Capítulo XXIII

Unas cuantas sorpresas

Jack permaneció Junto a la ventana, tiritando. ¡Si aquel hombre se levantara siquiera! Podría ver entonces si se trataba de alguno de los del castillo. Pero ¿cómo se atrevía a entrar en la casa de aquella manera?

Decidió entrar sigilosamente en la casa y atisbar por una rendija de la puerta de la cocina. Así podría ver quién ocupaba el sillón. Conque, tiritando aún tanto de excitación como de frío, se dirigió al otro lado, donde se hallaba la ventana de su alcoba. Si estaba abierta, sabía que podría gatear por un árbol vecino y saltar dentro. Sí que estaba abierta; una rendija nada más. Pero recordó que la falleba estaba muy suelta y que probablemente conseguiría introducir la mano y hacerla saltar. Tropezó con un cubo o algo y se detuvo, preguntándose si le habría oído el que se hallaba dentro. Luego siguió hasta el árbol y gateó por él. Introdujo la mano por la rendija de la ventana e hizo saltar la falleba. Saltó cautelosamente al interior del cuarto, sin apenas atreverse a respirar. Salió al oscuro pasillo entre las dos alcobas, y aguardó un instante antes de aventurarse a bajar por la escalera, que rechinaba bastante. Luego inició el descenso, escalón por escalón, confiando que no rechinaría demasiado. Torcía en un punto el tramo, y era intención del niño detenerse allí un poco antes de continuar bajando. Pero, no había hecho más que llegar allí, cuando alguien se le echó encima, le asió por los brazos y le hizo bajar de un tirón los últimos cuatro escalones. Cayó, quedándose sin aliento.

El que le había atacado se alzó y le levantó con brusquedad. Después le empujó rápidamente hacia la iluminada cocina y el niño dirigió inmediatamente la mirada hacia el sillón para ver quién era el que lo ocupaba. Pero ¡estaba vacío! El que lo ocupara debía haberle oído y aguardaba. Se volvió, forcejeando, para ver al que le sujetaba, esperando encontrarse con uno de los hombres que viera en el castillo. Los dos se miraron, mudos de sorpresa, y retrocedieron, asombrados.

—¡Bill Smugs!

—¡Jack! ¿Qué diablos haces entrando de esa manera? ¡Te tomé por un ladrón!

—¡Troncho! ¡Me ha magullado usted bien! —exclamó Jack, frotándose.

Se puso a tiritar violentamente otra vez. Bill se fijó en la empapada ropa y el pálido semblante del niño, y le empujó hacia el fuego, sobre el que hervía un escalfador lleno de agua.

—¿Qué has estado haciendo? ¡Estás chorreando! Pillarás un catarro formidable. ¿Dónde están los otros? Cuando llegué hoy a preguntarle a la señora Mannering si podía darme alojamiento una noche o dos, me encontré la casa cerrada y desierta.

—Entonces, ¿cómo pudo usted entrar? —preguntó Jack, disfrutando del calor del fuego.

—Oh, no me faltan medios. Creí que os habríais marchado todos de merienda; conque aguardé a que regresarais; pero no aparecisteis. Conque decidí pasarme la noche aquí solo e investigar mañana para saber qué había sido de vosotros. Luego oí ruidos misteriosos, creí que se trataba de un ladrón y… ¡te pillé a ti!

—Miré por la ventana y no pude ver quién era el que estaba sentado en el sillón, conque decidí entrar sin hacer ruido a echar una mirada —explicó Jack—. ¡Oh, Bill, no sabe cuánto me alegro de verle! ¡Estamos en peligro!

—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió Bill, sorprendido—. ¿Dónde están las niñas? ¿Y Jorge?

—Es una historia larga, pero tendré que contársela desde el principio. ¿Y si bebiéramos algo caliente mientras hablamos? A mí no me iría mal. Y el agua está hirviendo.

—Estaba a punto de decir eso yo —contestó el hombre—. Te irá bien tomar una taza de cacao caliente y unas galletas. Me alegro de que hayas dejado de tiritar. A propósito, ¿dónde está la señora Mannering? ¡No me digas que se encuentra en peligro también!

—Oh, no. Se ha marchado a cuidar a la tía de Jorge… tía Polly… que está enferma otra vez. A ella no le pasa nada.

Bill hizo una jarra de cacao, encontró unas galletas y se lo dio todo a Jack, que había entrado ya un poco en reacción. Se había quitado la ropa mojada, poniéndose un batín.

—No debiera estar perdiendo el tiempo así —dijo—, encontrándose los otros en peligro. Pero tendré que contarle toda la historia y dejar que decida usted lo que se debe hacer.

—Ya puedes empezar.

Conque Jack empezó y Bill le escuchó con creciente interés y asombro. Rompió a reír al enterarse de la idea que había tenido Jorge de esconderse dentro de una armadura.

—¡Qué característico es Jorge! Y ¡qué buena idea! A esos hombres jamás se les hubiera ocurrido pensar que pudiera estarse ocultando allí.

Se puso muy serio a medida que fue conociendo los sucesos. Sacó la pipa, y no apartó un instante la mirada de Jack. El colorado rostro aún se tornó más encendido a la luz del fuego, y la calva le brillaba.

—Es una historia extraordinaria, Jack —dijo por fin—. Hay mucho más en este asunto de lo que tú te supones. ¿Cómo eran esos hombres? Descríbelos. ¿Había entre ellos alguno que tuviera una cicatriz que le cruzase la barbilla y el cuello?

—No —respondió el niño, después de reflexionar unos instantes—. Ninguno, que yo sepa. Saqué una buena instantánea de uno de ellos, sin embargo, cuando estuvieron en el nido de las águilas. Recordará que le dije que tenía la máquina asomando por el matorral para fotografiar a los pájaros. Bueno, pues le saqué una «foto» cuando una de las águilas le atacó. Retraté a los dos en realidad, pero por desgracia, uno de ellos había vuelto la cara en aquel instante y no le pillé la cara.

—¿Tienes ahí esas instantáneas? —preguntó Bill con avidez.

—Tengo la película —contestó el niño, señalando el gorro impermeable que había dejado sobre la mesa—. Está ahí dentro. No está revelado aún, Bill.

—Bueno, pues mientras tú echas un sueño, la revelaré yo. He visto que te has instalado un cuartito oscuro cerca del vestíbulo. Tienes todo lo necesario allí, ¿verdad?

—Pero… pero… ¿no debiéramos volver inmediatamente a salvar a las niñas?

—Tendré que ir a la población donde me encontrasteis el otro día —repuso Bill— a recoger a unos cuantos hombres y tomar otras medidas. Si esos hombres están haciendo lo que yo creo que hacen, tenemos una buena oportunidad para cazarlos a todos. No creo que les hagan ningún daño a las niñas.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Jack con curiosidad—. ¿Tienen algo que ver con la investigación en la que usted dijo que trabajaba, Bill?

—No puedo decírtelo aún. Lo dudo mucho; pero pronto lo sabré.

Hizo una pausa y miró a Jack.

—¡Con qué facilidad os metéis de cabeza en una aventura! —dijo—. ¡Jamás he conocido a quien os iguale en eso! Se me antoja que va a ser mejor que no me aparte de vuestro lado en todo el año. ¡Así tendré ocasión de compartirlas!

Echó a Jack en el sofá, le tapó con mantas, bajó la luz y se dirigió al cuarto oscuro con los rollos de película. Jack le había enseñado cuál era el que contenía la instantánea del hombre.

El niño durmió apaciblemente, porque estaba rendido. Llevaba durmiendo un rato cuando le despertó Bill al entrar en el cuarto excitado con una película en la mano.

—Siento despertarte, Jack; pero esto es verdaderamente maravilloso —dijo, alzando la película para que se viera al trasluz con ayuda de la claridad del amanecer que empezaba a filtrarse por la ventana—. Has retratado a este hombre a la perfección… todos los detalles están clarísimos. Es el hombre de la barba. Pero ¡fíjate!, tiene alzada la cabeza y se le ve todo el cuello, desde la barbilla hasta el pecho, porque está desabrochada la camisa. ¿Qué ves tú?

—Una señal… como una cicatriz larga —contestó Jack, incorporándose.

—¡Exacto! —sacó un librito de notas de bolsillo, extrajo de él una fotografía y se la enseñó a Jack—. Mira… ¿ves la cicatriz en la barbilla y el cuello de este hombre?

Jack vio un rostro afeitado en la fotografía, desfigurado por la terrible cicatriz que le surcaba la barbilla y la garganta.

—Es el mismo hombre, aun cuando pudiera no parecértelo, porque en tu «foto» lleva una barba negra que probablemente se dejó crecer en estos últimos tiempos. Pero la cicatriz sigue delatándole. Ahora ya sé con seguridad lo que están haciendo esos individuos en el castillo. ¡Llevo seis meses buscando a este tipo!

—¿Quién es? —preguntó Jack con curiosidad.

—Su nombre, su verdadero nombre, es el de Manneheim. Pero le llaman Cuello Cortado. Es un espía muy peligroso.

—¡Troncho! —exclamó el niño, boquiabierto—. ¿Andaba usted persiguiéndole?

—Me encargaron de que no le perdiese de vista y tomara nota de todos los pasos que diera. No debía detenerle, porque queríamos descubrir qué se llevaba entre manos esta vez y quiénes son sus amigos. Confiábamos poder cazarlos a todos entonces. Pero Cuello Cortado es un hombre muy listo, que tiene la facultad de desaparecer sin dejar rastro. Le seguí la pista hasta la población en que me encontrasteis. Y allí la perdí por completo.

—¡Se fue al castillo! —dijo Jack—. ¡Qué escondite más maravilloso!

—Me gustaría mucho conocer la verdadera historia de ese castillo —observó Bill, pensativo—. He de enterarme de quién es su propietario. ¿Sabes lo que hay al otro lado de la colina, Jack?

—No. Nunca hemos estado por allí. ¿Por qué?

—Oh, sólo quería saber si habíais oído hablar a alguien de eso. No puedo decirte más por ahora. ¡Caramba! ¡Cuánto me alegro de haberme tropezado con vosotros el otro día y de haber venido aquí a veros!

—Y yo también, Bill —dijo Jack—. ¡No tenía ni la más remota idea de lo que debía hacer! Ahora que está usted aquí, puedo dejarlo todo en sus manos.

—Sí que puedes. Bueno, me marcho con el coche a la población para hablar por teléfono allí y reunir unos cuantos amigos y algunas cosas necesarias. Tú duerme hasta que yo regrese. Te prometo que no tardaré un minuto más de lo absolutamente necesario.

Jack se echó de nuevo.

—No creo que haya pillado un catarro, después de todo —dijo—. ¡Qué suerte para mí que tuviera usted el fuego encendido, Bill!

—No había ninguna otra cosa con que hervir agua; conque tuve que encenderlo. No, tampoco creo yo que vayas a resfriarte. Podrás subir al castillo conmigo cuando vuelva, y enseñarme el camino.

—Pero ¿cómo entraremos? —gritó el niño al salir Bill en busca de su coche.

No hubo más contestación que el ruido del arranque del automóvil.

«Puedo dejarlo todo en manos de Bill —pensó Jack—. ¡Troncho! ¿Qué irá a suceder ahora?».