El final del castillo de la aventura
Se oyó un chillido en la casa. Era Lucy, claro. Salió como una centella por la puerta, brillantes los ojos, y se fue derecha a Jack. Por poco le derribó en su alegría al verle de nuevo.
—¡Jack! ¡Estás de vuelta! ¡Y Jorge! ¿Dónde os metisteis? ¡Estábamos la mar de alarmadas por vosotros!
Dolly y Tassie salieron también, expresando su alegría.
—¿Estuvisteis bien durante la tormenta? ¡Estábamos tan inquietas por vosotros! ¡Tassie ha subido la colina y dice que la mitad del castillo se ha caído por la montaña!
—¿Y vosotras? ¿Estuvisteis bien durante la tormenta? —inquirió Jack, al entrar todos en casa—. ¡Estábamos muy asustados al pensar que pudierais estar bajando la colina con ese diluvio! ¿Llegasteis aquí antes de que descargara la tormenta?
—Había empezado la lluvia y los truenos sonaban a nuestro alrededor casi todo el tiempo, pero no hubo relámpagos —contestó Dolly—. Estábamos caladas para cuando llegamos aquí. Tassie no nos hacía más que decir que volverían a correrse las tierras… ¡y tuvo razón!
—¡Qué buena chica es Tassie! —exclamó Jack—. Consiguió traeros aquí justamente a tiempo. ¡No puedo ni empezar a decirte cómo se pasó en el castillo!
Pero sí que lo contó y las niñas le escucharon con los ojos muy abiertos de horror. ¡Qué noche!
—¿Dónde está «Kiki»? —preguntó Jack, mirando a su alrededor—. Creí que me saldría a saludar.
—No ha hecho más que salir en busca tuya —contestó Tassie—. Pero vuelve cada vez. Ya no tardará, estoy segura.
Y no tardó. Cosa de diez minutos más tarde entró volando, habiéndole a voz en grito a Jack.
—¡Cuántas veces, cuántas veces, cuántas veces, rancio, mohoso, polvoriento, Jack, Jack, Jack!
Se le posó en el hombro y le picoteó la oreja, con cariño. Jorge se llevó la mano a la oreja izquierda, que aún estaba hinchada.
—¡No vengas al hombro mío a picotearme la oreja! —le dijo a «Kiki»—. ¡Aún no está en condiciones de que la picoteen ni la roan!
Las niñas prepararon el desayuno para todos, charlando hasta por los codos, felices de tener a su lado a las niños y a Bill. Éste mandó a sus tres hombres en busca del automóvil.
—Y ahora —dijo Bill, cuando terminaron de comer—, ¿y si echáramos un sueño, muchachos? ¡Yo estoy agotado!
Jack estaba casi dormido ya y Jorge no hacía más que bostezar. Conque los niños subieron a dormir a su cuarto y Bill se echó en el canapé de la cocina. Las niñas salieron al jardín a hablar. La hierba estaba tan mojada, que tuvieron que poner impermeables en el suelo para sentarse.
El día era hermoso ya, y no se veía ni una nube. Hacía un fresco agradable. El bochorno había desaparecido. Charlaron echadas, interviniendo «Kiki» de vez en cuando. «Botón» se había dormido encima de Jorge. «Kiki» no tenía sueño, con que no se quedó en la alcoba, conformándose con asomarse de vez en cuando a la ventana para asegurarse de que Jack continuaba allí.
—Viene alguien —dijo Dolly, de pronto.
Se incorporó a ver.
—Son los tres hombres de Bill —dijo Lucy, con tono de indolencia.
Los tres agentes entraron en el jardín. Tenían una expresión muy seria.
—¿Dónde está el jefe? —preguntó uno de ellos—. Le necesitamos.
—¡Está dormido! Conque no le molesten aún —atajó Dolly.
—Lo siento, pero me temo que no tendremos más remedio que molestarle. Tenemos noticias.
—¿Qué noticias? —preguntó Lucy—. ¿Han encontrado el automóvil?
—Sí; pero le daremos las noticias a nuestro jefe en persona.
—Pues en la cocina le encontrarán.
Los hombres se dirigieron a la cocina. Despertaron a Bill y las tres niñas oyeron que le decían algo con urgencia. Bill salió y las muchachas le miraron, interrogadoras.
—¿Qué ocurre, Bill? —preguntó Dolly—. ¿Han encontrado su coche… y está destrozado o algo?
—Han encontrado mi coche, en efecto —respondió Bill muy despacio—. Y han encontrado algo más también.
—¿Qué? —preguntaron las niñas a coro.
—Al parecer. Cuello Cortado y su compañero bajaron por las tierras corridas sin novedad y encontraron mi automóvil donde yo lo dejé. Se conoce que se subieron a él e intentaron dar la vuelta. En aquel momento les alcanzó el diluvio y se inició otro corrimiento.
—¿Están muertos? —preguntó Dolly.
—Me lo imagino. No lo sabemos en realidad. El alud de tierra alcanzó al coche y lo arrastró. Le hizo dar la vuelta de campana y lo depositó en un barranco con las ruedas para arriba, y allí lo han encontrado mis hombres… con Cuello Cortado y su compañero dentro.
—Así, ¿no pueden sacarles? —exclamó Dolly, muy pálida.
—Se han encallado las portezuelas. ¿Tenéis algún cable de acero de remolcar, o cualquier cuerda resistente que no se rompa con facilidad? En caso afirmativo nos la llevaremos para ver si conseguimos dar la vuelta al coche, abrir el techo y sacar a los hombres.
Dolly fue al cobertizo y volvió con un cable de acero. Se lo dio a Bill en silencio. Ninguna de las niñas pidió que se la dejase ir. Aquél les parecía un final horrible, hasta para dos hombres malos.
Aguardaron con impaciencia a que se despertaran los muchachos y cuando por fin bajaron bostezando y quejándose otra vez de tener hambre, las niñas corrieron a darles las noticias.
—¡Troncho! —exclamó Jack, con sobresalto—. ¡Mira que encontrar el coche así! Debieron creer que les protegía la suerte… hasta que les alcanzó el corrimiento de tierras. ¡El susto que se llevarían entonces!
Bill regresó unas horas más tarde. Los niños corrieron a su encuentro.
—Ninguno de los dos hombres ha muerto —anunció—. Cuello Cortado padece conmoción cerebral, está sin conocimiento y en mal estado. El otro se rompió una pierna y le encontramos sin conocimiento también. Pero ya ha vuelto en sí.
—¡Conque los capturó usted a los dos después de todo! —exclamó Jorge—. ¡Magnífico!
—¿Y el coche? —preguntó Dolly.
—Me parece que está hecho migas —contestó Bill—. Pero eso no me importa. Seguramente me regalarán uno nuevo cuando mi jefe sepa que tengo a Cuello Cortado y su amigo a disposición suya. Esto constituye un verdadero triunfo… aunque jamás hubiese dado con su secreto de no haber sido por vosotros.
—Sí, pero ¡en menudo apuro nos hubiésemos encontrado de no haber aparecido usted! —repuso Jack—. ¿Qué dirá tía Allie cuando regrese y se entere de todo lo que ha pasado durante su ausencia?
—¡Dirá que no puede volver la espalda sin que nos metamos en algún lío! —rió Jorge—. ¿Dónde están sus hombres Bill?
—Mandé a Tom al pueblo en busca de ayuda en lugar de llevármele adonde está el coche. Y mandaron de allá un par de camillas y un médico que estaba en el pueblo por casualidad. Conque supongo que a estas horas irán camino del hospital. Y cuando la pareja se despierte, cada uno de ellos encontrará un policía a su lado.
—¡Oh, Bill! ¡Qué aventura! —dijo Dolly—. Jamás soñé que pudiéramos verle metido en todo esto cuando vinimos aquí. Y… ¡ha sucedido todo tan deprisa! Espero que pasaremos el resto de las vacaciones con más tranquilidad. ¡Ya he corrido aventuras suficientes para durante un año!
—Tengo ganas de estirar las piernas —dijo Jack—. ¿Y si diéramos un paseo colina arriba para ver lo que ha sido del castillo, Bill?
—De acuerdo —contestó el interpelado.
Conque echaron a andar, todos a un tiempo, en dirección al castillo. Pero no pudieron subir tanto como antes, porque las tierras se habían corrido hasta mucho más abajo, y la colina estaba sembrada de montones de húmedas rocas, pilas de tierra, árboles arrancados de raíz, y numerosos riachuelos, todo lo cual daba a la escena un aspecto de acabada desolación.
—Es horrible —dijo Lucy. Luego se volvió a mirar al ceñudo castillo—. Parece diferente. Algo le ha ocurrido. Subamos a ver.
Conque subieron más, usando el camino abierto por los conejos. Y, ¡qué diferencia encontraron al acercarse al castillo!
—Dos de los torreones han desaparecido y la mayor parte de la muralla —dijo Lucy—. Podemos entrar derecho en el patio ahora por encima de los cascotes. ¡Qué ruido haría todo eso al caer!
—Y, ¡fijaos en el castillo! —exclamó Jack—. ¡La parte central se ha hundido! ¡Casi no es más que una simple cáscara ya!
Parecía una ruina. Jorge lo contempló con intensidad.
—La parte del centro debe haberse desmoronado sobre el vestíbulo principal —dijo—. No es de extrañar que no pudiera usted mover la losa aquella, Bill. ¡Debe haber unas cuantas toneladas de piedra encima!
Bill tenía una expresión algo solemne. Se daba cuenta de por cuan poco se habían librado todos de la muerte. De haber estado en cualquier otra parte del castillo o del patio, habrían quedado reducidos a pulpa y enterrados bajo los escombros. El hallarse en la cámara subterránea les había salvado la vida.
—¡Adiós, mi máquina fotográfica y todas nuestras mantas y cosas! —exclamó Jack.
—Repondré yo todo lo que habéis perdido —prometió Bill, que, habiendo capturado a Cuello Cortado, estaba dispuesto a prometer el mundo entero a cualquiera—. ¡Y os daré a cada uno un magnífico regalo por haberme dejado tomar parte en vuestra aventura!
—¿A mí también? —preguntó Tassie en seguida.
Le era simpático Bill.
—A ti también. ¿Qué te gustaría, Tassie?
—Tres pares de zapatos para mí sólita —contestó, con solemnidad, la niña.
Se echaron a reír los otros. Sabían que la gitana no se los pondría jamás. Se limitaría a contemplarlos y admirarlos; no los llegaría a usar. ¡Qué Tassie más rara!
—Volvamos a casa —sugirió Lucy—. No quiero mirar más esa ruina.
—Ni yo —dijo Dolly—; pero aunque no sé por qué, me parece que es mucho mejor como ruina que pueda explorar quienquiera, que como castillo propiedad de gente mala o de espías como Cuello Cortado. ¡Ahora me gusta más! ¡Me alegro al pensar que todos esos cuartos mohosos están enterrados! ¡Eran horribles!
—Rancio, mohoso, polvoriento —cantó «Kiki», encantado—. ¡Piiip suena el mohoso, rancio, polvoriento!
—¡Idiota! Siempre has de decir tú la última palabra, ¿eh? —dijo Jack.
Bajaron la colina de cara al sol, dejando tras sí el melancólico y derruido castillo, abierta su techumbre al viento y a la lluvia, caídos sus orgullosos torreones.
—¡El castillo de la Aventura! —exclamó Jack—. Tuviste razón, Jorge… ¡si que fue el Castillo de la Aventura!
FIN