Lucy tiene una idea
Las muchachas rondaron por el patio durante todo el día, sin alejarse mucho del risco para poder hablar con el aburrido Jack, que permanecía en su escondite. Se preguntaron más de una vez cómo le iría a Jorge en la cámara. ¿Le habrían descubierto?
—Es una lástima que hablen esos hombres entre sí en un idioma que no comprendemos —dijo Dolly—. Si hablaran en inglés, Jorge podría enterarse de la mar de secretos estando allí tan cerca de ellos.
—Sí que podría —contestó Lucy—. Pero ojalá no estuviese allá abajo. Si yo me encontrara en su lugar, ¡lo asustada que estaría dentro de una armadura que pudiera hacer ruido al menor movimiento!
—Jorge no estará asustado —dijo Dolly—. Casi nunca se asusta de nada. Seguramente estará disfrutando.
No lo creyó así Lucy, sin embargo. Le pareció una tontería que Dolly dijese cosa semejante. Aunque, claro, Dolly no le tenía tanto cariño a su hermano como ella al suyo. Malo era que Jack se viese obligado a esconderse en aquel matorral tan horrible; pero ¡peor hubiese sido que se hallara en la cámara oculto con aquellos hombres, expuesto a que le descubriesen en cualquier momento!
—¡Anímate! —le susurró Jack desde su escondite, viendo su expresión de tristeza—. Ésta es una aventura, ¿sabes?
—Las aventuras sólo me gustan después de que han pasado —contestó Lucy—. No me gustan mientras suceden. Yo no quiero esta aventura poco ni mucho. No la buscamos. ¡Parece como si hubiésemos caído, sin más ni más, en pleno jaleo!
—Bueno; tú no te alarmes. Supongo que todo acabará bien —la consoló su hermano.
Pero la pobre Lucy no veía cómo podía acabar bien aquello. Estaba bien claro que ninguno podría salvarles.
Tomaron el té en el risco, pasándole la comida por entre las ramas a Jack, que se sentía entumecido ya y estaba deseando salir a estirar las piernas. Pero no se atrevía. Era preferible aguardar a la noche para hacerlo.
Empezó a ponerse el sol. «Kiki», aburrido de su largo encierro, se volvió charlatán. Las niñas le dejaron hablar, vigilando entretanto por si aparecieran los hombres y le oían.
—Pobre «Kiki». ¡Qué lástima, qué lástima, qué lástima! ¡Poned el escalfador al fuego! ¡Dios salve al rey! ¡Vamos, vamos, vamos, atención, por favor! Sentaos derechos. ¿Cuántas veces he de deciros que no deis silbidos?
Las niñas rieron. «Kiki» tenía mucha gracia cuando hablaba sin parar, porque empleaba cuantas frases conocía, pronunciándolas todas atropelladamente, una tras otra, fundiéndolas entre sí de una manera desconcertante.
—¡Buen chico, «Kiki»! —dijo Jack, rascándole la cabeza—. Estás aburrido, ¿verdad? No te preocupes, volarás un rato por ahí cuando anochezca. ¡No te pongas a imitar locomotoras o harás que nuestros enemigos salgan corriendo a ver qué pasa!
El sol descendió más hacia el ocaso. Las sombras empezaron a alargarse y, por fin, se hizo el crepúsculo en todo el patio. Las estrellas salieron una por una, pinchando la bóveda celeste aquí y allá.
Los hombres salieron: dos de ellos juntos. Llamaron a las niñas.
—¡Eh, nenas! ¡Más vale que bajéis o dormir!
—No nos importa la oscuridad. Nos quedaremos un poco más —gritó Dolly, que quería dar una vuelta por el patio con Jack antes que ella y Lucy se retiraran a la habitación secreta.
—Bueno, pues bajad dentro de media hora —dijo el barbudo—. Será noche cerrada para entonces, y estaréis mejor dentro.
Desaparecieron. Dolly bajó de las rocas y les siguió, silenciosa. Los vio bajar por los escalones de la cámara oculta. Luego percibió el rechinar de la piedra al ocupar nuevamente su sitio. Regresó corriendo al patio.
—Vamos, Jack —susurró—. Los hombres han bajado a la habitación subterránea y casi es de noche del todo ya. No correrás peligro saliendo.
Encantado de poder salir de su incómodo escondite, el niño se abrió paso entre los pinchos. Se puso en pie con alivio, y estiró los brazos por encima de la cabeza.
—¡Troncho! ¡Qué entumecido estoy! —dijo—. Andad, vamos a dar un paseo andando aprisa. La curiosidad es ya demasiado grande para que me vean.
Echaron a andar, cogidos del brazo. No habían cruzado más de medio patio, cuando algo surgió de las sombras y se lanzó sobre ellos, casi derribando al niño. Se detuvo con sobresalto.
—¿Qué es esto? ¿Dónde está mi lámpara?
La encendió aprisa, apagándola de nuevo en seguida, por si alguno de los hombres se hallaba en la vecindad. Exhaló una exclamación:
—¡Es «Botón»! ¡Nuestro querido «Botón»…! ¿Cómo llegaste aquí? ¡Cuánto me alegro de verte!
«Botón» hizo ruiditos de felicidad, rodó por el suelo como un perrito, lamió a las niñas y a Jack, y dio toda clase de muestras de estar loco de contento. Pero no hacía más que correr hacia un lado y volver y los otros comprendieron que había acudido en busca de su amito Jorge.
—No puedes ir con Jorge, «Botón» —le anunció Jack, acariciando al cachorro—. Tendrás que conformarte con nosotros; Jorge no está aquí. Lo tenemos muy bien escondido.
El cachorro soltó una especie de ladrido y «Kiki», posado en el hombro de Jack y poco contento, por lo visto de que «Botón» hubiera llegado, imitó inmediatamente el ladrido. «Botón» saltó, intentando alcanzarle, pero no pudo. «Kiki» hizo un ruido burlón que hubiese enfurecido al zorrito, de haberle éste comprendido. Pero afortunadamente no lo comprendió.
—¡Jack! ¡Tengo una idea! —exclamó Lucy, asiendo del brazo a su hermano.
—¿Cuál?
—¿No podemos usar a «Botón» como mensajero? ¿No podemos mandarle otra vez a Tassie con una nota pidiéndole que consiga ayuda? Es seguro que «Botón» volverá a su lado al no encontrar a Jorge porque, después de Jorge, es a ella a quien más quiere. ¿No podemos hacer eso?
—¡Jack! ¡Es una buena idea la de Lucy! —exclamó Dolly, excitada—. «Botón» es el único de nosotros que sabe cómo salir de aquí. Podría ser nuestro mensajero.
Jack reflexionó.
—He de reconocer —dijo por fin— que la idea parece buena y que vale la pena intentarlo. Nada se perderá con ello, por lo menos. Bueno, «Botón» será nuestro mensajero.
Sacó del bolsillo un librito de notas, arrancó una página, escribió unas palabras en lápiz y se las leyó a los otros.
«Tassie, estamos prisioneros aquí. Obtén ayuda tan aprisa como puedas. Es posible que nos encontremos en grave peligro».
Lo firmaron todos. Luego el niño dobló el papel y se preguntó cómo se las arreglaría para que la llevase «Botón». Por fin se le ocurrió un medio. Tenía un trozo de cuerda en el bolsillo. Empezó por atar bien la nota y envolverla en el cordel, luego sujetó éste al cuello del cachorro, todo lo fuerte que pudo porque sabía que si la dejaba un poco suelta, el animal acabaría quitándosela.
—Vaya —dijo por fin, satisfecho con su obra—. No creo que «Botón» pueda deshacerse de eso. Y la nota va bien sujeta. Le he hecho una especie de collar, con el papel delante, debajo del hocico.
—Vuelve a Tassie, «Botón» —dijo Lucy.
Pero «Botón» no la comprendió. Seguía confiando que aparecería Jorge, y no quería marcharse sin haberle visto. O, mejor aún, se quedaría con él si era posible. Conque corrió de un sitio Dará otro buscando a su amo, deteniéndose de cuando en cuando para quitarse aquel engorro del cuello, sin lograrlo.
De pronto uno de los hombres gritó una llamada, haciendo dar un brinco de sobresalto a todos.
—¡Entrad ya, niñas!
—Buenas noches, Jack. Es preciso que nos vayamos —susurró Lucy, dándole un abrazo a su hermano—. Espero que no posarás demasiado incómoda la noche. Llévate algunas de nuestras mantas al matorral cuando te retires a dormir.
—No volveré a ese maldito matorral hasta Dios sabe cuándo —contestó Jack, que estaba ya harto de su escondite y hubiese querido no volverlo a ver—. Buenas noches. No os inquietéis por nada. En cuanto «Botón» vuelva a Tassie, ella se encargará de buscar ayuda.
Las niñas le dejaron en el oscuro patio. Entraron en el vestíbulo. Vieron la débil luz del quinqué brillar en la cámara secreta. Bajaron los escalones de piedra y echaron una rápida mirada a su alrededor. ¿Seguía Jorge metido en la armadura? Les era imposible saberlo. Estaban todas colocadas en su sitio, pero no había manera de averiguar si Jorge ocupaba una de ellas.
—Os vamos a encerrar aquí —dijo el de las enmarañadas cejas, más feo que nunca su rostro a la luz del quinqué—. Podéis usar esa cama para dormir. Os volveremos a ver por la mañana.
Subió la escalera y luego la piedra giró hasta tapar el agujero. Las niñas estaban prisioneras de nuevo. Permanecieron unos segundos escuchando. No se oía nada.
—¡Jorge! —susurró Lucy, mirando hacia la armadura en que le viera la última vez—. ¿Estás ahí? ¡Háblanos!
—Aún estoy aquí —respondió el niño, sonando extrañamente hueca su voz—. Mas espero que jamás tendré que pasar otro día como éste. Voy a salir de esta armadura. ¡No puedo soportarla un instante más!
—Oh, Jorge, ¿tú crees que eso es prudente? —exclamó Dolly con ansiedad—. ¿Y si volviesen esos hombres?
—No creo que lo hagan. Pero, si vuelven, lo siento, porque no puedo remediarlo. Estoy desesperado. Tengo entumecidos todos los miembros. Estoy cansado de estar quieto. Y he tenido que hacer esfuerzos para no estornudar, tres veces por lo menos. La tensión ha sido terrible.
Sonó un ruido metálico al empezar el niño a salir de la armadura, cosa que hizo con bastante torpeza, porque estaba muy entumecido.
—Lo peor del caso fue que mi sapo no pudo aguantar esto, y se escapó por una ranura y se puso a correr y a saltar de ahí —dijo Jorge—. Los hombres le vieron, y quedaron la mar de sorprendidos.
Dolly se puso a mirar inmediatamente a su alrededor en busca del sapo, temiendo que se hallara cerca de ella.
—¡Pobre Jorge! —murmuró Lucy, acudiendo en su ayuda—. Debes haber pasado un día terrible.
—Así es. Pero ¡no me hubiera perdido por nada del mundo! ¡Troncho! ¡La de cosas que he descubierto! Por ejemplo: hay una salida secreta de esta cámara…, ¡detrás de ese tapiz!
—¡Oh! —exclamó Lucy, contemplando el tapiz como si esperara verse abrir ante sus ojos una puerta secreta—. ¿De veras? ¿Cómo lo sabes?
—Ya os lo contaré todo cuando me quite esta armadura. ¡Caramba! ¡Dios quiera que no vuelva a tenérmela que poner! No podéis imaginaros el calor que hace dentro. Vaya…, ¡ya estoy fuera, gracias a Dios! Ahora, permitidme que me estire un poco.
—Y, luego, cuéntanos todo lo que ha ocurrido aquí hoy —dijo Dolly, ansiosa de saberlo—. ¡Apuesto a que tienes cosas emocionantes que contarnos!
Y no se equivocaba, como no tardaremos en ver.