Capítulo IV

Craggy-Tops

Avanzó el tren, veloz, pasando por muchas estaciones y deteniéndose en muy pocas. Prosiguió viaje hacia la costa por entre elevadas montañas, cruzando plateados ríos y atravesando grandes poblaciones.

Llegaron, luego, a una región más agreste. Penetró por las ventanillas la brisa marina.

—Huelo el mar ya —dijo Jack, que sólo lo había visto una vez y apenas lo recordaba.

El tren se detuvo, por fin, en una estación pequeña y solitaria.

—Ya hemos llegado —dijo Jorge—. Saltad a tierra. ¡Eh, Jo-Jo! ¡Aquí estoy! ¿Tienes el coche a mano?

Lucy y Jack vieron a un negro que se les acercaba. Brillaban blanquísimos los dientes en el oscuro rostro, y los ojos giraban de una manera singular. Corriendo tras él iba una niña un poquito más vieja que Lucy, pero bastante alta para su edad. Tenía el mismo cabello castaño ondulado de Jorge, y el mismo mechón de pelos delante.

—Otro Copete —pensó Jack—, pero más feroz que el primero. Debe de ser Dolly.

«Era» Dolly. Había acudido con Jo-Jo en el desvencijado coche para recibir a Jorge. Paró en seco, dando muestras de gran sorpresa, al ver a los otros niños. Jack sonrió: pero Lucy, sintiendo una gran timidez ante aquella niña que tanto aplomo parecía tener, se escondió detrás de su hermano. Dolly contempló con mayor asombro aún a «Kiki», que le estaba diciendo a Jo-Jo que se limpiara inmediatamente los pies.

—Ten más modales —le respondió el negro con brusquedad, hablándole al loro como si fuera un ser humano capaz de entenderle.

«Kiki» irguió la cresta y gruñó furioso, como un perro. Jo-Jo le miró con sobresalto.

—¿Es ése un pájaro? —preguntó a Jorge.

—Sí. Carga ese baúl en el coche también. Es el de mis dos amigos.

—¿Vienen a Craggy-Tops? —inquirió Jo-Jo, con gran sorpresa—. La señora Polly no habló una palabra de que hubiese amigos…, te digo que no.

—¿Quiénes son, Jorge? —quiso saber Dolly, acercándose.

—Dos amigos de casa del señor Roy —le contestó Jorge—. Ya te lo contaré luego.

Le guiñó un ojo para darle a entender que le explicaría cuando no estuviese Jo-Jo delante.

—Éste es Pecas…, ya te hablé de él… y de Lucy también.

Los tres niños se estrecharon con solemnidad la mano. Luego subieron todos al destartalado coche, cargados los baúles atrás, y Jo-Jo puso el vetusto vehículo en marcha de una manera que le pareció altamente peligrosa a Lucy. Se agarró a los lados, medio asustada.

Atravesaron agrestes colinas, rocosas y desnudas. No tardaron en ver el mar a lo lejos. Daba la sensación de estar encajonado entre grandes farallones en los que sólo aquí y allá se veían aberturas. Era una costa desolada y solitaria en verdad. Pasaron por el camino muchos palacios y casas en ruinas.

—Los incendiaron cuando las batallas de que os hablé —explicó Jorge— y nadie se ha molestado en reconstruirlos. Craggy-Tops se salvó a medias.

—Ese es el farallón detrás del cual se alza Craggy-Tops —dijo Dolly, señalando.

Los niños vieron un alto acantilado rocoso y, sobresaliendo un poco, un torreón pequeño y redondo que supusieron sería Craggy-Tops.

—Se ha construido fuera del alcance de las olas —dijo Jorge—. Pero en noches de tormenta el agua pulverizada azota las ventanas casi con tanta fuerza como las olas la playa.

A Lucy y Jack todo aquello les sonó emocionante. Resultaría la mar de divertido vivir en una casa donde el agua pulverizada azotase las ventanas. Ojalá hubiese una tempestad terrible mientras se encontraran allí, en aquellas inesperadas vacaciones.

—¿Os está esperando a todos la señorita Polly? —inquirió Jo-Jo, de pronto. Era evidente que la presencia de los otros dos niños le extrañaba—. No dijo una palabra de ellos.

—¿Ah, no? Pues sí que es extraño —respondió Jorge.

«Kiki» rió a carcajadas y Jo-Jo hizo una mueca de desagrado al oírlo. Bien claro se veía que no iba a enamorarse de «Kiki». Las miradas que el negro dirigía al loro le hicieron a Jack muy poca gracia.

Dolly soltó de pronto un chillido, y apartó a Jorge de un empujón.

—¡Oh! ¡Llevas un ratón en el cuello! ¡Le he visto asomar el hocico! Échalo de aquí. Jorge. Demasiado sabes que no puedo soportar a los ratones.

—Cállate y no seas idiota —le respondió su hermano, irritado.

Dolly se puso hecha una fiera. Agarró a Jorge del cuello y se lo sacudió, intentando desalojar el ratón y ahuyentarle. El muchacho le dio un empujón, y ella se dio con la cabeza contra el lado del vehículo. Reaccionó, dándole a su hermano un fuerte bofetón. Lucy y Jack contemplaron la escena con sorpresa.

—¡Bruto! —exclamó Dolly—. ¡Ojalá no hubieses vuelto! Coge a tus dos antipáticos amigos y vuelve a marcharte con el señor Roy.

—No son antipáticos —le respondió el otro, con voz tranquila—. Son todo lo contrario.

Acercó los labios a la oreja de su hermana después de asegurarse de que Jo-Jo no se fijaba en ellos, y susurró:

—Se han escapado de casa del señor Roy. Les pedí yo que lo hicieran. Su tío le pagará a tía Polly para que los deje estar con nosotros, y así ella podrá pagar, a su vez, la cuenta de que me hablaste. ¿Comprendes?

A Dolly se le pasó el mal humor tan aprisa como se le presentara. Contempló con interés a los hermanos, frotándose el lado de la cabeza en que se diera el golpe. ¿Qué diría tía Polly? ¿Dónde iban a dormir? Aquello iba a resultar emocionante.

Jo-Jo condujo a toda velocidad por el rocoso y desigual camino. Jack se preguntó cómo era posible que un cacharro cualquiera, y menos uno como aquél, aguantase semejante trato. Subieron acantilado arriba, luego bajaron por una pendiente que daba la vuelta hacia Craggy-Tops.

Apareció, de pronto, el rugiente mar, y Craggy-Tops, que se cernía, hosco, sobre él, a medio camino entre la playa y la cima del farallón. El coche se detuvo y los niños se apearon.

Jack se quedó contemplando al extraño edificio. Había tenido antaño dos torreones; pero ya no quedaba más que uno de ellos en pie. La casa estaba construida con grandes piedras grises, y era maciza y fea, pero no exenta de cierta grandeza. De cara al mar, daba la sensación de orgullo e ira, como si desafiara al inquieto océano y al temporal.

El niño bajó la mirada hacia el agua. Flotando o cerniéndose sobre ella, había centenares de aves marinas de todas clases. Era un verdadero paraíso de pájaros. El corazón del muchacho entonó un canto de alegría. Aves a centenares, aves a millares. Podría estudiarlas a sus anchas, descubrir sus nidos, fotografiarlas sin prisas. ¡Qué ratos iba a pasar!

Una mujer acudió a la puerta y contempló a los cuatro niños con sorpresa. Era delgada, de cabello pajizo disperso. Parecía cansada y marchita.

—¡Hola, tía Polly! —exclamó Jorge, subiendo los escalones de piedra—. ¡Estoy de vuelta!

—Ya lo veo —respondió la tía, dándole en la mejilla un beso que más que tal parecía un picotazo—. Pero ¿quiénes son éstos?

—Son amigos míos, tía Polly. No podían volver a su casa porque su tío se ha roto una pierna. Conque los traje aquí. Su tío te pagará por tenerlos.

—¡Jorge! ¿A quién se le ocurre? ¿Cómo te atreves a traerme gente por sorpresa? —inquirió con aspereza la mujer—. ¿En dónde van a dormir? ¡Bien sabes que no tenemos habitación!

—Pueden dormir en el cuarto del torreón.

—¡El cuarto del torreón! ¡Qué delicia! —Lucy y Jack se emocionaron.

—No hay camas allí —respondió tía Polly, con voz desagradable—. Tendrán que regresar a casa del señor Roy. Pueden quedarse a pasar la noche y regresar mañana.

Lucy pareció a punto de llorar, herida por la aspereza del tono. Se sintió desdichada: rechazada en lugar de acogida. Jack la rodeó con un brazo y le dio un apretoncito consolador. Estaba decidido a no regresar. El ver aquellos pájaros planeando, volando en círculos, cerniéndose y flotando, le había inundado de dicha. ¡Ah, poder tumbarse en el acantilado y observarlos! ¡No regresaría!

Entraron todos, cargando con los baúles Jo-Jo. Tía Polly miró con muy poco agrado a «Kiki».

—¡Y un loro además! —dijo—. ¡Un pajarraco antipático y chillón! Jamás me gustaron los loros. Ya es mucho aguantar las alimañas que tú coleccionas. Jorge, sin necesidad de cargar con un loro también.

—¡Pobre Polly! ¡Pobre, pobre Polly! —exclamó «Kiki».

Y tía Polly miró al pájaro con sobresalto.

—¿Cómo conoce mi nombre? —preguntó, estupefacta.

«Kiki» no lo conocía. Era un nombre que con frecuencia le llamaban a él[1]. Y decía con frecuencia: «¡Pobre Polly!» o «¡Pobre «Kiki»!»

El loro se dio cuenta de que había causado impresión a aquella mujer de voz cortante y repitió las palabras muy quedo, como si estuviese a punto de romper a llorar:

—¡Pobre Polly! ¡Pobre querida Polly! ¡Pobre, pobrecita Polly!

—¡Santo Dios! —dijo tía Polly.

Y miró con más dulzura al pájaro. Se sentía enferma, cansada, atormentada; pero nadie le decía nunca que lo lamentaba, ni parecían fijarse en su estado siquiera. Y, ¡he aquí que un pájaro la compadecía y le hablaba con mayor dulzura que nadie en muchos años! A tía Polly le producía una sensación extraña, pero la encantaba.

—Puedes subir un colchón al cuarto del torreón y dormir allí esta noche con este niño…, ¿cómo se llama? —le dijo a Jorge—. La niña puede dormir esta noche con Dolly. La cama es pequeña, pero yo no tengo la culpa de eso. Si te empeñas en traerme aquí gente sin previo aviso, no puedo prepararles alojamiento.

Los niños se sentaron a comer. Tía Polly era una buena cocinera. Fue una mezcla de té y de cena, o sea, una merienda-cena y los niños comieron con apetito. No habían tomado más alimento en todo el día que los bocadillos que el señor Roy preparara para Jorge; y un paquete de emparedados no llega muy lejos cuando ha de repartirse entre tres muchachos.

Dolly estornudó, y el loro le habló con severidad.

—¿Dónde tienes el pañuelo?

Tía Polly miró al pájaro con admiración y sorpresa.

—Es lo que ando diciendo yo siempre a Dolly —anunció—. Ese loro parece tener la mar de sentido común.

«Kiki» pareció encantado de que la tía le admirara.

—Pobre Polly…, pobre querida Polly —dijo, ladeando la cabeza y clavando la mirada en tía Polly.

—A tía Polly le es más simpático tu loro que vosotros —le susurró Jorge a Jack, con una sonrisa.

Después de la comida, la tía condujo a Jorge al despacho de su tío. Llamó y entró. Su tío Jocelyn estaba inclinado sobre un manojo de papeles amarillentos, examinándolos con ayuda de una lupa. Le gruñó a Jorge:

—¡Con que estás de vuelta! Bueno, pues, pórtate bien y procura quitarte de mi paso. Estaré muy ocupado estas vacaciones.

—Jocelyn, Jorge se ha traído dos niños… y un loro —espetó tía Polly.

—¿Un loro? ¿Por qué un loro?

—Pertenece a uno de los niños que ha traído Jorge. Tu sobrino dice que quiere que se queden aquí esos muchachos.

—Imposible. El loro no importa. Quédate con el loro si quieres. Despáchalo en caso contrario. Estoy muy ocupado.

Volvió a inclinarse sobre los papeles. Tía Polly exhaló un suspiro y cerró la puerta.

—Le interesa tanto el pasado, que olvida por completo el presente —dijo medio para sí—. Bueno…, supongo que no tendré más remedio que telefonear al señor Roy. Estará alarmado por la ausencia de esos niños.

Fue al teléfono. Jorge la siguió, ardiendo en deseos de saber lo que diría el señor Roy. Dolly asomó la cabeza por la puerta de la sala, y Jorge señaló con un gesto el aparato. ¡Si al menos estuviese enfadado el señor Roy y se negara a admitir a Lucy y Jack de nuevo! ¡Si por lo menos, tía Polly considerase el cheque lo bastante crecido para que valiera la pena permitir que permanecieran allí!