Capítulo XVIII

Prisioneros en el castillo

—Sólo vinimos a ver el castillo —dijo Dolly, intentando impedir que le temblara la voz—. ¿Es de ustedes? No lo sabíamos.

—¿Cómo encontrasteis esta habitación? —preguntó el barbudo, frunciendo el entrecejo.

—Accidentalmente —contestó Dolly—. ¡Nos quedamos más sorprendidas! Por favor, déjennos marchar. No somos más que dos niñas, y no lo hicimos con mala intención.

—¿Sabe alguno de fuera que nos encontramos en este castillo o algo relacionado con este cuarto?

—Nadie —respondió Dolly, sin mentir—. Jamás les hemos visto a ustedes hasta este momento, y sólo hemos encontrado el cuarto hoy. Por favor, déjennos marchar.

—Supongo que lleváis molestando por aquí varios días. Hemos encontrado vuestras cosas. ¡Moscas! ¿Quién os mandó meteros en casa ajena?

—No sabíamos que perteneciera a nadie el castillo —repitió Dolly—. ¿Cómo íbamos a saberlo? Nadie viene aquí nunca. Los del pueblo están todos asustados del lugar.

—¿Hay alguien con vosotras? —preguntó el barbudo, con desconfianza.

—Ya lo pueden ver ustedes por sí mismos —contestó Dolly, rogando al cielo que no se les ocurriera examinar las armaduras.

—Hemos registrado todo el recinto —le dijo al de las enmarañadas cejas el tercero—. No hay nadie más aquí, eso sí que lo sabemos.

—Por favor, déjennos marchar —suplicó Dolly—. No volveremos aquí, se lo prometemos.

—Ah, pero volveréis a casa y contaréis las cosas que habéis visto y averiguado aquí, ¿eh? —dijo el barbudo, con horrible voz sedosa—. No, pequeñas, tendréis que quedaros aquí hasta que hayamos terminado nuestro trabajo. Entonces, cuando ya no importe, quizás os dejemos marchar. ¡Dije «quizá»! Todo depende de vuestro comportamiento.

Jorge tembló de ira dentro de la armadura. ¿Cómo se atrevían aquellos hombres a hablar de esa manera a dos niñas aterradas? Pero no se atrevía a descubrirse. Con ello sólo empeoraría las cosas.

—Bueno —dijo el barbudo—, tenemos asuntos que tratar. Podéis salir de este cuarto, pero no os alejéis de aquí.

Con gran alivio de las niñas, los hombres les permitieron que subieran la escalera al vestíbulo. Luego se cerró el agujero de nuevo y se quedaron solas.

—Tenemos que escapar —susurró Dolly, asiendo de la mano a Lucy—. Hemos de huir en seguida y volver con ayuda para salvar a Jorge. No me atrevo ni a pensar lo que le sucedería si estos hombres le encontraran.

—¿Dónde está Jack? —sollozó Lucy—. Le necesito.

Jack no andaba lejos. En cuanto oyó que se cerraba el agujero y reconoció la voz de las niñas, salió de la sala. Lucy le vio y corrió hacia él con alegría. El muchacho la rodeó con sus brazos y le dio unos golpecitos cariñosos.

—Tranquilízate, Lucy, tranquilízate… Pronto saldremos de aquí y buscaremos ayuda para salvar a Jorge. No te preocupes. No llores más.

Pero Lucy no podía contener el llanto, aunque ahora lloraba por el alivio que sentía al encontrarse al lado de Jack de nuevo, más bien que porque estuviese asustada. El niño las guió hacia la escalera que conducía a las habitaciones superiores del castillo.

—Cruzaremos el tablón en menos de lo que canta un gallo —dijo—. Una vez fuera estaremos seguros. Y no tardaremos en salvar a Jorge. No tengáis miedo.

Subieron y avanzaron por el corredor, iluminado a medias por las alargadas ventanas. Llegaron al cuarto en que tenían instalado el puente.

Dolly corrió, con alivio, hacia la ventana, ansiosa de respirar aire libre. Pero se detuvo consternada. Allí no había ningún tablón.

—¡Nos hemos equivocado de cuarto! —dijo—. ¡Oh, Jack, por favor, encuentra el verdadero!

Se dirigieron a la habitación vecina. Pero tampoco estaba allí la tabla. Pasaron a la siguiente. El resultado fue idéntico.

—Eso es uno de esos sueños horribles —dijo Dolly, temblando—. Entraremos en un cuarto tras otro y…, ¡no estará el tablón en ninguno! Oh, Jack…, ¿tú crees que es una pesadilla de verdad?

—Lo parece —contestó el muchacho—. A ver…, estamos excitados y por eso no damos pie con bola. Vamos a hacer una cosa…, empezaremos por un extremo del corredor e iremos entrando en todas las habitaciones, una por una. Así encontraremos la que buscamos.

Pero no dieron con ella. En ninguno de los cuartos apareció la tabla. Al llegar al último, los niños hicieron una pausa.

—Me temo —dijo Jack—, me temo muchísimo… que esos hombres han descubierto por dónde entrábamos y han quitado la madera.

—¡Oh! —exclamó Dolly, sentándose de pronto en el polvoriento suelo—. Las piernas no quieren sostenerme ya. Supongo que no nos hubieran dejado salir a Lucy y a mí de no haber descubierto el tablón y tomado medidas para que nos resultara imposible huir.

—Sí…, si nos hubiésemos parado a pensar un poco, lo hubiéramos comprendido desde el primer instante —repuso Jack, sombrío. También él se sentó en el suelo a reflexionar—. ¿Dónde habrán metido la tabla? Quizá sea una buena idea buscarla.

—A lo mejor no han hecho más que darle un empujón a la punta para que cayera al suelo afuera —dijo Dolly, con desaliento.

—No, eso sí que no lo harían. Por si acaso había fuera otra persona que conociese el camino —dijo Jack—. Más vale que la busquemos.

Conque miraron por todas partes, aunque sin hablar ni rastro del tablón. Donde quiera que estuviese, lo habían escondido demasiado bien para que pudieran encontrarlo. Se dieron por vencidos al fin.

—Bueno, y ¿qué hacemos ahora que no podemos escaparnos? —quiso saber Dolly—. Haz el favor de no dar tanto respingo, Lucy. No se adelanta nada con ello.

—Déjala en paz —intervino Jack, que compadecía a su hermanita—. Esto es serio. Henos aquí, empantanados en este castillo sin medio alguna de escaparnos… y Jorge allá abajo, en la cámara secreta y en gran peligro de ser descubierto. No tiene más que estornudar o toser y, ¡ya está!

Lucy pensó en estas palabras con alarma. Se imaginó inmediatamente al pobre Jorge intentando ahogar estornudo tras estornudo.

—Al parecer, nos hemos metido de cabeza en algún misterio raro —observó el muchacho—. No acabo de entenderme aquí. Pero es gente peligrosa…, hombres de cuidado todos ellos. Deben pertenecer a una cuadrilla que no se dedica a nada bueno. Me gustaría echarles a perder los planes, sean éstos los que sean. Tal como están las cosas, sin embargo, eso es imposible. Lo único tranquilizador es que no saben que estoy «yo» aquí, ni que Jorge está escondido en el cuarto secreto.

—¡Si pudiéramos salir por lo menos! —suspiró Lucy—. Ya sé que tía Allie se ha marchado. Pero podríamos recurrir a un granjero o a alguien.

—No veo yo de qué manera hemos de poder salir ahora que nos han quitado la plancha —contestó Jack—. No creo que venga ya ni la propia Tassie, habiéndola amenazado su madre con una paliza si viene.

—Tenemos que evitar que esos hombres se enteren de que estás tú aquí también, Jack —dijo Dolly—. ¿Dónde te esconderás para estar seguro?

—En el centro de mi matorral. Ése es el lugar más seguro. Bajad vosotras hasta el vestíbulo a ver si sigue cerrada la cámara. Si lo está, saldré al patio y me subiré al risco. Vosotras podéis sentaros en las rocas vecinas y decirme en un susurro todo lo que pase.

—¡Ojalá supiésemos cómo se las arregla «Botón» para entrar y salir! —exclamó Dolly—. De saberlo, hubiéramos podido probar el mismo camino. Sólo que supongo que, si se trata de una madriguera, será demasiado estrecha para nosotros.

Bajaron al vestíbulo. La losa seguía cubriendo la entrada secreta. Le hicieron una seña a Jack, y éste cruzó a toda prisa, salió al patio y escaló el risco, metiéndose en el centro del matorral. Las niñas se encaramaron a las rocas para estar cerca de él. Desde allí podían ver bien el castillo y todo lo relacionado con él. Abrieron un paquete de provisiones y empezaron a comer, aunque a Lucy casi se le atragantaba cada bocado. Le dieron a Jack su parte por entre las ramas.

—Menos mal que vinimos tan cargados de comida —dijo Dolly—. Si hemos de estar prisioneros Dios sabe cuánto tiempo, nos vendrá divinamente.

—Si vuestra madre no se hubiese marchado —observó Lucy—, hubiera estado alarmada al ver que no volvíamos y hubiese mandado a gente en busca nuestra al castillo. ¡Qué mala pata que haya tenido que ausentarse ahora precisamente! Nadie nos echará de menos.

—¡Chitón! ¡Ahí vienen dos de los hombres! —anunció Dolly—. ¡No digas una palabra, Jack!

Los dos hombres dieron un grito llamando a las niñas. Dolly contestó con hosquedad. Les hicieron señas para que bajaran de las rocas.

—¿Encontrasteis vuestro tabloncito? —inquirió, con exagerada cortesía el barbudo. Y el otro se echó a reír.

—No. Se lo llevaron ustedes —respondió con aspereza la niña.

—Claro. ¡Era tan buena idea la vuestra…! Pero no nos gustó —dijo el hombre—. Ahora no podéis escaparos y lo sabéis ya. Conque os permitiremos que permanezcáis aquí, en el patio, sin molestaros. Y cuando llegue la noche, podréis dormir tranquilamente en la cama de abajo, porque nosotros tenemos trabajo que hacer y marcharemos. Pero os prohibimos que subáis a los torreones ni a ninguna otra parte si a eso viene. No pensamos daros ocasión para que hagáis señales pidiendo ayuda. Entended bien que, si nos desobedecéis, os arrepentiréis de haberlo hecho. Probablemente os encerraremos, en ese caso, en una mazmorra que conocemos, que está llena de ratas, de ratones y de cucarachas.

Dolly soltó un fuerte grito. El mero pensamiento la horrorizaba.

—Conque sed unas niñas buenas y obedientes —dijo el barbudo—, y nada os sucederá.

Permaneced siempre donde podamos veros…, en alguna parte de este patio. Y acudid cuando os llamemos. Tenéis provisiones de sobra, ya lo hemos visto. Y en la cocina hay agua, si os molestáis en sacarla con la bomba.

Las niñas no respondieron. Los hombres se alejaron, introduciéndose de nuevo en el castillo.

—¿Qué le estará pasando a Jorge? —murmuró Lucy, después de una pausa—. ¿Se morirá de hambre allá abajo? Ojalá pudiéramos salvarle.

—No tengas miedo, que no pasará hambre —dijo Dolly—. Hay comida en abundancia sobre la mesa y no tiene más que bajar de su pedestal para cogerla. ¡Si pudiéramos mandar aviso a Tassie! Quizás ella consiguiera ayuda. Pero no tenemos manera de mandarle ningún mensaje.

—Supongo que «Kiki» no iría, con un papelito atado a una pata como las palomas mensajeras, ¿verdad? No; estoy segura de que no abandonaría a Jack —murmuró Lucy—. Es un pájaro muy listo; pero sería pedirle demasiado que se convirtiera en mensajero nuestro.

No obstante, un mensajero apareció: un mensajero inesperado en verdad; pero ¡con cuánta alegría le recibieron!