Una tormenta terrible
Bill exhaló un grito de rabia.
—¡Jack, Jorge! —mandó de pronto—. ¡Meteos debajo de la cama! ¡Quizá haya disparos!
Los niños obedecieron sin vacilar. Se lanzaron hacia la cama. Jorge logró introducirse por debajo, jadeando, sintiendo no tener sueltas las manos. Jack, enfundado en la armadura, se quedó atascado a medio camino. No sabían lo que estaba sucediendo en el cuarto. Se oían gritos, jadeos y gemidos; pero nadie disparaba. La oscuridad era demasiado profunda para correr el riesgo de matar a un amigo. Les sonaba a los niños como si estuvieran rodando por el suelo hombres con armadura y sin ella, porque el ruido era espantoso.
De súbito se oyó un chirrido y los niños comprendieron que se estaba descorriendo la losa que daba acceso al vestíbulo. Pero ¿quién la estaba abriendo? ¿Su lado o el contrario? Jorge no tenía la menor idea de cómo se abría desde dentro, aunque había intentado varias veces dar con el secreto, porque no cabía duda de que existiría una manera. No tardó en comprender, no obstante, que era el de la barba negra o alguno de sus secuaces quien había abierto para huir, porque oyó cómo le gritaba Bill al agente que dejaba arriba:
—¡Alerta, Tom! ¡Dispara contra cualquiera que suba!
Tom se plantó de un salto junto a la orilla de la abertura; pero no pudo ver nada. Uno de los hombres subió con gran sigilo la escalera. Tom no le oyó y recibió un golpe tremendo que le hizo rodar por el suelo. Era Cuello Cortado que intentaba escapar. Había perdido la pistola en la refriega, de lo contrario hubiese disparado contra el agente. Antes de que este último pudiera levantarse de nuevo y atraparle, desapareció. Otro hombre que le seguía, tropezó con Tom y se le cayó encima. El pobre agente recibió otro golpe que le dejó aturdido. Entonces el de las cejas enmarañadas le dio un salvaje puntapié y desapareció también. Después de eso, Tom ya no supo qué hacer, si quedarse junto a la escalera para impedir que subiese alguien más, o si salir corriendo detrás de los que huían. Pero puesto que no tenía ni la más remota idea de la dirección en que habían marchado, decidió quedarse donde estaba.
Abajo, las cosas les iban mal a los tres hombres que aún quedaban. Uno de ellos se hallaba ya completamente fuera de combate. Otro se había rendido, porque Bill se le había sentado encima con tal fuerza, que no le quedaba otro remedio. El tercero había intentado huir por el pasadizo secreto de detrás del tapiz, deteniéndole Jim, que ahora le arrastraba de nuevo a la cámara profiriendo amenazas.
Bill encontró por fin una lámpara de bolsillo y la encendió. El quinqué estaba hecho pedazos y no tenía arreglo. Era una verdadera suerte que no hubiera incendiado el cuarto. A la luz de la potente lámpara, Bill echó una mirada a su alrededor. El hombre encima del cual había estado sentado ya se hallaba en manos de otro. Parecía bastante compungido. Tenía un ojo hinchado y un bulto enorme en la cabeza. Bill presentaba un aspecto extraño. Continuaba con la armadura puesta, pero se había quitado el yelmo, de suerte que asomaba la calva cabeza con mechones de pelo a cada lado.
Los dos niños salieron de debajo de la cama. Bill hubo de tirar de Jack para desencajarle. Éste se quitó la armadura tan aprisa como pudo y le desató a Jorge las manos.
La expresión de Bill era del mayor disgusto. Vio que los dos hombres a quienes más ganas tenía de atrapar habían desaparecido. Cuello Cortado y el de las cejas enmarañadas.
Le gritó al de arriba:
—¿Estás ahí, Tom?
—Sí, jefe —contestó el hombre, con tono extrañamente sumiso.
—¿Cazaste a los dos que subieron las escaleras?
—No, señor. Siento decirle que me derribaron y huyeron —replicó Tom, con voz más sumisa aún.
Bill masculló una serie de palabras poco halagadoras para el desgraciado Tom.
—Baja aquí —ordenó—. ¡Qué imbécil eres, Tom! Estabas maravillosamente situado allá arriba. ¡Hubieras podido cortarle la retirada a todo un ejército!
—Es que estaba tan oscuro, jefe, que no veía ni gota.
—Bueno, pues has dejado escapar a dos de los de más importancia —anunció Bill, con dureza—. No es ése el mejor modo de conseguir un ascenso. Siento no haber dejado a otro en tu lugar. Supongo que esos individuos estarán ya a media milla. Sin duda tendrán un coche potente escondido en alguna parte dispuesto para facilitarles la fuga en caso de apuro y mañana a estas horas estarán ya al otro extremo del país.
El pobre Tom estaba alicaído. Era un individuo enorme y a los niños les pareció que debía haber podido capturar divinamente a dos hombres sin ayuda alguna. Estaban excitadísimos y sentían no haber tenido ocasión de detener a Cuello Cortado ellos mismos.
—Ata a esos tipos —ordenó Bill, señalando con un gesto a los cautivos.
Jim se puso a hacerlo con mucha traza, dejando a los tres bien sujetos en pocos minutos.
—Ahora echaremos una mirada a esos documentos —les anunció Bill.
Uno de los hombres los desplegó ante él.
—Sí —accedió Bill, examinándolos—. Aquí tienen todo lo que deseaban saber. Ese Cuello Cortado es el espía más listo que he conocido. Apuesto a que estaría rabiando cuando tuvo que dejar estos papeles atrás. Representaban una fortuna para él, y eran de un valor incalculable para la nación por cuenta de la cual trabaja.
Volvieron a recoger los papeles. Un trueno terrible repercutió en la estancia. Todos se miraron, con sobresalto.
—¡Qué tormenta! —exclamó el llamado Jim—. ¿Era eso un relámpago?
Hasta allí se había visto.
—La tormenta debe estar descargando ahora por encima mismo del castillo —observó Bill—. Me parece que no nos aventuraremos por la colina hasta que haya terminado del todo.
—¿No va usted a ver dónde conduce el pasadizo secreto? —preguntó Jack, con desilusión.
—Claro que sí. Iremos Tom y yo mientras los otros bajan la colina con los prisioneros. Pero creo que esperaremos a que amanezca ya.
La tormenta arreció. Jorge intentó contarle a Bill lo que le había sucedido aquel día, pero tuvo que hablar a voz en grito, porque el fragor de los truenos no permitía que se oyese.
—Estaba tan aburrido, que se me ocurrió bajar por el pasadizo para descubrir adonde iba a parar —gritó—. Conque cuando los hombres subieron la escalera después de echarse un buen sueño aquí abajo, salí de debajo de la cama y me metí por ese agujero de la pared. Lo habían dejado abierto, tal como lo ve usted ahora, con el tapiz recogido y descorrida la losa. Bueno, pues hay una puerta en un lado de esa abertura…
Un trueno le interrumpió otra vez y se detuvo. Todo el mundo le escuchaba con interés, salvo los prisioneros, que estaban hoscos todos.
—La puerta esa estaba cerrada, pero alguien se había dejado la llave en la cerradura —prosiguió el niño, cuando se hubo apagado un poco el fragor—. Conque la abrí. Empujé la puerta y me encontré en un pasadizo estrecho.
—¿No estaba oscuro? —preguntó Jack.
—Sí; pero tenía mi lámpara de bolsillo. La encendí y pude ver divinamente. El pasadizo se extendía cuesta abajo, entre paredes de piedra al principio…, supongo que serían los cimientos del castillo… y luego me di cuenta que debía de haber salido ya de debajo del edificio. Estaba atravesando un túnel abierto en la roca viva.
—Y supongo que conduciría al otro lado de la colina, ¿verdad? —dijo Bill—. Y viste algo muy interesante, ¿no es cierto?
—No pude llegar tan lejos. Oí pasos detrás de mí y pensé que sería mejor que me escondiese. Conque me encaramé a una repisa estrecha, cercana al techo del pasadizo, y permanecí allí sin moverme.
—¡Troncho! —exclamó Jack—. ¿Te pasó de largo?
—Sí; pero me andaba buscando. Me había olvidado de cerrar la puerta que daba al pasadizo y, cuando los hombres volvieron, se dieron cuenta de ello y les extrañó. Conque mandaron a uno para que averiguase quién había abierto la puerta.
—Y, ¿te descubrieron? —inquirió Bill.
Pero un nuevo trueno le ahogó la voz.
—Cuando el hombre vio que no me encontraba en ninguna parte del pasadizo, regresó —prosiguió Jorge—. Pero evidentemente el jefe no pensaba permitir que anduviese yo errante por ahí, e hizo que todos se lanzaran por el pasadizo en busca mía. Y claro, no tardaron en encontrarme tendido sobre la repisa.
—¿Qué sucedió entonces? —inquirió Bill—. No te trajeron aquí, porque las niñas estaban preguntándose dónde te habrías metido cuando bajaron esta noche.
—No. Me ataron las muñecas y los tobillos y me dejaron en el pasadizo. Dijeron que, puesto que parecía gustarme el túnel, podía quedarme en él hasta que estuvieran ellos en disposición de traerme aquí e interrogarme. Conque ahí me quedé hasta que me trajeron. Me desataron los tobillos para que pudiera andar. Y me trajeron a esta cámara como ya vio usted.
—¡Pobre Jorge! Mal rato pasaste —observó Bill.
—¡Troncho! ¡El «susto» que me llevé cuando vi brillar sus ojos por la visera de la armadura, Bill! —exclamó el niño—. ¡El mayor susto de mi vida! Pero no tardé en comprender que tenía que tratarse de personas amigas.
El fragor del trueno era tan grande y continuo ahora, que resultaba inútil intentar hablar.
Aguardaron sentados en silencio, pensando en lo terrible que debía ser la tormenta allá fuera.
—Voy a subir a echar una mirada por la puerta principal —anunció Bill—. Debe ser magnífico el espectáculo desde allí.
—Subiremos nosotros también —dijeron los niños.
Y le acompañaron escalera arriba, dirigiéndose a la abierta puerta principal del castillo.
Se detuvieron, admirados, antes de llegar allí. Toda la región yacía como sobrecogida bajo la peor tormenta que conociera jamás. Los relámpagos rasgaban el firmamento sin cesar. Exhalaciones bifurcadas hendían el cielo de arriba abajo. El trueno no se parecía a nada de cuanto conociesen, tan fragoso y avasallador era. ¡No enmudecía un instante! Redoblaba, repercutía y sonaba como dando vueltas a la montaña y semejante al estampido de cañones de terrible potencia que bombardearan al enemigo.
Y, ¡la lluvia! Caía como si se hubiesen salido de madre caudalosos ríos en las nubes. Nadie hubiera podido salir, porque el agua misma le hubiese machacado con su peso contra el suelo.
—Es una tromba —dijo Bill—. ¡Se ha abierto el cielo y descargado un diluvio! Jamás he visto cosa semejante más que una vez, en la India. Se me antoja que Cuello Cortado y su compañero lo estarán pasando bastante mal en la ladera.
—Sea como fuere, las niñas tuvieron tiempo de sobra para llegar a Spring Cottage —dijo Jack— espero que se encontrarán sanas y salvas en casa. ¡Santo Dios! ¿Qué es eso ahora?