Capítulo XXX

El otro lado de la colina

Los niños salieron del agujero también, y todos contemplaron lo que se hallaba a sus pies. Se encontraban en una ladera muy pendiente, que caía casi a plomo desde donde se encontraban. Inmediatamente debajo de ellos había algo que se asemejaba a una granja, con dependencias en la cuesta. Todo alrededor se alzaban alambradas, hilera tras hilera de vallas de alambre de púas. Abundaban éstas al pie de donde se encontraban también. Había un bosquecillo detrás de la casa y, en medio, un claro. En el centro del claro se alzaba una máquina de curioso aspecto. Era grande y brillante. Para los que se hallaran en la granja o en su vecindad, quedaría simplemente oculta por los árboles, pero, desde arriba, se la veía con claridad.

—¿Qué es? —preguntó Jack, contemplándola a la clara luz del sol matutino.

—Ni siquiera yo lo sé, Jack —respondió Bill—. Es uno de los secretos de nuestro propio país…, algo en que están trabajando nuestros más grandes científicos militares.

—Y, ¿tras eso andaba el espía Cuello Cortado? —inquirió Jorge.

—Tras eso andaba. Se enteró de su existencia. Averiguó dónde estaban haciendo en secreto las pruebas. Y descubrió con gran alegría que estaba en venta un castillo antiguo al otro lado de la misma montaña.

—¡Troncho! Así, ¿compró el castillo?

Bill movió afirmativamente la cabeza.

—Sí. Me encargué de averiguar quién era el propietario. Cuello Cortado no lo había comprado usando su verdadero nombre, claro; era demasiado listo para eso. Lo adquirió en nombre de un inglés llamado Brown. Un hombre que pasaba por interesarse en los edificios antiguos. Pero no tardé en saber quién se encontraba tras de Brown.

—¡Qué listo eres, Bill! —exclamó Jack, con admiración.

—No hace falta ser listo para eso. Es una cosa muy fácil en mi trabajo. Sabía que Cuello Cortado probablemente andaba buscando adueñarse de este secreto; pero, por más que me devané los sesos, no vi cómo iba a poder lograrlo. Como podéis ver, está muy bien escondido aquí, detrás de esa vieja granja… y bien protegido por alambradas en las que probablemente habrá mezclado otro alambre con carga eléctrica.

—Bueno, pues, ¿cómo consiguió descubrir el secreto entonces? —preguntó Jorge.

—Mediante un alarde fotográfico y abriéndose paso, seguramente, por debajo de las alambradas hasta el propio aparato. Mirad…, ¿no veis ahí señales de que se ha estado cavando? Bueno, pues me imagino que Cuello Cariado y sus amigos hicieron un poco de trabajo de zapador, haciendo una mina por debajo de la alambrada para salir sin peligro dentro del recinto.

—¿No les vería nadie?

—No, trabajando desde este lado. A nadie se le ocurriría pensar que pudiera intentarse nada desde aquí arriba. ¡Parecía imposible llegar aquí, tan pendiente es la montaña! .

—¡Y nadie conocía la existencia del pasadizo que atravesaba la colina! —exclamó Jack—. ¿Cómo se enteró él?

—Consiguió planos antiguos del castillo, supongo. El último propietario del castillo estaba completamente loco, como habréis colegido por las cosas extrañas que hizo. Construyó toda clase de habitaciones secretas con mecanismos curiosos, viviendo en un mundo romántico de su propia creación. Cuello Cortado halló la habitación que conocemos la mar de útil y el pasadizo secreto fue un verdadero don del cielo para él. ¡Desemboca precisamente por encima del mismísimo secreto que le habían encargado que averiguase!

—Es un hombre valiente —dijo Jorge.

—Sí, casi todos los espías son valientes —le contestó Bill—. Pero éste es un hombre particularmente antipático. Ni en su propio país le quieren. Está siempre dispuesto a traicionar a cualquiera, aunque sea su mejor amigo. Bueno…, me temo que se nos ha escapado otra vez. Pero ¡menos mal que se dejó los planos de nuestro secreto en la cámara subterránea!

—Conque ahora no podrá hacer ningún daño, ¿verdad? —dijo Jorge.

—No; a menos que se lo sepa todo de memoria —contestó Bill—. La tiene, y maravillosa por cierto. De forma que puede hacernos, más que probablemente, algún daño aun ahora.

—Dios quiera que no —dijo Jorge—. ¡Me hubiese gustado más que le cogiéramos, Bill! Y al de las cejas enmarañadas también. No me gustó ninguno de los dos ni pizca.

—Los tres a los que hemos pillado no son más que vulgares maleantes, dispuestos a hacer cualquier cosa, por sucia que sea, mientras se les pague —anunció Bill—. He dejado que se me escaparan los verdaderos culpables…, ¡y me darán en los nudillos por eso! Me está bien empleado. Tuve una oportunidad magnífica de atraparles. Debí haber adivinado que a Cuello Cortado se le ocurriría romper el quinqué para dejarnos a oscuras.

Todos se habían alegrado del descanso y de poder respirar aire fresco. Ahora Bill se puso en pie y miró colina abajo. ¿Cómo podrían bajar sin hacerse trizas con el alambre de púas? Nadie tenía ganas de arrastrarse por el túnel que había abierto el espía para introducirse.

Bill vio a alguien andar por abajo. Dio una llamada, y el hombre alzó la vista, evidentemente asombrado de ver a tanta gente allá, en la ladera.

—¿Quiénes son ustedes? —gritó.

—¡Amigos! —respondió Bill—. ¿Está ahí el coronel Yarmouth? Le conozco y quisiera hablar con él. Pero no puedo atravesar esta alambrada.

—¡Mire! —exclamó Jack de pronto señalando una máquina magnífica instalada debajo de un matorral—. ¡Así es como hicieron las fotografías! ¡Con eso! Es una de las máquinas más hermosas que he visto en mi vida. Y no le ha hecho daño alguno el diluvio…, está protegida contra el agua.

Supongo que la máquina que usted me regaló está echada a perder ya, Bill. La tenía en el matorral del risco y sin protección de ninguna clase. La dejé allí, por desgracia.

—¡Qué lástima! —repuso Bill—. Bueno…, quizá pueda arreglar las cosas para que te den ésta en compensación… y como justa correspondencia a que me dejaras tomar parte en tu aventura, Jack.

Al niño le brillaban los ojos. ¡Qué fotografías podría sacar si tuviese una máquina como aquélla! Debía de ser una de las mejores del mundo.

Apareció otro hombre ahora detrás de la granja. Jack había esperado que el coronel fuera de uniforme, pero iba de paisano.

—¡Eh, Yarmouth! —gritó Bill—. ¿No me conoces?

—¡Dios mío! —se le oyó exclamar al coronel, con asombro—. Mandaré a un par de hombres para que le abran camino.

Conque, en relativamente poco tiempo, les fue abierto paso a través de las alambradas, que se repararon nuevamente a toda prisa tras ellos. Bajaron a la granja, resbalando y casi cayendo por la cuesta.

El coronel y Bill se metieron en el edificio a hablar. Los otros aguardaron, con paciencia, fuera. Jack y Jorge se tumbaron sobre los brezos y bostezaron. ¡Ambos se quedaron dormidos al instante!

Al cabo de un rato, el coronel y Bill salieron, dando unas órdenes. Tres de los hombres del primero se llevaron a los prisioneros, encerrándolos en un cuarto encalado de una dependencia. La puerta se cerró con candado.

—Bueno, ya me deshice de ésos —dijo Bill, muy satisfecho—. Ahora regresamos a Spring Cottage. Me temo que tendremos que bajar hasta el final de la colina, seguir la carretera allí, y subir por el otro lado hasta vuestra casa. No hay ningún otro camino, al parecer.

Los niños, ya despiertos, soltaron una queja. No se sentían con ánimos de andar más. Pero no había más remedio que hacerlo.

—¿Y los mapas o lo que fuera que nos dejamos en la cámara secreta? —preguntó Jack.

—Oh, no costará ningún trabajo recogerlos. Uno de los hombres del coronel entrará por el túnel y los recogerá en cuanto pare el agua. Y a los tres prisioneros los mandarán a donde corresponde más tarde bajo guardia.

—Supongo que la aventura ha terminado —dijo Jorge—. ¿Por completo?

—Quedan unos cuantos cabos sueltos que atar —respondió Bill—. Hemos de ver si encontramos rastro de Cuello Cortado o de su compañero en alguno de los distritos vecinos. Es probable que Cuello Cortado se corte la barba; pero si lo hace, se le verá la cicatriz, a menos que encuentre una manera de disimularla. Quizá nos pongamos sobre su pista y le atrapemos. Eso sería un final satisfactorio, ¿verdad?

—Tendremos que ir a buscar el coche de usted también, ¿verdad? —dijo Jack, acordándose—. Lo dejamos al pie del corrimiento de tierras.

—En efecto —asintió el otro—. ¡Dios quiera que no se lo haya llevado el diluvio o haya quedado sepultado bajo otro alud de tierra!

—Quiero saber qué les ocurrió a las niñas también —dijo Jorge—. ¡Dios quiera que lograran llegar a casa sanas y salvas antes de que descargara la tormenta! ¡Parece que hace siglos que no las veo!

Bajaron la colina, guiados por el hombre de la granja. Le interesaron la mar sus aventuras, pero no le dijeron gran cosa fuera de que les había sorprendido la tormenta en el castillo y que habían tenido que salir de allí por un antiguo pasadizo. «Botón» corría ahora detrás de Jorge, encantado de encontrarse al aire libre. Hasta él había desempeñado su papel en la aventura, puesto que le había enseñado a Tassie cómo entrar y salir del castillo sin usar puertas ni ventanas.

Llegaron al pie de la colina y caminaron por la carretera desde allí. Luego alcanzaron el sendero que conducía a Spring Cottage.

—¡Ahí está por fin! —exclamó Jack, echando a correr hacia la casa—. ¡Eh, niñas, aquí estamos! ¿Dónde os habéis metido?