El pasadizo secreto
Mientras Jack hablaba, sonó el trueno más horrísono que estaba destinado a escuchar en su vida. Le hizo dar un salto violento y agarrarse a Bill. Nunca había oído un ruido tan grande. Le acompañó un relámpago que iluminó las colinas en muchos kilómetros a la redonda. Durante medio segundo, se vio todo increíblemente claro y, sin embargo, con cierto aspecto de irrealidad. Luego reinaron las más profundas tinieblas. Pero los tres experimentaron una extraña sensación cuando el relámpago se produjo.
Bill les hizo retroceder un poco de pronto.
—¡Creo que ha sido alcanzado el castillo! —dijo—. Sí; así es…, ¡mirad!
A la luz del relámpago siguiente, se vio que uno de los torreones se estaba desmoronando. Al caer la oscuridad de nuevo, se oyó, a través del insistente repiqueteo de la lluvia, el ruido de piedras que se estrellaban contra las piedras al derrumbarse el torreón.
—¡La tormenta se encuentra exactamente encima de nuestras cabezas! —gritó Jack—. Volvamos a la cámara subterránea, Bill. Tengo miedo. Sentí ese relámpago…, estoy seguro de que lo sentí. Bill, ¡los truenos están sonando en el propio patio!
Y Bill se inclinaba a creerle al oír en torno suyo el fragor. Se vio otro relámpago y, de nuevo, pareció como si les atravesara a los tres una extraña sacudida.
—¡Me parece que si no hubiésemos llevado suelas de goma estaríamos muertos en este instante! —pensó Bill, de pronto—. ¡Caramba! ¡Ha vuelto a caer un rayo sobre el castillo, esta vez sobre el edificio principal! ¡Quedará en ruinas como esto continúe!
Empujó a los niños hacia la escalera de la cámara. Bajaron y se detuvieron con temor. ¡Porque ahora parecía como si el propio castillo se estuviera derrumbando!
Bill tiró apresuradamente del pincho que cerraba la abertura. Ahora sentía ganas de aislarse de la tormenta bajo sólida piedra. Vio, con alivio, cómo se alzaba la losa obturando el hueco. Casi a continuación, se oyó el impacto terrible de piedra encima de ellos, y toda la cámara retembló.
—¡El castillo se nos viene encima! —exclamó Jorge, palideciendo.
Y tal era la sensación que daba, en efecto. Bill supuso que parte del edificio había vuelto a ser alcanzado por un rayo, desmoronándose hacia dentro. Se preguntó si lo que habían oído sería el desmoronamiento del techo del vestíbulo encima de ellos. Había sonado como si lo fuera, por lo menos.
Se oyeron nuevos y estrepitosos ruidos que no eran truenos, y luego un relativo silencio. Nadie habló durante unos segundos.
—Comprendo cómo sucedió el corrimiento de tierras —dijo Bill, por fin—. Una tempestad como ésta minaría sin dificultad el camino, produciendo como consecuencia un desmoronamiento de esa clase. Nada me sorprendería que sucediera lo mismo esta noche. Me parece que se destruirá otro trozo del camino.
—La lluvia es espantosa —dijo Jack—. En mi vida he visto una igual. Apuesto a que las niñas están espantadas, allá en la casa solas.
—Sí, siento que no estemos con ellas —asintió Bill.
Echó una mirada a los cautivos. Parecían muy asustados. Lo que oían de la tormenta y del derrumbamiento del castillo les estaba llenando evidentemente de aprensión por lo que pudiera suceder después. En mala situación estaban.
—Acabo de darme cuenta de que tengo la mar de hambre —dijo Jorge de pronto—. No he comido nada desde que me marché a explorar el pasadizo.
—Debes de estar realmente hambriento —le dijo Bill—. Y yo también siento bastante apetito. Parece haber un bonito montón de latas allá. Si nos pusiéramos a comer, creo que ello nos ayudaría a pasar un poco el tiempo y a olvidar la tormenta.
Jack y Jorge examinaron las latas. Escogieron una de carne con especias, otra de lengua y dos de melocotones. La abrieron y colocaron su contenido en algunos de los platos apilados en una mesita. Bill encontró de beber. Hacía tanto calor, que los hombres se alegraron de que hubiese allí botellas de cerveza. Los niños tomaron gaseosa y limonada que encontraron también. Todos se sintieron mejor después de haber comido. Parecía estarse apaciguando la tormenta.
Bill consultó su reloj.
—¡Las cinco y media! —exclamó, con un bostezo—. No creía que fuera tan tarde. Bueno, puesto que la tormenta está pasando, quizá conviniera salir un poco al patio para respirar aire fresco. Será de día ya Tal vez pueda despachar a mis hombres con los prisioneros colina abajo.
—Sí, yo tengo unas ganas locas de respirar aire fresco —dijo Jorge, que tenía rojo de calor el semblante—. ¿Cómo se abre la losa desde aquí abajo, Bill?
—Desde arriba, junto al techo —respondió el hombre, enseñándole cómo.
Había una palanca oculta allá. Tiró de ella, pero no se movió. Volvió a tirar.
—Está encallada —dijo con sorpresa—. A ver, Tom, prueba tú. Eres fuerte como un caballo.
Probó Tom. Pero tampoco pudo conseguir que se moviese.
Lo intentaron después Bill y Tom juntos. La losa se movió unos centímetros, y se detuvo. Fueron inútiles cuantos esfuerzos se hicieron a continuación. Bill subió la escalera hasta donde pudo e intentó atisbar por la rendija; pero no pudo ver nada, así que regresó.
—Me temo que parte del castillo se ha derrumbado encima de la losa. La palanca es lo bastante fuerte para mover la losa; pero nosotros no lo somos lo bastante para desalojar lo que hay encima. No podemos salir.
—Entonces, tendremos que usar el otro camino, el pasadizo por el que bajé yo ayer —dijo Jorge, indicando con un gesto el hueco detrás del tapiz.
—Sí —dijo Bill—; ¡Dios quiera que no haya habido corrimientos por ese lado también! Pero dices que está tallado en la roca viva, ¿verdad? Debiera hallarse intacto entonces.
Iba haciendo cada vez más calor en la cámara subterránea. «Botón», que se había refugiado debajo de la cama durante la lucha, salió fuera y se tumbó de costado junto a Jorge, colgando la lengua fuera como la de un perro.
—Tiene sed —dijo Jack—. Debe de beber.
—No queda nada más que gaseosa —contestó Jorge, vertiendo un poco en un plato.
«Botón» tenía tanta sed, que se lo bebió todo, y luego se sentó sobre los cuartos traseros, relamiéndose pensativo el hocico, como diciendo: «Bueno…, desde luego eso estaba húmedo y era agradable… Pero ¡qué sabor más extraño!».
—Vamos a quedar todos asados si no nos movemos pronto de aquí —dijo Bill—. Andando…, probaremos suerte por este lado. Yo iré el primero.
Se metió por el hueco de la pared y empujó la puerta que encontró. Cedió ésta. Bill pasó por ella, encendiendo la lámpara de bolsillo.
Los dos niños le siguieron, y, detrás de ellos, los tres hombres con sus prisioneros, que parecían completamente aplanados ya. No habían hablado en muchísimo rato…
El túnel era estrecho, pero bastante recto al principio. A la luz de la lámpara de Bill se vio que estaba construido en los propios cimientos del castillo.
—Es muy probable que haya mazmorras aquí también —dijo Bill—. Es un sitio extraño. Y habrá más cámaras secretas. Las leyendas del lugar mencionan más de una.
Al cabo de un rato, las pareces de piedra del túnel se convirtieron en roca viva de superficie desigual. El aire era sorprendentemente fresco. Resultaba delicioso tras la temperatura de la cámara de la que acababan de salir.
Ahora empezó a serpentear un poco el pasadizo. Bill opinó que era en parte artificial y en parte obra de la Naturaleza. Era evidente que atravesaba la colina bajando siempre. En algunos sitios la cuesta era bastante pronunciada y todos resbalaron un poco. Luego, de pronto oyeron el rumor de agua. Se detuvieron. Bill miró a Jorge.
—¡Agua! —exclamó—. ¿Viste tú agua cuando bajaste?
El niño movió negativamente la cabeza.
—No —dijo—. Estaba todo seco. Aún no hemos llegado a la repisa sobre la que me eché.
Siguieron adelante, extrañados y, de súbito, vieron lo que hacía el ruido. El diluvio, filtrándose por la colina, intentaba escapar por alguna parte y bajaba en torrente por el túnel. Había encontrado un punto débil en el pasadizo, introduciéndose por él. Corría cuesta abajo, rugiendo y gorgoteando.
—¡Cielos! —exclamó Jack, mirando por encima del hombro de Bill y viendo a la luz de la lámpara, la impetuosidad del agua—. ¡No podremos bajar por aquí ahora!
—No es muy profunda —dijo Bill, contemplándola—. Me parece que podremos vadearla sin dificultad. Es una suerte para nosotros que el pasadizo vaya cuesta abajo y no cuesta arriba.
¡El agua se hubiese precipitado sobre nosotros de lo contrario!
Se metió dentro, y comprobó que le llegaba a la rodilla. La corriente era bastante fuerte, pero no tanto como para hacer perder a nadie el equilibrio, aun cuando las niñas quizá hubiesen experimentado dificultad en mantenerse en pie de haberse hallado aquí. Bill se alegró infinito que no estuvieran.
Se metieron todos en el torrente. Estaba frío y su frescura les resultó a todos agradable. Continuaron la marcha. «Botón» se le había enroscado al cuello a Jorge; le tenía un odio mortal al agua.
Caminaron un rato. Luego Jorge señaló una repisa rocosa cerca del techo del pasadizo.
—Ahí es donde me escondí —dijo—. ¿Lo ve? Era un buen sitio, ¿verdad? Nadie me hubiera encontrado de no haber estado buscándome.
Pasaron de largo la repisa. El agua era un poco más profunda ahora, porque el túnel tenía más pronunciada la pendiente por allí. La marcha se hizo lenta. Jack se estaba cansando ya. Le parecía que nunca se iba a acabar aquello. Le gustaban las aventuras, pero se dijo que le gustaría tener un descanso en ésta.
De pronto, la pendiente se hizo más grande aún, hasta el punto que el torrente se convirtió en verdadera cascada. Bill se detuvo.
—No veo cómo vamos a poder bajar por aquí a menos que resbalemos por el agua —dijo—. Aunque…, aguardad un instante: creo que hay unos escalones de piedra bajo el agua. Sí que los hay. Iremos bien si no nos dejamos derribar por la corriente.
Fue él delante, avanzando con precaución, buscando con los pies los escalones. Los niños le siguieron con igual cautela. La fuerza del agua por poco hizo perder el equilibrio a Jack en un par de ocasiones.
Al cabo de un rato, Bill apagó la lámpara de bolsillo y ¡brilló delante de ellos la luz del día! Los escalones de piedra desembocaban en el lado opuesto de la colina del castillo. ¡Habían llegado al exterior por fin!
Bill saltó del agua y salió por una estrecha abertura de la ladera, cubierta de maleza.
—Bueno…, ¡henos aquí! —exclamó—. Sanos y salvos después de todo.