Capítulo II

Los niños se hacen amigos

El preceptor cumplía concienzudamente con su deber, que era el de preparar a los niños. Aquella mañana les repitió las lecciones vez tras vez, explicándoselas con una paciencia infinita para asegurarse de que todos lo hubiesen comprendido. Exigió —y obtuvo— una atención religiosa. De todos. Menos de uno. Porque Jack era incapaz de prestar atención alguna a cosa que estuviese desprovista de plumas.

—Si estudiaras la geometría con tanta afición como ese libro de aves —se quejó el señor Roy—, serías siempre el primero de la clase. Me exasperas, Jack Trent, me exasperas. Y sólo Dios sabe hasta qué punto.

—Usa el pañuelo —intervino el loro con impertinencia.

El preceptor hizo un chasquido con la lengua.

—El día menos pensado —dijo— le retorceré el cuello a ese pájaro. Entre tú, que dices que no puedes estudiar si no tienes a «Kiki» sobre el hombro, y Jorge, que va cargado siempre de bichos desagradables, esta clase se va haciendo más insoportable cada día. Lucy es la única que adelanta. Y eso que ella no ha venido aquí para estudiar.

A Lucy le gustaba estudiar. Era su delicia verse sentada junto a su hermano. Y le encantaba intentar hacer las tareas que a éste le encomendaban. Mientras él soñaba en pájaros como bubias y corvejones, ella resolvía los problemas que veía anotados en su cuaderno.

También disfrutaba contemplando a Jorge, porque nunca sabía qué animalito iba a asomarle por la manga, el cuello o el bolsillo. El día anterior, y con gran disgusto del señor Roy, se le había escapado de la manga una oruga enorme y de singular colorido. Y aquella misma mañana la rata que le salió del bolsillo en viaje de exploración había tenido la peregrina ocurrencia de metérsele por la pernera del pantalón al maestro.

El suceso trastornó a toda la clase durante los diez minutos que se pasó el señor Roy intentando desalojarla. Nada de particular tenía, pues, que se hallase de un humor de mil diablos. Por regla general era un hombre amable y cargado de paciencia; pero dos muchachos como Jack y Jorge hubiesen sido capaces de hacer perder la paciencia a un santo.

Las mañanas se las pasaban siempre trabajando con ahínco. Las tardes las dedicaban a prepararse para el día siguiente y a hacer los deberes. Tenían completamente libre el atardecer. Como sólo eran cuatro los niños que habían ido a repasar sus estudios, el preceptor podía atenderles individualmente y concentrarse en aquellas cosas que aún no se sabían. El señor Roy disfrutaba de merecida fama por sus muchos éxitos, pero aquellas vacaciones no estaban dando tan buenos resultados como esperaba.

Sam, el grandullón, era estúpido y lento. Oliver se mostraba displicente, se compadecía a sí mismo y parecía muy poco dispuesto a trabajar siquiera. Jack era el colmo. Prestaba tan poca atención a veces que casi parecía una pérdida de tiempo intentar enseñarle. No pensaba en otra cosa que en los pájaros.

«Si yo tuviese plumas —pensó el señor Roy—, seguramente haría cuanto le dijese. Jamás he conocido a persona que esté más loca por las aves. Apuesto a que se conoce de memoria los huevos de todos los pájaros del mundo. Tiene inteligencia; pero no quiere aplicarla más que a las cosas que le interesan».

Jorge fue el único que dio muestras de hacer algún progreso, aun cuando también ponía la paciencia a prueba con sus extraños protegidos. ¡Aquella rata! El preceptor se estremeció al pensar en la sensación que experimentara al treparle el animal pierna arriba.

En verdad, la única persona que trabajaba debidamente era Lucy, que ninguna necesidad tenía de hacerlo. Sólo había acudido allá porque no podía separarse de su singular hermano.

Jack, Jorge y Lucy no tardaron en hacerse muy buenos amigos. El amor que todos los seres vivos les inspiraban, sirvió para unir a Jack y a Jorge. Era la primera vez que Jack tenía un amigo, y las bromas y puyas de Jorge le hacían disfrutar. A Lucy también le era simpático Jorge, aun cuando, a veces, sentía celos al darse cuenta de la simpatía que le estaba cobrando Jack. «Kiki» estaba enamorado de Jorge y ronroneaba de una forma muy curiosa al rascarle el muchacho la cabeza.

—¡No sorbas! —exclamó, en tono de reproche.

Y, claro, los niños empezaron a reírse. Conque el señor Roy prohibió que metieran en clase al loro. Con lo cual no hizo más que empeorar las cosas. Porque «Kiki», furioso de que le dejaran en el jardín, privándole de que se posara en el hombro de su querido amigo, se instaló en unos arbustos junto a la entreabierta ventana, emitiendo punzantes comentarios que parecían dirigidos contra el pobre señor Roy.

—¡No digas tonterías! —ordenó cuando el preceptor explicaba unos hechos de la historia.

El señor Roy soltó un resoplido de exasperación.

—¿Dónde tienes el pañuelo? —inquirió «Kiki».

El maestro se acercó a la ventana y gritó y agitó los brazos para ahuyentar al loro.

—¡Malo, malo! —dijo «Kiki», sin moverse de su sitio—. Te mandaré a la cama. Eres un niño muy malo.

Con un pájaro así no podía hacerse nada. Conque el señor Roy se dio por vencido y permitió que el loro se posara otra vez en el hombro de Jack. El muchacho estudiaba mejor teniendo el pájaro cerca, y «Kiki» molestaba menos en clase que fuera. Lo que no era óbice para que el señor Roy estuviese deseando que se terminaran las clases y de que los cuatro niños y la niña regresaran a sus respectivos hogares, junto con el loro y la pléyade de alimañas de Jorge.

Jorge, Jack y Lucy dejaban a Sam y a Oliver solos todas las tardes después del té, y se marchaban juntos. Los muchachos hablaban de todos los pájaros y de todos los animales que habían conocido, y Lucy se limitaba a escuchar, dando traspiés en sus esfuerzos por no quedar atrás. Por muy lejos que anduvieran o por pendientes que fuesen las cuestas escaladas, la niña les seguía. No tenía la menor intención de perder de vista a su querido hermano.

A Jorge le impacientaba Lucy a veces.

—¡Caramba! ¡Cuánto me alegro de que Dolly no me siga a todas partes como sigue Lucy a Jack! —pensaba—. No sé cómo lo aguanta Jack.

Pero Jack lo aguantaba. Aun cuando rara vez parecía fijarse en Lucy y se pasaba ratos muy largos sin dirigirle la palabra, nunca se mostraba impaciente con ella, ni irritado, ni daba muestras de enfado. Después de los pájaros, pensó Jorge, lo que más quería era a Lucy. Bueno, menos mal que alguien la quería, después de todo. No parecía llevar una existencia muy agradable.

Los tres niños se habían contado sus historias.

—Nuestros padres han muerto —dijo Jack—. No los recordamos. Se mataron en un accidente de aviación. Nos mandaron a vivir con nuestro único pariente, tío Godofredo. Es viejo, tiene muy mal humor, y siempre nos está regañando. A su ama de llaves, la señora Miggles, le hace muy poca gracia que vayamos a su casa a pasar las vacaciones. Y puedes formarte una idea de qué clase de vida llevamos con sólo escucharle a «Kiki». ¡Límpiate los pies! ¡No sorbas! ¡Cámbiate de zapatos inmediatamente! ¿Dónde tienes el pañuelo? ¿Cuántas veces te he dicho que no silbes? ¿No sabes cerrar la puerta, idiota?

Jorge se echó a reír.

—Si «Kiki» es fiel eco de lo que se dice en vuestra casa —dijo—, debéis pasarlo bastante mal. Tampoco lo pasamos nosotros demasiado bien; pero sí mejor que vosotros.

—¿También se han muerto vuestros papas? —inquirió Lucy, mirando a Jorge con ojos verdes tan sin parpadear como los de un gato.

—Nuestro papá murió… y no dejó dinero. Pero tenemos madre. Sólo que no vive con nosotros.

—¿Por qué no? —preguntó Lucy, con sorpresa.

—Porque trabaja. Gana suficiente dinero con su colocación para pagar el colegio y nuestra manutención durante las vacaciones. Dirige una agencia artística…, carteles, cuadros y todo eso, ¿sabes? Se los encarga a artistas y cobra una comisión en las ventas. Vale mucho como mujer de negocios…, pero la vemos muy poco.

—¿Es simpática? —preguntó Jack.

No habiendo tenido madre, que recordase, siempre le interesaban las de otros.

Jorge movió afirmativamente la cabeza.

—¡Es magnífica! —repuso, pensando en su mamó, tan linda y de ojos tan perspicaces.

Se sentía orgulloso de su habilidad y su talento; pero experimentaba cierta tristeza al recordar su aspecto de cansancio cuando les hacía alguna rápida visita. Un día, pensó Jorge, un día sería «él» quien fuera inteligente, quien ganara dinero y sostuviera la casa y le hiciese más llevadera la vida a su mamá, que tanto trabajaba.

—¿Vivís con un tío, como nosotros? —preguntó Lucy, acariciándole la cabeza a una minúscula ardilla que había asomado de pronto por uno de los bolsillos del muchacho.

—Sí. Dolly y yo pasamos las vacaciones siempre con tío Jocelyn y tía Polly. Tío Jocelyn es de todo punto imposible. Siempre anda comprando papeles viejos, y libros, y documentos, para estudiarlos y archivarlos luego. Está dedicando su vida a escribir la historia de la parte de la costa en que vivimos…, hubo batallas allí en otros tiempos… y matanzas e incendios… Es la mar de emocionantes. Está escribiendo la historia entera. Pero como necesita un año entero para averiguar con seguridad cada detalle, tendrá que vivir cuatrocientos o quinientos años para escribirla.

Los otros se echaron a reír. ¡Qué manera de perder el tiempo!, pensó Lucy. Se preguntó cómo sería tía Polly.

—¿Cómo es tu tía? —inquirió.

Jorge hizo una mueca.

—Un poco agria —repuso—. No es mala persona, en realidad. Tiene demasiado trabajo, poco dinero y ninguna ayuda, salvo la del viejo Jo-Jo, una especie de criado que tenemos. Hace trabajar a la pobre Dolly como si fuese una esclava. Pero no ha podido conmigo. Yo me niego a hacerlo y ha acabado por dejarme por imposible. Pero Dolly le tiene miedo y le hace más caso que yo.

—¿Cómo es tu casa? —preguntó Lucy.

—Un edificio muy raro, que tiene siglos de existencia. Está medio en ruinas. Es la mar de grande y sopla el viento por todas partes. Se alza a media pendiente de un acantilado, y cuando hay tormenta, el agua pulverizada casi lo inunda. Pero a mí me encanta. Es agreste y solitario, y siempre se oyen a su alrededor los gritos de las aves marinas. Te entusiasmaría. Pecas.

Igual pensó Jack. Le sonaba emocionante. Su hogar era corriente…, una de tantas casas en una calle de una población pequeña. Pero el de Jack debía ser emocionante de verdad. El viento, las olas, las aves marinas…

—Despierta, despierta, dormilón —dijo «Kiki», picoteándole suavemente la oreja.

Abrió los ojos y se echó a reír. El loro tenía a veces la extraordinaria facultad de pronunciar la frase adecuada.

—Ojalá pudiese ver tu casa, Craggy-Tops —le dijo a Jorge—. Suena como si allí pudieran suceder cosas…, cosas verdaderas, vivas, excitantes…, aventuras emocionantes. En Lippinton, donde nosotros vivimos, nunca pasa nada.

—Tampoco ocurre gran cosa en Craggy-Tops —contestó Jorge, volviéndose a guardar la ardilla y sacando un erizo del otro bolsillo.

Era un erizo muy joven, cuyas púas no se habían endurecido del todo aún. Parecía contento de vivir en el bolsillo de Jorge en compañía de un caracol muy grande, que tenía la precaución de no salir de su cáscara.

—Ojalá volviéramos a casa todos juntos —dijo Jack—. Me gustaría conocer a tu hermana Dolly, aun cuando por lo que cuentas, debe tener algo de gato montes. Y me encantaría ver todos esos pájaros en la costa. Y me gustaría ver tu casa medio en ruinas también. ¡Qué romántico es eso de vivir en una casa así! No sabes la suerte que tienes.

—No tanto, cuando hay que transportar el agua caliente kilómetros y kilómetros hasta el único baño que hay en la casa —respondió Jorge, levantándose de la hierba donde había estado sentado con los otros—. Vamos…, ya es hora de volver. No es fácil que veas Craggy-Tops jamás. Conque, ¿por qué hablar de eso?