Capítulo VI

Los días transcurren

Las niñas habían decidido quedarse con las dos habitaciones. ¡Eran tan pequeñas! Y resultaría más fácil conservar en orden dos cuartos que hacerlo con uno, siendo dos las personas que lo ocuparan.

—Nunca habría sitio para nada si intentáramos poner todas nuestras cosas en una sola habitación —dijo Dolly.

Y la otra niña se mostró de acuerdo con ella.

A ésta le asustó mucho el cuarto del torreón cuando lo vio. También a ella le hubiese asustado una habitación sin vidrios en las ventanas. Casi valía tanto como dormir a la intemperie, pensó la niña, al asomarse a una de las ventanas y sentir la brisa marina.

Las alcobas de las dos muchachas daban al mar, pero en distinta dirección, a las de los niños. La Isla Lóbrega no podía verse desde allá. Jack le contó a Lucy lo que les había dicho Jo-Jo, y la niña se sintió alarmada.

—No tienes por qué ponerte así —le advirtió su hermano, riendo—. Jo-Jo está lleno de creencias y de cuentos raros. No tienen fundamento sus historias. Yo creo que lo que le pasa es que le gusta asustar a la gente.

Se experimentaba una sensación rara al dormir por primera vez en Craggy-Tops. Lucy permaneció despierta mucho rato, escuchando el amortiguado rumor de las olas que rompían contra las rocas al pie del acantilado. Oyó silbar al viento también y le gustó. ¡Cuan diferente era todo aquello de la apacible población en que vivía tío Godofredo! Allá, todo parecía medio muerto, pero aquí abundaban el ruido y el movimiento, el gusto salado en los labios, la caricia del aire a través de los cabellos. Era emocionante. Todo era posible en Craggy-Tops.

Allá arriba, Jack tampoco lograba conciliar el sueño; pero Jorge dormía como un bendito a su lado.

Se levantó y se acercó a la ventana, por la que penetraba en grandes ráfagas el viento. Asomó la cabeza. Miró abajo.

Por entre las nubes que cruzaban a gran velocidad el firmamento, la Luna atisbaba a ratos. Allá, al pie del acantilado, las aguas se arremolinaban al subir la marea, azotando las negras rocas. El viento transportaba en sus alas la pulverizada linfa y, a pesar de la altura del cuarto, Jack estaba seguro de que sentía parte de aquel rocío en la mejilla. Se pasó la lengua por los labios. Encontró delicioso el sabor a sal.

Un pájaro gritó en la noche. Sonaba triste y melancólico, pero al niño le gustó. ¿De qué ave se trataba? ¿Una desconocida para él? Las olas rompieron con furia abajo, y el viento ascendió en ráfagas. Tiritó. Era verano; pero Craggy-Tops se alzaba en un lugar tan barrido por los vientos, que siempre soplaban corrientes frías alrededor.

Luego dio un brinco de sobresalto al rozarle algo en el hombro. Le latió con violencia el corazón, y luego se echó a reír. No era más que «Kiki».

El loro siempre dormía con Jack, dondequiera que estuviese. Por regla general se posaba en la barra de la cabecera de la cama, con la cabeza metida debajo de un ala; pero aquella vez no había barras, sólo un colchón tirado en el suelo.

Conque «Kiki» había escogido como percha el borde del arcón. Pero al oír moverse a su amo, le faltó tiempo para írsele a posar, como de costumbre, sobre el hombro, dándole el susto consiguiente. Se apretujó contra él.

—Vete a la cama, niño malo —le gruñó—. Vete a la cama.

Jack rió. Cuando «Kiki» acertaba, por casualidad, a emplear la frase apropiada, resultaba la mar de cómico. Le rascó la cabeza, habiéndole en voz baja, para no despertar a Jorge.

—Te prepararé una percha mañana, «Kiki» —susurró—. Ya sé que no puedes dormir como es debido en la orilla de un arcón. Ahora me voy a acostar. Noche tempestuosa, ¿verdad? Pero a mí me gusta.

Volvió al lecho, frío y tiritando. Pero no tardó en entrar en calor al pegarse a la espalda de su compañero y se quedó dormido, soñando en un millar de aves marinas que se acercaban, dócilmente para que los fotografiase.

Les resultó muy extraña la vida en Craggy-Tops al principio a Lucy y a Jack, después de los muchos años pasados en una casita corriente de una población vulgar.

No había luz eléctrica, ni agua caliente ni fría que saliera de los grifos, ni tiendas a la vuelta de la esquina, ni jardín.

Se empleaban quinqués que era preciso limpiar y cuya mecha había que recortar todos los días, y velas que meter en palmatorias. El agua se sacaba con una bomba de un pozo muy hondo. A Jack le interesaba mucho aquel pozo.

Detrás de la casa se encontraron un patio pequeño pegado a la cara del farallón. Allí estaba situado el pozo que surtía de agua a los ocupantes del edificio. A Lucy y a Jack les sorprendió que no fuera el agua salada.

—¿Salada? No. Es agua dulce y pura —dijo Dolly, descolgando el pesado cubo de la cadena—. El pozo se hunde en las profundidades de la roca, muy por debajo del nivel del fondo del mar. El agua que de él sale es pura, cristalina y fría como el hielo. Probadla.

Era buena de beber, en efecto, tan buena como la mejor agua helada que hubiesen bebido los niños en días calurosos de verano. Jack se asomó al brocal.

—Me gustaría descolgarme en ese cubo y averiguar a qué profundidad se encuentra el fondo; sería interesante —murmuró.

—Y la gracia que te haría si te quedaras atascado y no pudieses salir luego —rió Dolly—. Vamos, ayúdame, Jack. No estés ahí parado, soñando. Siempre estás en las nubes.

—Y tú siempre dispuesta a impacientarte y saltar —intervino Jorge, que se hallaba allí cerca.

Dolly le dirigió una mirada iracunda. Saltaba con rapidez, y era muy fácil provocarla.

—Si tuvierais vosotros que hacer tanto como lo que a nosotras se nos encarga —respondió con aspereza—, saltaríais aún más aprisa. Vamos, Lucy. Deja que los chicos atiendan a sus quehaceres. Después de todo, para bien poco sirven los niños.

—Sí, más vale que te marches antes de que te dé una bofetada —le gritó Jorge.

Y rompió a correr luego, antes de que la enfurecida Dolly pudiese alcanzarle.

A Lucy aquellas riñas entre hermanos la escandalizaban y llenaban de desconcierto. Pero no tardó en darse cuenta de que eran nubes de verano. El enfado se desvanecía con la misma facilidad y rapidez con que se produjera. Y acabó por acostumbrarse a ellas.

Las compras constituían un verdadero problema. Dos veces a la semana Jo-Jo sacaba el vetusto automóvil y emprendía el viaje al pueblo más cercano con una larga lista en el bolsillo. Cuando se olvidaban de algo, no les quedaba más remedio que pasarse sin ello hasta la excursión siguiente. La cuestión de las verduras, sin embargo, la tenían resuelta. Se surtían de un huerto situado a cierta distancia de la parte superior de la casa, y de cuyo cuidado se encargaba el propio Jo-Jo.

—Vayamos con Jo-Jo a darnos un paseo en el coche —sugirió Lucy una mañana.

Pero Jorge movió negativamente la cabeza.

—Es inútil —dijo—. Le hemos pedido la mar de veces que nos lleve y nunca ha querido hacerlo. Se limita a negarse, amenazando con echarnos a empujones del automóvil si intentamos acompañarle. Yo lo probé una vez, y cumplió su palabra: me echó fuera de un empujón.

—¡El muy bruto! —exclamó Jack—. Lo que no comprendo es cómo le aguantáis.

—¿Y qué otro iba a querer trabajar en un sitio tan apartado y solitario? —inquirió Dolly—. Nadie. De no estar medio loco, tampoco querría hacerlo Jo-Jo.

Ello, no obstante, Lucy le preguntó al negro si podría acompañarle cuando fuera de compras.

—No —respondió éste con torvo gesto.

—Por favor, Jo-Jo —suplicó la niña.

Estaba acostumbrada a salirse siempre con la suya si tenía mucho empeño. Pero no le valió con el negro.

—He dicho que «no» —repitió éste, alejándose.

Lucy le vio desaparecer. ¡Qué horrible era! ¿Por qué no quería llevarse a ninguno de ellos cuando iba de compras? Simple mal genio y mala intención, supuso la niña.

La vida era divertida en Craggy-Tops, a pesar de ser difíciles tantas cosas. Los baños calientes, por ejemplo, sólo podían tomarse una vez a la semana. Es decir, hubieran podido tomarse todos los días de haber estado alguien dispuesto a encender la caldera y a transportar los cubos de agua caliente desde ella hasta el único baño instalado en un cuarto pequeño, a través de kilómetros y kilómetros de pasillos.

Después de haberlo hecho una vez, Jack decidió que no le importaba mucho pasarse sin baños calientes mientras estuviera en Craggy-Tops. Se bañaría en el mar dos o tres veces diarias y se conformaría con ello.

A las niñas les daban tareas caseras que hacer, y ellas las llevaban a cabo lo mejor que podían. Tía Polly se encargaba de la cocina y le servía la comida a tío Jocelyn en su despacho, del que ni para comer salía, razón por la cual los niños apenas si recordaban que estaba en la casa.

A los niños les correspondía transportar el agua desde el pozo, ir en busca de la leña para la cocina y llenar el depósito de la estufa de petróleo. Se turnaban con sus hermanas en la labor de limpiar las lámparas y arreglar las mechas. A ninguno le gustaba hacerlo, porque era un trabajo muy sucio.

Jo-Jo se cuidaba del automóvil y del huerto, fregaba lo más difícil, limpiaba las ventanas cuando el agua pulverizada las dejaba incrustadas de sal, y se encargaba de muchas otras faenas. Tenía una embarcación propia, buena y marinera, con una vela pequeña.

—¿Nos permitirá que la usemos? —inquirió Jack.

—¡Claro que no! —respondió Jorge, con desdén—. Y más vale que no lo intentes sin su permiso. Te daría una paliza como lo hicieras. Esa embarcación le es tan cara como las niñas de los ojos. No poner pie en ella.

Jack fue a echarle una mirada. Era un buen barco en verdad. Debía de haber costado la mar de dinero. Lo habían pintado recientemente y se encontraba en magnífico estado. Tenía remos, mástil y vela, y mucho aparejo de pesca. A Jack le hubiese gustado hacerse a la mar con él.

Pero cuando lo estaba mirando, preguntándose si se atrevía a poner pie a bordo para sentirse mecer dulcemente bajo sus plantas, apareció el negro, más torvo su gesto que de costumbre.

—¿Qué está usted haciendo? —exigió con feroz mirada—. Ese barco es «mío».

—Bueno, bueno —contestó con impaciencia el muchacho—. ¿Es que no puedo mirarlo siquiera?

—No —le repuso Jo-Jo.

—Malo, malo —dijo «Kiki», dándole un chillido al negro, que de buena gana le hubiese retorcido el cuello.

—¡Qué encanto de hombre! ¡Qué agradable resulta! —exclamó Jack, retirándose no obstante al experimentar, por primera vez, cierto temor—. Pero permítame que le diga una cosa: de una manera o de otra, saldré a dar una vuelta en una embarcación y «usted» no podrá impedirlo.

Jo-Jo le siguió con la mirada, entornados los párpados, contraída la boca de ira. ¡El muy entrometido! ¡Ya lo creo que le impediría que hiciese nada si le era posible!