Capítulo III

Dos cartas… y un plan

Al día siguiente. Jorge recibió la carta de Dolly. Se la enseñó a sus amigos.

—Dolly lo está pasando mal —anunció—. Menos mal que pronto me iré de aquí. La vida es más llevadera para ella cuando me encuentro yo a su lado.

«Querido Jorge —decía Dolly en la carta—. ¿Es que no piensas volver nunca? Y no es que sirvas para gran cosa, como no sea para regañar contigo. Pero me siento bastante sola aquí, sin nadie más que los tíos y Jo-Jo, que se ha vuelto más estúpido que nunca. Me dijo ayer que no bajara de noche por el acantilado, porque andan «cosas» errando por él. Está completamente loco, las únicas «cosas» que andan errando por ahí, somos los pájaros y yo. Los hoy a millares este año.

¡Por el amor de Dios, no traigas a casa más bichos estas vacaciones! Ya sabes cuánto los odio. Me moriré si vuelves a traer un murciélago, y como te atrevas a intentar domesticar ciempiés como hiciste el año pasado, ¡te tiraré una silla en la cabeza!

Tía Polly me está haciendo trabajar una barbaridad. Lavamos, fregamos y limpiamos todo el santo día. Dios sabe por qué, puesto que nunca viene nadie. Me alegraré infinito cuando llegue el día de volver al colegio otra vez. ¿Cuándo regresas? Ojalá pudiésemos ganar dinero de alguna manera. Tía Polly está preocupada a más no poder porque no puede pagar no sé qué cuenta, y tío jura que no tiene dinero y que no se lo daría aunque lo tuviese. Supongo que mamá mandaría más dinero si se lo pidiésemos, pero ya es bastante terrible que tenga que trabajar tanto. Dime más cosas de Pecas y de Lucy. Me gusta como suenan.

Tu querida hermana,

Dolly.»

Sonaba divertida Dolly, pensó Jack al leer la carta y devolvérsela a Jorge.

—Toma, Copete —dijo—. Dolly parece sentirse muy sola. ¡Hola! ¡Me llama el señor Roy! Vamos a ver qué quiere. Más trabajo, supongo.

Por el mismo correo había llegado una carta para el señor Roy, escrita por el ama de llaves que cuidaba al tío Godofredo de Jack. Era corta e iba derecha al grano.

El señor Roy la leyó consternado y llamó luego a Jack para enseñársela. También quedó consternado el muchacho al leerla.

«Querido señor Roy —decía—. El señor Trent se ha roto una pierna y no quiere que los niños vuelvan a casa estas vacaciones. Desea saber si está usted dispuesto a encargarse de ellos hasta que empiece el curso. Pueden volver dos días antes de regresar a la escuela para ayudarme a prepararles la ropa.

Atentamente suya,

Elspeth Miggles.»

—¡Oh, señor Roy! —gimió Jack, que, a pesar de lo poco que le gustaba su casa, aún le hacía menos gracia tenerse que quedar con el preceptor y el displicente Oliver, que iba a pasar todas las vacaciones allí—. No veo yo por qué no hemos de poder volver Lucy y yo. No nos acercaremos a mi tío para nada.

El señor Roy tampoco tenía el menor deseo de que el muchacho se quedara. El solo pensamiento de que tuviera que soportar al loro un día más de lo absolutamente necesario, le llenaba de horror. En su vida le había tomado a cosa alguna antipatía como la que le cobrara a «Kiki». A los niños mal educados sabía cómo meterlos en cintura. Los loros groseros, sin embargo, se salían por completo de sus posibilidades.

—La verdad —anunció el señor Roy, haciendo una mueca y mirando con repugnancia a «Kiki»—. La verdad…, por mí ya no te quedarías aquí un instante. Lo considero una pérdida de tiempo. No has aprendido nada en absoluto. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Es evidente que vuestro tío no quiere que volváis… Como ves, se ha mostrado generoso. Ha enviado dinero más que suficiente para pagar los gastos de vuestra permanencia aquí. Yo, en realidad, tenía otros planes. Como iba a quedarme solo con Oliver, pensaba dedicarme a hacer visitas. ¡Ojalá se me ocurriera dónde mandaros a ti y a Lucy!

Jack regresó al lado de su hermana y de Jorge, con tal cara de consternación, que Lucy le asió del brazo con cariño.

—¿Qué pasa? ¿Qué te ha dicho?

—Tío no quiere que volvamos —respondió el muchacho, explicando el contenido de la carta—; y el señor Roy no siente el menor deseo de que nos quedemos aquí… Conque parece ser que no hay quien nos quiera de momento, Lucy.

Los tres niños se miraron. Y entonces Jorge tuvo una idea luminosa. Agarró tan precipitadamente a Jack, que por poco hizo perder a «Kiki» el equilibrio.

—¡Jack! ¡Venid a casa conmigo! ¡Lucy y tú podréis acompañarme a Craggy-Tops! ¡Lo encantada que quedará Dolly! Y lo pasaréis muy bien vosotros con las aves marinas. ¿Qué me decís a eso?

Jack y Lucy le miraron con excitación e ilusionados. ¿Ir a Craggy-Tops? ¿Vivir en una casa en ruinas, con un tío sabio, una tía impaciente, un criado medio loco, y con el rumor de las olas constantemente en los oídos? ¡Eso sí que resultaba emocionante!

Jack exhaló un suspiro y movió negativamente la cabeza. Los planes de los niños rara vez se realizan cuando hay que consultar a las personas mayores.

—Es inútil —dijo—. Tío Godofredo dirá que no, a buen seguro. Y en cualquier caso, el señor Roy se negará a consentirlo. Y a tus tíos les haría muy poca gracia tener que cargar con más niños.

—No lo creas —contestó Jorge—. Puedes entregarles el cheque que tu tío le mandó al señor Roy, y apuesto a que mi tía se llevará un alegrón. Podría pagar la cuenta de la que habla Dolly en su carta.

—¡Oh, Jorge!… ¡Oh, Jack!… ¡Vayamos a Craggy-Tops! —suplicó Lucy, brillantes los verdes ojos—. Es la cosa que más me gustaría en el mundo. Aquí estorbaremos si nos quedamos, Jack…, de sobra lo sabes. Y estoy segura de que el señor Roy acabará matando a «Kiki» si le dice más groserías.

«Kiki» lanzó un chillido terrible y hundió la cabeza con fuerza en el cuello de Jack.

—No te asustes, «Kiki» —le dijo éste—. No permitiré que te haga daño nadie. Lucy, de veras que resultará inútil pedirle al señor Roy que vea si podemos irnos a Craggy-Tops. Cree deber suyo tenernos aquí, e insistió en que nos quedemos.

—Y, ¿por qué no nos vamos sin decirle una palabra? —inquirió, con temeridad, Lucy.

Los muchachos se la quedaron mirando sin contestar. Era una idea. ¡Irse sin decir una palabra! Y…, ¿por qué no?

—Todo saldría a pedir de boca, de presentarnos juntos en Craggy-Tops —aseguró Jorge, aunque andaba muy lejos de estar seguro de que fuera así—. Una vez allí, mal podrían mis tíos echaros. Y le pediría a tía Polly que telefonease al señor Roy, le explicara las circunstancias, y le hiciera mandar el cheque de vuestro tío Godofredo.

—El señor Roy quedará encantado de que nos vayamos —dijo Lucy, pensando en lo divertido que resultaría conocer a Dolly—. En cualquier caso, a tío Godofredo le tendría completamente sin cuidado. Conque, vayamos, Jack…, ¡vayamos!

—Bueno —contestó éste, cediendo—. Nos marcharemos todos juntos. ¿A qué hora sale tu tren, Copete? Te acompañaremos a la estación so pretexto de despedirte y subiremos al vagón cuando esté a punto de arrancar.

—¡Oooooh! —exclamó la niña, excitada.

—¿Dónde tienes el pañuelo? —inquirió «Kiki», barruntando que sucedía algo anormal y meciéndose sobre el hombro de Jack.

Nadie le hizo caso.

—¡Pobre «Kiki»! —murmuró el loro, compungido—. ¡Pobre «Kiki»!

Jack alzó una mano para acariciarle, mientras pensaba en la mejor manera de escaparse.

—Podríamos bajar nuestro baúl a la estación la noche anterior, cuando lleváramos el tuyo —dijo—. Nadie lo echará de menos. Y, ¿por qué no hemos de comprar los billetes entonces también? ¿Tiene alguien dinero?

Reunieron los tres cuanto tenían. Apenas alcanzaría para pagar el viaje. Pero ¡era necesario que se fueran juntos! Habiendo tomado la decisión, hubiese resultado intolerable que lo impidiera cosa alguna.

Conque hicieron planes. El día antes de la marcha de Jorge sacaron su baúl del desván y Jack, aprovechando la ocasión, logró bajar también el suyo sin que nadie se fijase. Lo escondió en el armario grande del cuarto y Lucy se encargó de meter la ropa dentro cuando no había nadie que pudiera verla.

—Bajaré mi baúl a la estación en la carretilla, señor Roy —anunció Jorge.

Tal era la costumbre, conque el preceptor se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Lo que sentía era que no se marchasen también el loro y su amo.

Los muchachos lograron cargar los dos baúles en la carretilla sin ser observados, y se dirigieron a la estación llenos de contento. La huida iba a resultar fácil después de todo. Sam y Oliver no parecían darse cuenta de nada. El primero, que preparaba su propia partida, estaba demasiado emocionado, y Oliver también alicaído al pensar que iba a quedarse, para que ninguno de los dos se preocupara de lo que sus compañeros hacían.

A la mañana siguiente Jorge se despidió con cortesía del señor Roy.

—Gracias por toda su ayuda y sus lecciones —dijo—. Creo que iré bien ahora cuando empiece el curso. Adiós, señor Roy.

—Adiós, Jorge. No has ido del todo mal en los estudios —le contestó el preceptor.

Estrechó la mano del muchacho, retrocediendo levemente al salirle a éste un ratón por la manga. Jorge se lo volvió a guardar.

—¿Cómo puedes soportar que corran por tu cuerpo esos animales? —exclamó el maestro, soltando un respingo.

—¿Dónde tienes el pañuelo? —inquirió el loro.

Como de costumbre, se hallaba posado en el hombro de su amo. El señor Roy le dirigió una mirada torva.

—¿Puedo ir a la estación con Lucy a despedir a Jorge? —inquirió Jack.

«Kiki» soltó una carcajada y Jack le dio un golpecito.

—Cierra el pico —dijo— que no es cosa de risa.

—¡Malo, malo! —exclamó «Kiki», como si conociera lo que su amo meditaba.

—Sí, podéis bajar a despedir a Jorge —le respondió el señor Roy, encantado de perder de vista al loro aunque no fuera más que un rato.

Conque los tres niños se marcharon juntos, riéndose para sus adentros. «Kiki» aún le dirigió al preceptor la última palabra.

—¿No sabes cerrar la puerta?

El señor Roy soltó un gruñido de exasperación y cerró la puerta de golpe. Oyó la risa del loro cuando los muchachos bajaban por el camino.

—¡Si lograra no volver a ver a ese pajarraco en mi vida! —murmuró, sin sospechar cuan pronto estaba destinado a verse satisfecho su deseo.

Jack, Lucy y Jorge llegaron a la estación con tiempo de sobra. Encontraron su equipaje y se lo entregaron a un mozo para que se lo subiera al tren. Cuando entró la locomotora, hallaron un compartimiento vacío y lo ocuparon, Nadie les detuvo. A ninguno se le ocurrió pensar que pudieran estar escapándose los muchachos. Los tres se sentían emocionados y bastante nerviosos.

—Dios quiera que tus tíos no nos obliguen a volver —murmuró Jack, acariciando a «Kiki» para tranquilizarle.

Al loro no le gustaba el ruido de los trenes y ya le había dicho a una locomotora que dejara de silbar. Una anciana pareció a punto de subir al compartimiento, pero al largarle «Kiki» uno de sus terribles chillidos, lo pensó mejor y subió al más alejado del loro que pudo encontrar.

El tren se puso en marcha por fin, con tanto ruido, que el excitado loro le dijo que usara el pañuelo. Salió de la estación y, allá en la distancia, los niños vieron la casa en que habían vivido durante las pasadas semanas al pie de la colina.

—Bueno, pues ya estamos en camino —dijo Jorge, encantado—; y os ha resultado la mar de fácil escapar, ¿verdad? ¡Troncho! ¡Qué divertido va a ser teneros a Lucy y a ti en Craggy-Tops! Dolly se va a quedar muda de emoción cuando os vea.

—¡Camino de Craggy-Tops! —cantó Lucy—. ¡Camino del mar, del viento y de las olas! ¡Camino de Craggy-Tops!

Sí, camino de Craggy-Tops… y camino de la Aventura.