermano, que salió corriendo de la caverna a la playa, lleno de regocijo. Lucy le echó los brazos al cuello a Jack. Había estado consumida de ansiedad pensando en él.

—¡Jack! ¡Oh, Jack! ¿Qué os ha pasado? ¡He aguardado tanto!… ¿Cómo volvéis por este camino? ¿Adónde conduce el pasadizo?

Los gritos y los alaridos de Dolly y de Jorge no le dejaron contestar a Jack, sobre todo al hacer coro «Kiki» a toda aquella algarabía, silbando como una locomotora.

Se estaba librando una verdadera batalla entre Dolly y Jorge. La enfurecida niña había alcanzado a su hermano, y le estaba pegando con toda su alma.

—¡Ya te enseñaré yo a tirarme estrellas de mar! ¡Sinvergüenza! ¡De sobra sabes lo poco que me gustan esos bichos! ¡Te arrancaré los pelos!

Jorge logró desasirse y salir de estampía, dejando unos cuantos pelos entre los dedos de la niña. Dolly se volvió hacia los otros, con enfurecido semblante.

—¡Es un animal! ¡No le dirigiré en mucho tiempo la palabra! ¡Ojalá no fuese hermano mío!

—Sólo fue una broma —empezó Jack.

Pero no hizo más que empeorar las cosas. Dolly se enfureció con él y puso una cara tan feroz, que Lucy se alarmó y pensó en defender a Jack si Dolly corría a darle un bofetón.

—No quiero saber nada de ninguno de vosotros —anunció Dolly.

Y se marchó hecha una furia.

—Así se quedará sin saber lo que hemos descubierto esta mañana —dijo Jack—. ¡Qué genio tiene! Bueno, pues tendremos que decírtelo a ti, Lucy. Hemos corrido una aventura de verdad.

Cuando se alejaba iracunda, Dolly se acordó de pronto de que no había oído la historia del pasadizo secreto y, olvidando su enfado, dio media vuelta al instante.

Vio a Lucy y a los dos niños juntos. Jorge le dio la espalda en cuanto se acercó. Pero Dolly sabía ser tan brusca en recobrar el buen humor como en perderlo. Le posó una mano en el brazo a su hermano.

—Lo siento. Jorge; perdona —rogó—. ¿Qué os ocurrió a Jack y a ti en el pasadizo? Ardo en deseos de saberlo.

Conque se restableció la paz y las muchachas escucharon con emoción lo que los niños tenían que contar.

—Fue una verdadera aventura, os lo aseguro —cerró Jack.

Y lo fue, en efecto. Aunque, en realidad, aquello no era más que el principio; aún les quedaban muchísimas cosas raras que pasar.