A medianoche
Jack volvió a dormirse apaciblemente unas horas. No despertó hasta el regreso de Bill en el automóvil, acompañado de cuatro de sus «amigos». Al niño le parecieron bastante duros de pelar. Era evidente que se hallaban a las órdenes de Bill. Éste entró en la cocina, dejando a los hombres fuera.
—¡Hola! —dijo—. ¿Despertaste por fin? ¿Quieres comer? Pasa de la una ya.
—¿Tanto? —exclamó Jack—. Sí, tengo un hambre canina.
—Levanta y vístete y le diré a uno de mis hombres que prepare de comer. Supongo que a la señora Mannering no le molestará que nos tomemos la libertad de usar su cocina hoy.
—¿Vamos a subir pronto al castillo? —inquirió el niño, envolviéndose en el batín y disponiéndose a subir por la escalera.
—Hasta la noche no. La luna no saldrá hasta tarde y tenemos la intención de subir poco antes de medianoche, mientras aún reinen las tinieblas. No me cabe duda que alguno de esos hombres estará vigilando durante el día.
—Oh… las niñas se cansarán una barbaridad de estarnos esperando todo el día —dijo Jack.
—Y ¿qué vamos a hacerle? Es muy importante que logremos entrar sin ser vistos.
El niño subió a su cuarto y se vistió. Hacía un calor enorme, aunque el sol se ocultaba tras nubarrones. Se sentía sin aliento aunque nada en absoluto había hecho.
«Amenaza tormenta —pensó—. Ojalá no descargue hoy. Pudiera asustar a las niñas estando ellas solas».
Se oyó un ruido en la escalera y entró en el cuarto «Botón», meneando la cola y fijos los ojos en Jack como diciendo: «¡Caramba, caramba, y cómo viajas! Nunca sé si encontrarte en el castillo o aquí abajo… pero ¡cuánto me gustaría encontrar a Jorge!».
—Andas buscando a Copete, ¿eh? —dijo Jack, dándole unas palmaditas al cachorro, que se tumbó y revolcó en el suelo, como un perro—. ¡Eh, Bill! ¿Ha visto usted nuestro cachorro de zorra?
—Una especie de ciclón irrumpió en la cocina y subió la escalera —contestó Bill desde abajo—; pero no pude ver lo que era. Baja con él.
Bajó el niño con «Botón» en brazos. El cachorro le fue lamiendo la nariz todo el camino. A Bill le pareció magnífico.
Comieron juntos y Bill le hizo muchas preguntas acerca del castillo, de los hombres y de la cámara secreta, que el niño contestó todo lo mejor que pudo. Estaba seguro de que Bill pensaba introducirse en el castillo de uno manera o de otra y capturar a los hombres, pero no acababa de comprender cómo iba a lograrlo.
—Tienen cara de gente muy peligrosa —le dijo—. Quiero decir que… probablemente van bien armados.
—No te preocupes, no serán ellos los únicos —contestó Bill, sombrío—. Conozco a Cuello Cortado de antiguo. No suele dejar nada al azar. Debió llevarse un disgusto cuando encontró a las niñas en la cámara subterránea. Seguramente su presencia allí le habrá hecho acelerar sus planes, sean éstos los que fueren.
Jack empezó a sentirse excitado.
—Esta aventura empieza a hervir ya —dijo con satisfacción.
—Sí; y alguien va a salir bien escaldado —le contestó Bill.
Jack reveló los otros rollos. Las fotografías habían salido maravillosamente. Las águilas se destacaban bien, distinguiéndose claramente casi todas sus plumas. El aguilucho era la estrella. Sus posturas no podían ser más perfectas.
—¡Fíjese, Bill! —exclamó el muchacho, emocionado.
—¡Caramba! ¡Son verdaderamente notables! —dijo Bill, con admiración—. Debieras poder conseguir que te las publicara cualquier revista de categoría, Jack. Y las pagarán bien por añadidura. ¡A este paso no tardarás en hacerte un nombre!
El niño se sintió orgulloso. Para él, llegar a tener nombre por las aves, que eran toda su ilusión, hubiese constituido la felicidad. Se preguntó cómo le iría a «Kiki» sin él. ¡La furia del loro en cuanto descubriera que se había marchado! Bueno, estaba con Tassie, a la que también quería.
El día se le hizo un poco largo. Después del té, tuvo sueño y Bill le aconsejó que se echara un poco.
—Pasaste una noche terrible, y necesitaremos tu ayuda esta noche. Más vale que duermas unas horas. Así estarás luego completamente despabilado.
Conque Jack se echó encima de una manta en el jardín y se durmió. Hacía bochorno. Los hombres de Bill, que se habían pasado el día jugando a las cartas sin apenas despegar los labios, se quitaron la chaqueta y luego la camisa. Casi hacía demasiado calor para poder respirar.
El niño volvió a despertarse antes de que anocheciese. Marchó en busca de Bill.
—¿No debiéramos ponernos en marcha ahora? —preguntó—. Hace falta un buen rato para llegar a la cima.
—Vamos a recorrer toda la parte del camino que podamos en automóvil —dijo Bill—. Estos hombres son duros, pero gustan poco de escalar montañas. Seguiremos el camino hasta que lleguemos al sitio en que se corrieron las tierras y luego subiremos a pie.
Cuando anocheció subieron todos al coche de Bill e iniciaron el ascenso. Se le antojó que el automóvil hacía bastante ruido; pero Bill le aseguró que no lo oirían en el castillo.
—Lo único que me inquieta un poco es que esté Jorge en esa cámara secreta —agregó—. Si hay jaleo ahí abajo, y me temo que lo habrá, no quiero tener muchachos de por medio.
—¡Caramba, Bill! —exclamó Jack, casi con indignación—. ¡Si hemos sido nosotros, los muchachos, los que le hemos metido a usted en la aventura!
—Sí, ya lo sé —respondió Bill, sonriendo—. Pero el teneros a vosotros en la vecindad no nos permite obrar con soltura en estos momentos.
—¿Qué va a hacer usted? —inquirió el niño, con viva curiosidad—. Dígamelo. ¡Tanto dará!
—No estoy yo tan seguro. Todo depende de cómo salgan las cosas. Pero así, en bruto, el plan es el siguiente: bajar a esa cámara subterránea esta noche, cuando estén en ella las niñas y los hombres no…
—¡Y ponerlas en libertad! —dijo Jack—. Y a Jorge también, ¿verdad?
—Sí… si Jorge quiere condescender hasta el punto de salir de estampída con las muchachas. Pero queremos que nos enseñe él primero la puerta secreta que hay detrás del tapiz y, ¡se me antoja que querrá acompañarnos entonces!
—Apuesto a que sí —asintió Jack—. Y yo también, se lo advierto. No pienso consentir que me eliminen del asunto ahora, si puedo evitarlo. Si conseguimos sacar a las niñas fuera del castillo antes de que empiece el jaleo, todo irá bien. Y Jorge y yo podemos ir con ustedes.
—Quiero averiguar adonde conduce esa puerta —dijo Bill—. Creo saberlo, pero quiero asegurarme. Y quiero descubrir unas cuantas cosas sin que esos hombres del castillo se enteren. Es una lástima que hablaran en un idioma que no entendía Jorge. De no haber sido así, quizá hubiese averiguado él lo que deseamos saber.
—Bueno, y, ¿de qué forma va a averiguarlo usted entonces?
—De la misma manera que lo hubiera podido hacer Jorge —contestó el otro, riendo—. Meterme yo, y meter a mis hombres en esas armaduras y escuchar la conversación de esos hombres.
—¡Troncho! —exclamó el niño, excitado—. No se me había ocurrido a mí eso. Oh, Bill… ¿cree usted de verdad que podrá hacerlo? ¿Podemos escondernos Jorge y yo también?
—Ya veremos. Confieso que me pareció una buena idea ésa de Jorge meterse en una armadura, aunque sólo fuera al principio para gastar una broma. Ahora… ya hemos llegado al corrimiento de tierras, ¿verdad?
Así era, en efecto. Se apearon todos y fue Jack quien marchó a la cabeza. Encontró el camino de conejos que habían usado ellos, y condujo por él a los hombres, empleando las lámparas de bolsillo porque no era fácil seguir la vereda en la oscuridad.
Caminaron todos en silencio, obedeciendo las órdenes de Bill. El cachorro «Botón» iba detrás de Jack, con la esperanza de ver a Jorge por fin. Un búho ululó a pocos pasos y les hizo dar un brinco a todos. Hacía tanto calor que jadeaban y tenían que enjugarse el sudor de la frente. A Jack se le pegó la camisa al cuerpo. En la distancia se oía retumbar el trueno.
«Ya decía yo que amenazaba tormenta —se dijo el niño, secándose por vigésima vez la frente para que el sudor no le cayera a los ojos—. Espero que las niñas estarán a salvo en la habitación subterránea. Allí no oirán los truenos. Pero supongo que tendrán que dejar a la pobre Tassie en el patio, porque no se atreverán a dejar que la vean los hombres. Y a “Kiki”. Dios quiera que no les pase nada a ninguno».
Siguieron ascendiendo, llegando por fin a la muralla del castillo. Jack se detuvo.
—Aquí está la muralla —dijo—. ¿Cómo va a meterse usted en el castillo, Bill?
—¿Dónde está la otra puerta de que me hablaste? No la grande que da al corrimiento de tierras, sino la otra más pequeña que dices que hay en la pared.
—Les conduciré a ella; pero ya dije que estaba cerrada con llave —contestó el niño.
Les hizo seguir el muro, doblar una esquina y detenerse junto a la puerta. Era muy fuerte. Estaba construida de roble macizo y encajaba perfectamente en la pared. Ésta formaba arco por encima de la puerta igual que la puerta en sí. Bill sacó su lámpara y barrió con su luz la madera, hasta dar con la cerradura. Hizo una señal a uno de sus hombres, que se adelantó, sacando una sorprendente colección de llaves del bolsillo. Fue probándolas, una tras otra, con habilidad y en silencio. Acabó moviendo negativamente la cabeza.
—Es inútil, jefe —le susurró a Bill—. La cerradura no es antigua, sino un modelo especial instalado en tiempos recientes. No podré abrirla con ninguna de mis llaves.
Jack escuchó con desilusión. ¿Significaba aquello que tendrían que echar la puerta abajo? Ello pondría sobre aviso a los desconocidos.
Bill llamó a otro de los hombres. Se adelantó éste con un instrumento muy curioso en la mano, algo muy parecido a una lata pequeña con un piloto grueso. El niño se quedó mirándolo, preguntándose qué sería.
—Tendrás tú que encargarte de esto, Jim —dijo Bill—. Tira adelante. Haz el menor ruido posible. Para si te doy un codazo.
Sonó dentro de la lata un ruido siseante y salió por el pitorro una fuerte llama azulada. El hombre dirigió la llama a la puerta, por encima de la cerradura.
Jack observó, fascinado. ¡La extraña llama se comió por completo la madera! El niño no sabía qué clase de fuego estaban usando; pero no cabía duda de que era potentísimo. El agente continuó trabajando en silencio, lamiendo con la llama la madera toda alrededor de la cerradura. El fuego se comió un trozo por encima de la misma, otro por el lado y otro por debajo.
Ahora pudo ver el niño lo que le estaba sucediendo a la puerta. El agente había logrado aislar la cerradura por completo, para que la puerta pudiera abrirse dejando la cerradura atrás. A Jack le pareció una idea la mar de ingeniosa.
—Ahora, a entrar —anunció Bill, abriendo muy despacio—. ¿Estáis todos preparados?