Capítulo XX

El singular relato de Jorge

—Más vale que nos echemos en la cama por si vuelven esos hombres —dijo Dolly—. ¿Qué harás si eso sucede, Jorge?

—Oiré rechinar la piedra y saltaré de la cama y me meteré debajo —contestó el niño—. No creo que sospechen que hay ninguna otra persona aquí. Y no es probable que se les ocurra de pronto hacer un registro en plena noche.

Había sitio de sobra para todos en el enorme lecho. El colchón era de edredón y, después de la dureza de la armadura, a Jorge aquello le pareció gloria. Dio principio a su relato en seguida.

—¿Recordáis cuando subisteis solas los escalones y me dejasteis aquí? —dijo—. ¡Estaba furioso por la forma en que os habían hablado, pero no podía hacer nada, claro está! Me quedé quieto Dios sabe cuánto rato y, al cabo de un tiempo, los tres hombres bajaron, cerraron la entrada tras ellos, y se sentaron a la mesa.

—¿Pudiste comprender su idioma? —preguntó Lucy.

—No, por desgracia. Sacaron mapas y se pusieron a trazar cosas en ellos, pero no pude ver de qué se trataba. Por poco perdí el equilibrio por mis esfuerzos por ver.

—¡El susto que les hubieras dado de haberte caído de narices! —rió Dolly—. Menos mal que no te ocurrió eso, sin embargo.

—Bueno, pues estuvieron sentados la mar de tiempo hablando y consultando los mapas y luego comieron opíparamente. Abrieron un montón de latas. Se me hacía la boca agua viéndoles.

—¡Pobre Jorge!… ¿No has comido nada? —le preguntó Lucy.

El niño movió afirmativamente la cabeza.

—No te preocupes. En cuanto los hombres desaparecieron escalera arriba y cerraron el agujero, bajé de mi pedestal y acabé con todo lo que habían dejado. Tuve que confiar en que no se darían cuenta de que había desaparecido. Pero tenía tantas ganas de comer y de beber, que me tuvo sin cuidado lo que sucediese. No sabéis lo raro que resultaba ver todas las demás armaduras alrededor. ¡Casi esperaba que se acercaran a hacerme compañía!

—¡No digas esas cosas! —exclamó Lucy, con cara de susto.

Contempló con los ojos muy abiertos la hilera de armaduras y se las imaginó de pronto en ruidoso movimiento.

Jorge se echó a reír y le dio a Lucy un golpecito cariñoso.

—Me costó la mar de trabajo beber —dijo—. No podía echar la cabeza hacia atrás bien con todo ese hierro puesto. La mitad se me cayó dentro, y quedé espantado ante la posibilidad de que me salieran charcos de los pies cuando volviera a mi sitio.

Las niñas no pudieron menos de reír. Jorge sabía contar las cosas bien, de suerte que les parecía estar viendo todo lo que relataba.

—Bueno, pues regresé a mi pedestal sintiéndome mucho mejor, y no llevaba más de veinte minutos allí, cuando volvieron los hombres. Entonces sucedió algo extraordinario.

—¿Qué? —preguntaron las niñas a coro, conteniendo el aliento.

—¿Veis ese tapiz…, el de los caballos y los perros? —dijo Jorge, señalando—. ¿El que está enfrente mismo de mi armadura? Bueno, pues, ¡hay una puerta secreta detrás! —Hizo una pausa mientras las niñas contemplaban el tapiz y volvían a mirarle a él—. Los hombres charlaron un rato. Luego uno de ellos se acercó al tapiz. Lo alzó y lo colgó en ese clavo que veis, para sujetarlo. Lo vi todo perfectamente por la visera. Al principio no comprendí qué era lo que estaba haciendo, porque la pared parecía de piedra muy sólida en toda su gran extensión.

—Y…, ¿no lo era? —inquirió Lucy, excitada.

—No. Parte de ella no es más que una losa delgada, no gruesa y sólida como el resto de las paredes. ¡Y se descorre! Cuando se hubo descorrido, el hombre se metió en el hueco que quedaba y tanteó la pared de dentro. En uno de los lados del hueco había una puerta que abrió. Y, ¡los tres se marcharon por ella!

—¡Cielos! —exclamó Dolly—. ¿Adónde fueron?

—No lo sé —contestó Jorge—. Pero ¡daría cualquier cosa por saberlo! Aquí hay un secreto…, un misterio muy grande. Estos hombres no están haciendo nada bueno. ¿Por qué han de venir unos extranjeros…, porque dos de ellos son extranjeros, se les conoce por el acento…, para qué han de venir unos extranjeros a un sitio solitario como éste y esconderse, y celebrar reuniones, y usar habitaciones y puertas secretas?

—¿Quieres que veamos adónde conduce la puerta? —le preguntó Dolly, dominada por la curiosidad.

—No, no lo hagamos —atajó Lucy, que ya consideraba haber pasado suficiente emociones en un solo día.

—Eres una criatura —anunció Dolly, con desdén.

—Eso no es verdad —dijo Jorge—. Lo que pasa es que no tiene tanta resistencia como tú ni es tan dura. Sea como fuere, creo que sería un error meternos detrás de ese tapiz ahora. Si los hombres regresaran y vieran que habíamos descubierto su puerta secreta. Dios sabe lo que serían capaces de hacer. ¡A lo mejor no volvía a saberse más de nosotros!

Dolly guardó silencio. Tenía unas ganas enormes de ponerse a explorar detrás del tapiz. Pero sabía que tenía razón Jorge. Debía aguardar. Empezó a contarle cómo habían pasado el día en el patio con Jack. Jorge se alegró mucho de que a Jack no le hubiesen atrapado.

—Bueno, pues son dos las personas de cuya presencia aquí no tiene noticia esa gente —dijo—: Jack y yo. Eso es bueno. Mientras crean que sólo tienen que habérselas con dos niñas, no estarán muy en guardia.

Le habló a continuación Dolly del mensaje mandado a Tassie. Jorge escuchó pensativo. Y se les fue el alma a los pies cuando luego observó:

—La idea era buena; pero me temo que de nada ha de servir. ¡Habéis olvidado que Tassie no sabe leer ni escribir!

Las dos niñas se miraron, consternadas. Sí que se habían olvidado de eso. Naturalmente, Tassie no tendría la menor idea de lo que aquella nota significaba. ¡Qué golpe! Lucy puso cara compungida al pensar que su buena idea no había sido una idea tan buena después de todo. Jorge la rodeó con un brazo y le dio un apretoncito amistoso.

—No te preocupes. Quizá tenga Tassie el sentido común de enseñarle la nota a alguien que sepa leer. ¡Anímate!

La conversación aquella había requerido tiempo. Las niñas empezaron a tener sueño. Los tres habían hablado sentados encima de la cama. Lucy se echó y cerró los ojos. Dolly y Jorge charlaron un rato más, y luego se echaron también. Jorge, cansado tras el largo día dentro de la armadura, se durmió profundamente en seguida.

Dolly se despertó de pronto dos o tres horas más tarde al oír rechinar la piedra de la entrada. Al principio no reconoció el ruido; luego, de pronto, comprendió lo que era. Todos los sucesos del día se le agolparon a la mente en un instante. Ni Jorge ni Lucy se despertaron. Dolly sacudió al muchacho con desesperación.

—¡Jorge! —susurró—. ¡Despierta! ¡Aprisa! ¡Métete debajo de la cama! ¡Están aquí!

El niño rodó de la cama medio dormido y se metió debajo en el preciso momento en que bajaba el primer hombre la escalera. Dolly se quedó quieta, como si durmiera. Lucy no se movió.

El hombre, que había oído el ruido hecho por Jorge al caer de la cama, miró en dirección al lecho con desconfianza. Subió la mecha del quinqué, que se había consumido casi, y se acercó. Casi tocó con la puntera del zapato al muchacho agazapado debajo de la cama. Retiró las pesadas cortinas que colgaban del dosel y contempló a las niñas. A Dolly le pareció que el hombre debía darse cuenta de que ella estaba despierta. Las miró a las dos unos segundos, y luego dejó caer nuevamente los cortinajes. Evidentemente supuso que estaban dormidas de verdad. Ni por un momento se le ocurrió pensar que pudiera haber un niño junto a sus pies.

Dolly, atisbando por entre las pestañas, vio que había cinco hombres allí, dos de los cuales no habían visto antes. Hablaban un idioma que ella no era capaz de comprender. Uno de los que ya conocía abrió el cajón de una cómoda y sacó un rollo de mapas que echó sobre el centro de la vieja mesa. Luego fueron extendiendo uno por uno los mapas, discutiéndolos al parecer. Por último los volvieron a guardar y echaron la llave al cajón. Con gran alegría de Dolly, el de las enmarañadas cejas alzó a continuación el tapiz de una de las paredes y dejó al descubierto el lugar en que se hallaba la puerta secreta. Uno de los hombres le posó la mano en el brazo, diciéndole algo en voz baja y señalando con la barbilla hacia la cama. Después cruzó rápidamente el cuarto y juntó los gruesos cortinajes, de suerte que Dolly ya no pudo ver nada más. ¡Qué rabia! No se atrevió a atisbar por una rendija porque estaba segura de que la verían si lo intentaba.

Ya no pudo, después de eso, hacer otra cosa que estarse quieta y escuchar, preguntándose qué estaría sucediendo. Oyó el ruido de algo que resbalaba, un chasquido, un golpecito, y el sonido de una llave que giraba en una cerradura. Luego percibió las voces de nuevo. A continuación, llegó a sus oídos rumor de pisadas en la escalera, y arriesgó una mirada para ver de quiénes se trataba. Eran los tres hombres conocidos. Los otros evidentemente, habían marchado por la puerta secreta adonde ésta condujera. Resultaba la mar de misterioso todo. Rechinó la piedra. Se hizo el silencio. Dolly asomó la cabeza. No había nadie en la cámara. El tapiz volvía a colgar como antes de la pared. Llamó quedamente a Jorge, que salió de debajo de la cama.

—No despiertes a Lucy, porque se asustará y será incapaz de volverse a dormir —susurró el niño—. ¿Viste mucho, Dolly?

—Bastante —repuso ella, contándoselo.

Jorge la escuchó atentamente.

—¡Cinco hombres ahora! —murmuró—. ¿Qué estarán haciendo? Ya ves, Dolly, como era mucho mejor no andar enredando con la puerta secreta esta noche. ¡Nos hubieran pescado si llegamos a hacerlo!

—Es verdad. Jorge, ¿qué crees tú que hacen aquí?

—No lo sé. Si pasáramos por la puerta esa y descubriéramos adonde conduce, quizá descubriéramos su secreto. Pero hemos de esperar y no meternos de cabeza en las cosas sin pararnos a reflexionar.

—Yo no creo que vuelvan ya, ¿qué te parece? ¿Crees que será mejor que duermas debajo de la cama por sí acaso? Hiciste la mar de ruido al bajar.

—Quizá sea mejor —asintió el niño.

Quitó una de las mantas de la cama, y se metió debajo de ésta, instalándose lo más cómodamente posible.

—¿Vas a ponerte la armadura otra vez mañana? —preguntó de pronto Dolly.

—¡Quiá! Me esconderé debajo de la cama. Estoy seguro de que a los hombres no se les ocurrirá buscar a alguien que no saben que está aquí. ¡No siento ganas de volver a ver una armadura en mi vida! No sabes tú lo incómodas que son.

Se durmieron otra vez, y ya nada turbó su sueño en toda la noche. No podía saberse allá abajo si era de día o no, pero el reloj de Dolly marcaba las siete y media cuando despertó. El malhechor entró en la habitación.

—Bueno —dijo—, podéis pasar ya el resto del día fuera. ¡Pero ojo con alejaros! Queremos que estéis siempre al alcance de nuestras llamadas. Os ocurrirá algo muy desagradable como no hagáis lo que os digo.