Así empezaron las cosas
La verdad es que, como extraordinario, no hubiera podido serlo más.
Porque Jorge Mannering, tendido cuan largo era al pie de un árbol e intentando resolver problemas algebraicos, no tenía a nadie, absolutamente a nadie, en su vecindad. Lo que no impedía que oyese claramente una voz que le decía, irritada:
—¿No sabes cerrar la puerta, idiota? ¿Y cuántas veces he de decirte que te limpies los pies?
El muchacho se incorporó y por vez tercera echó a su alrededor una mirada. Ni niño, ni niña; ni mujer, ni hombre. La colina estaba desierta. No había un alma en la ladera, ni por debajo ni por encima de él.
—¿Habráse visto mayor estupidez? —murmuró—. Ni hay puerta aquí para cerrar, ni estera en que limpiarse los pies. No sé quién estará hablando; pero no debe andar muy bien de la cabeza quien sea. Maldita la gracia que me hace. Resulta demasiado extraño encontrarse con una voz que no sale de ninguna parte.
Por el cuello del jersey de Jorge asomó un hociquito pardo: era el de un ratón que figuraba entre los muchos protegidos del niño. Alzó una mano y le acarició la cabecita. El hocico del animal se estremeció de placer.
—¡Cierra la puerta, idiota! —rugió la voz—. Y no sorbas. ¿Dónde tienes el pañuelo?
Aquello sí que no lo pudo soportar.
Respondió, rugiendo a su vez:
—¿Querrás callarte? ¡No estoy sorbiendo! Y… ¿quién eres, vamos a ver?
Ni le contestaron. Jorge se quedó extrañado a más no poder. Resultaba extraño, singular, sobrenatural casi. ¿De dónde salía la extraordinaria voz que tan groseras órdenes daba en aquella ladera soleada, pero por completo desierta?
Gritó otra vez:
—Estoy trabajando. Si quieres hablar, sal de tu escondite y déjame verte.
—Bueno, tío —repuso la voz, hablando, inesperadamente, en tono muy distinto, como excusándose.
—¡Caramba! —exclamó Jorge—. ¡Esto no puedo soportarlo ya! He de dar con la solución del misterio. Si consigo averiguar de dónde sale la voz, quizás encuentre a su dueño.
Volvió a gritar:
—¿Dónde estás? Sal, que yo te vea.
—Si te lo he dicho una vez, te lo he dicho ciento: ¡hazme el favor de no silbar! —contestó con ferocidad la voz.
Jorge se quedó mudo de asombro. Ya no le cupo duda alguna: el dueño de aquella voz estaba loco de remate. Porque él no había estado silbando. Le desaparecieron de pronto todas las ganas de conocer a tan extraña persona. Prefería marcharse a casa sin verla.
Miró con cuidado a su alrededor. Aunque ignoraba cuál era la procedencia de la voz, tenía la impresión de que emanaba de algún lugar a su izquierda. Bueno, se dijo, bajaré la colina por el lado derecho sin hacer ruido ni salir de entre los árboles si es posible: así no podrá verme.
Recogió los libros, se guardó el lápiz, y se alzó con cautela. Una estrepitosa risa le hizo dar un brinco de sobresalto. Se olvidó de ser cauteloso. Echó a correr colina abajo para refugiarse en un macizo de árboles. La risa cesó bruscamente.
Se detuvo al pie de un árbol corpulento y aguzó el oído. Le latió el corazón con violencia. Estaba deseando encontrarse de nuevo en casa.
Sonó la voz de súbito, y ahora por encima mismo de su cabeza.
—¿Cuántas veces he de decirte que te limpies los pies?
Siguió a estas palabras un espantoso chillido, que le hizo soltar los libros, aterrado. Alzó la mirada. En el árbol vecino, un loro magnífico, de plumaje escarlata y gris, agitaba la enorme cresta, contemplándole con ojos muy brillantes, ladeada la cabeza, y haciendo con el curvado pico un áspero sonido.
Jorge miró boquiabierto al pájaro, y éste le devolvió mirada por mirada. Luego, el loro alzó una pata y se rascó, pensativo, la cabeza, sin dejar de agitar la cresta.
—No sorbas —dijo luego con voz natural—. ¿No sabes cerrar la puerta, idiota? ¿Dónde tienes los modos?
—¡Troncho! —exclamó el muchacho, sin poder disimular su asombro—. Conque, ¡eras tú el que hablaba, gritaba y reía! ¡Vaya…, pues me has dado un susto fenomenal!
El loro imitó con sorprendente habilidad un estornudo.
—¿Dónde tienes el pañuelo? —quiso saber.
Se echó a reír el muchacho.
—Eres el pájaro más extraordinario…, el más listo que en mi vida he conocido. ¿De dónde te escapaste? No te había visto nunca.
—Limpiate los pies —contestó con severidad el loro.
Y Jorge se echó a reír.
Se oyó la voz de un niño que llamaba, a voz en grito, desde el pie de la colina.
—¡«Kiki», «Kiki», «Kiki»! ¿Dónde te has metido?
El pájaro desplegó las alas, soltó un chillido espeluznante y voló colina abajo, hacia la casa que había en la falda. Jorge le siguió con la mirada.
«El que llamaba era un niño —pensó—. Y lo hizo desde el jardín de Hillfoot House, donde yo me hospedo. ¿Habrá venido aquí a “empollar” también? ¡Ojalá! ¡Con lo bien que estaría tener un pájaro así entre nosotros! Bastante aburrido resulta tener que estudiar en vacaciones. Un loro nos animaría un poco».
La desgracia de Jorge era haber tenido la escarlatina el curso anterior y a renglón seguido el sarampión. Entre ambas cosas le había quedado muy poco tiempo para los estudios. Como consecuencia de ello, el director del colegio había hecho una proposición a sus tíos: que fuera a pasar unas semanas a casa de uno de sus maestros para adelantar algo de lo perdido. Con gran disgusto del muchacho, su tío había accedido sin vacilar. De ahí que tuviera Jorge que pasarse las vacaciones de verano estudiando álgebra, geografía e historia en lugar de pasarlo bien con su hermanita Dolly en su casa de Craggy-Tops, junto al mar.
Le era simpático el maestro señor Roy. Pero le aburrían sobremanera los otros dos niños que, por haber estado enfermos también, habían acudido, como él, a que les preparara el señor Roy. Uno de ellos le aventajaba en edad. El otro era un pusilánime a quien tenían aterrado los insectos y animales que Jorge andaba siempre coleccionando o salvando de la destrucción. Porque al muchacho le inspiraban un profundo amor todos los animales, al cual éstos correspondían demostrando una completa confianza en él.
Consumido de un vivo deseo de saber si, en efecto, había ido a engrosar el grupo un nuevo discípulo, bajó apresuradamente la ladera. Si el niño nuevo era amo del loro, tenía que ser una persona interesante; más interesante que el grandullón y zafio Sam, y más divertido que el lloricón de Oliver.
Abrió la puerta del jardín y se detuvo boquiabierto al ver allí a una muchacha, no muy mayor, por cierto; quizá de unos once años. Tenía el cabello rizado y rojo, los ojos verdes, el cutis blanco y cubierto de centenares de pecas. Miró a Jorge.
—¡Hola! —dijo éste, encontrando agradable el aspecto de la niña, que vestía pantalón corto y jersey—. ¿Has venido tú aquí también?
—Así parece —respondió ella, sonriendo—. Pero no he venido a estudiar. Sólo vine a esta casa para acompañar a Jack.
—¿Quién es Jack? —inquirió Jorge.
—Mi hermano. Tiene que «empollar». ¡Si hubieras visto las notas que le dieron a final de curso! Era el último en todo. Es muy listo en realidad, pero es que no le da la gana de molestarse. Dice que va a ser ornitólogo; conque, ¿a qué perder el tiempo aprendiéndose fechas y cabos y poemas y cosas por el estilo?
—¿Qué es un… un… eso que dijiste? —preguntó el muchacho, admirándose de cómo era posible tener tantas pecas en la nariz como tenía aquella niña.
—¿Ornitólogo? Oh, uno de esos que son aficionados a los pájaros y los estudian. ¿No lo sabías? Jack está loco por los pájaros.
—Debiera ir a vivir donde yo vivo, entonces. Es una parte muy solitaria y salvaje de la costa, y hay pájaros marinos a montones. También me gustan a mí, pero no sé gran cosa de ellos. Escucha, ¿es de Jack ese loro?
—Sí. Hace cuatro años que lo tiene. Se llama «Kiki».
—¿Y ha sido él quien le ha enseñado a decir todas esas cosas? —quiso saber Jorge.
Jack podría ser el último de la clase, se dijo, pero en eso de enseñar a hablar a los loros, se hubiese llevado el primer premio.
—¡Oh, no! —respondió la niña, sonriendo—. Todas esas palabras las ha ido aprendiendo «Kiki» de oírselas decir a nuestro tío…, el viejo de más mal humor del mundo, yo creo. Nos hemos quedado huérfanos de padre y madre. Conque vamos a pasar las vacaciones a casa de tío Godofredo y… ¡qué poca gracia le hace! Su ama de llaves tampoco nos quiere, conque no lo pasamos nada bien. Pero mientras yo tengo a Jack y Jack tenga a sus queridos pájaros, somos felices.
—Supongo que a Jack le mandarían aquí para que aprendiese algo más, como yo —dijo Jorge—. Tú estás de suerte. Podrás jugar, irte de paseo, hacer lo que te dé la gana mientras nosotros sudamos estudiando.
—No lo creas. Yo me quedaré al lado de Jack. No puedo estar con él cuando va al colegio, conque no pienso renunciar a su compañía durante las vacaciones. A mí me parece un niño maravilloso.
—Cosa que a mi hermana no le sucede conmigo —dijo Jorge—. Siempre estamos riñendo. Hola…, ¿es éste Jack?
Un niño subía por el sendero hacia Jorge. Llevaba posado en el hombro izquierdo al loro «Kiki», que le frotaba la oreja con el pico mientras murmuraba algo. El muchacho le rascó la cabeza y miró a Jorge con unos ojos tan verdes como los de su hermana. Aún era más rojo su pelo. Y tenía tan llena de pecas la cara, que hubiese resultado imposible encontrar un espacio libre. Parecía tener las pecas unas sobre otras.
—¡Hola, Pecas! —dijo Jorge, sonriendo.
—¡Hola, Copete! —le respondió Jack, sonriendo a su vez.
Jorge se llevó una mano a la cabeza y se tocó el mechón de pelo que tenía delante y que siempre estaba de punta. Por mucho que lo mojara y cepillase, nunca conseguía que permaneciera mucho rato aplastado.
—Límpiate los pies —ordenó con severidad «Kiki».
—Me alegro de que encontraras a «Kiki» —dijo la muchacha—. No le gustó venir a un sitio extraño y por eso se escaparía, seguramente.
—No andaba muy lejos, Lucy —le respondió su hermano—. Apuesto a que Copete se llevaría un susto si le oyó en la colina.
—¡Ya lo creo que me lo llevé!
Y Jorge les contó lo ocurrido. Rieron los dos de buena gana, y «Kiki» les hizo coro, riendo como un ser humano.
—Troncho, me alegro de que Lucy y tú hayáis venido aquí —anunció Jorge, sintiéndose feliz por primera vez en muchos días.
Los hermanos pelirrojos y ojiverdes le resultaron la mar de simpáticos. Serían amigos. Les enseñaría sus animalitos. Saldrían de paseo juntos. Jack tendría unos años más que Lucy; Jorge le calculó unos catorce, que era, por cierto, una miajita más de los que tenía él. Lástima que no estuviese Dolly con ellos para completar el cuarteto. Dolly, con sus doce añitos, encajaría divinamente en el grupo. Aunque quizá lo revolucionara un poco de vez en cuando con sus arranques de impaciencia y su inclinación a ser pendenciera.
«¡Cómo se diferencian Lucy y Jack de nosotros!», pensó Jorge.
Saltaba a la vista que Lucy adoraba a su hermano. ¡A cualquier hora iba a estar Dolly pendiente de sus labios, ávida de hacer cuanto él la mandase, de llevar y traer por cuenta suya, como hacía Lucy cuando de Jack se trataba!
«Pero, claro —pensó—. No todo el mundo es igual. Dolly es una buena chica aunque riñamos y nos peleemos. Debe de estarlo pasando bastante mal en Craggy-Tops sin mi compañía. Apuesto a que tía Polly la está haciendo trabajar de lo lindo».
Resultó agradable en grado sumo la hora del té aquella tarde. «Kiki», posado sobre el hombro de Jack, hacía, de vez en cuando, comentarios. Lucy, con un destello en los verdes ojos, se distraía haciendo rabiar al grandullón de Sam y reprendiendo al displicente Oliver. Decididamente, las cosas iban a animarse un poco ahora.
Y así fue, en efecto. Estando allí Jack y Lucy, resultaba «mucho» más divertido empollar durante las vacaciones.