Capítulo XVII

Continúan ocurriendo cosas

Los tres niños vieron cómo resbalaba la piedra hasta tapar el hueco como por obra de magia.

Jorge experimentó de pronto una gran inquietud.

—¡Dolly! ¡Deja que agarre yo ese pincho! Apártate. ¡Dios quiera que sirva para abrir otra vez!

Tiró del pincho. Pero éste no se movió. Probó en dirección contraria. El pincho continuó fijo.

—Cierra la entrada —dijo—; pero no la abre.

Miró a su alrededor en busca de otro pincho, o manivela, o palanca, o cualquier cosa que pareciera ofrecer posibilidades, pero nada vio.

—¡Tiene que haber algo! —exclamó—. De no haberlo, ese hombre no podría salir por la noche. Tiene que haber algo.

Las dos niñas estaban asustadas. No les gustaba estar encerradas así en una cámara subterránea. A Lucy le parecía como si todas las armaduras la estuviesen observando y gozando al verla tan aterrada.

—Pronto vendrá Jack —dijo Dolly—. Verá que el agujero está cerrado y lo abrirá usando el pincho del vestíbulo. No tenemos por qué preocuparnos.

—Supongo que tienes razón —respondió Jorge, con expresión de alivio—. Eres una idiota, Dolly. ¿A quién se le ocurre andar jugando con las cosas sin saber primero para qué sirven?

—Hubieras hecho tú lo mismo —contestó la niña.

—Está bien, está bien… —dijo Jorge.

Empezó a examinar la extraña estancia. Las armaduras le llamaban la atención. Le hubiera gustado ponerse una, aunque no fuese más que por el gusto de llevarla. Se le ocurrió una idea.

—¡Escuchad! ¡Voy a gastarle una broma a Jack! Me meteré dentro de una de estas armaduras. Luego, cuando Jack abra y baje, no le digáis dónde estoy. Bajaré de pronto de uno de estos pedestales en que están las armaduras y le daré un susto.

Las niñas se echaron a reír.

—Bueno —dijo Lucy—. Date prisa. ¿Sabes cómo ponértela?

—Sí. Lo probé una vez cuando tuvimos una en el colegio y nos dejaron examinarla. Es muy fácil cuando sabe uno cómo hacerlo. Podéis ayudarme.

Unos momentos más tarde se había puesto la armadura y calado el yelmo. Veía bien por la visera, pero a nadie se le hubiese ocurrido pensar que había nadie dentro. Subió al pedestal con gran ruido metálico. Las niñas se echaron a reír.

—¡El susto que se va a llevar Jack! —exclamó Lucy—. ¡Ya podía venir!

—¿Estás cómodo, Jorge? —inquirió Dolly, mirando a la armadura en que se hallaba su hermano, y que permanecía inmóvil en su pedestal, sin diferenciarse de los otros.

—Bastante —respondió el muchacho—. Pero ¡troncho! ¡No me gustaría ir a la guerra con esto puesto! ¡Sería incapaz de andar más de unos cuantos metros! ¡No comprendo cómo podían luchar así los soldados de antes!

Las niñas erraron por el cuarto. Contemplaron las escenas de los tapices. Se sentaron en los sillones. Tocaron las armas antiguas colgadas aquí y allá. Era, en verdad, un cuarto curioso.

—¿Qué estará haciendo Jack? —exclamó Lucy por fin, empezando a sentir ansiedad—. Tarda una barbaridad. Oh, Dolly, ¿tú crees que habrán vuelto esos hombres y le… le habrán capturado?

—No, no lo creo —repuso Dolly, que también empezaba a inquietarse—. No puedo imaginarme qué será lo que está haciendo. Después de todo, no tenía más que llamar a «Kiki», aguardar a que volara a él y luego seguirnos.

—Sabéis… —dijo una voz hueca desde el interior de la armadura—, ¿sabéis que no creo que los tres hombres a quienes vimos «fueran» los del castillo? Acaba de ocurrírseme…, ¡no pueden haberlo sido!

—¿Qué quieres decir? —exclamaron las dos niñas.

—Acordaos de dónde los vimos. Fue bastante lejos, por encima de la granja, ¿verdad? Sabemos que por allí no hay ninguna senda que conduzca aquí arriba. Y ahora que pienso en ello detenidamente, estoy bastante seguro de que eran hombres de la granja. Uno de ellos era ese individuo tan grandullón que vemos a veces cuando vamos a buscar los huevos.

Las niñas reflexionaron. Sí, allí era donde habían visto a los hombres, justamente por encima de la granja.

—Creo que tienes razón. Jorge —anunció Lucy, asustada—. Y de todas formas, si no querían ser vistos, hubiera sido estúpido ir por el camino de la granja, ¿verdad? Todos los perros de la finca les ladrarían y el granjero asomaría para ver por qué armaban tanto escándalo.

—Sí… y los perros no ladraron, porque los hubiésemos oído —dijo Jorge—. Conque eso demuestra que tenemos razón. ¡Caramba! ¡No creo que fuesen los hombres que vio Jack después de todo! Es muy posible que ésos no salieran del castillo y que anden rondando por aquí.

—No comprendo qué estará haciendo Jack —observó Dolly—. Ojalá viniese ya.

Jack tardaba mucho en volver, en efecto; pero no podía remediarlo. Había ido en busca de «Kiki», siguiéndole al cuarto amueblado en que ambos se refugiaran la noche anterior. Y de pronto,

¡había visto por la ventana a los tres hombres en un rincón del patio!

«¡Troncho! —pensó el niño—. Jorge se equivocó. ¡Los hombres qué ellos vieron no eran los del castillo! Serían de la granja. ¡Dios quiera que no se les ocurra bajar al cuarto subterráneo!».

Salió corriendo al vestíbulo, dirigiéndose al lugar en que debiera haberse hallado el agujero. Pero éste había desaparecido. La losa cubría nuevamente la entrada. Quedó sorprendido. No tenía la menor idea, naturalmente, de que Dolly hubiese encontrado la palanca interior y cerrado con ella desde dentro.

Reflexionó un instante. ¿Debía abrir el agujero y ver si los otros estaban abajo? ¿Entrarían el vestíbulo los hombres en el preciso momento en que lo estuviera haciendo?

Oía claramente sus voces ahora. Corrió de nuevo al cuarto amueblado, y tocando una silla al pasar, levantó una nube de polvo. Se acercó a la ventana grande y se ocultó detrás de la cortina sin atreverse a tocarla, por temor a que se le deshiciera entre las manos. Era evidente que los hombres aún estaban extrañados por el hallazgo de las bolsas con trozos de manzana. Bien a las claras se veían que sabían que había allí alguna otra persona más. Y de pronto, con gran consternación del niño, hallaron también la pila de cosas que trajeron aquella mañana. Lo habían trasladado todo a la entrada del castillo y lo examinaban concienzudamente.

Jack percibió algunas palabras, pero no pudo comprenderlas.

«Tendremos que marcharnos de aquí en la primera ocasión que se nos presente —pensó—. Podríamos meternos en un lío muy serio. ¡Ojalá no estuviesen aquí las niñas! ¡Si siquiera pudiese llevarlas hasta el cuarto en que tenemos puesto el tablón!».

Dos de los hombres entraron ahora en el castillo, con el evidente propósito de hacer un nuevo registro. El tercero se quedó en la entrada, fumando un cigarrillo y vigilando el patio.

Le resultaba imposible a Jack ir a abrir la entrada de la cámara secreta, porque el hombre de la puerta le hubiese visto. No le quedó más recurso que aguardar y confiar en que a ninguno de los hombres se le ocurriera bajar a la cámara antes de que lo hiciese él. Se quedó detrás de la cortina, por consiguiente, lamentando que no estuviese Bill Smugs allí. Bill siempre sabía qué hacer cuando las cosas se ponían mal. Pero, claro, Bill era una persona mayor, y las personas mayores siempre parecían saber cómo obrar.

El hombre de la entrada terminó el cigarrillo. No tiró la colilla. La apagó aplastándola contra una moneda, y la guardó luego en una cajita de hojalata. Por lo visto no pensaba dejar por allí señal alguna de su presencia. Dio media vuelta y entró en el vestíbulo. Jack oyó resonar sus pisadas y contuvo el aliento. ¿Regresaba a la cámara subterránea?

Así era, en efecto. Se dirigió a la parte de atrás, y buscó a tientas el pincho. Jack, temiéndoselo, se acercó de puntillas a la puerta de la habitación en que se encontraba y atisbo por ella. Desde allí le era posible observarlo todo.

El hombre tiró del pincho, y la piedra se movió, rechinando, primero hacia abajo, luego hacia un lado. El mecanismo resultaba maravilloso. A pesar de ser antiguo, seguía funcionando perfectamente.

Casi se le paró el corazón. ¿Qué iba a suceder ahora? ¿Qué diría el hombre cuando viese a los otros tres?

Dolly y Lucy oyeron el rechinar de la piedra y alzaron la mirada. Jorge atisbo por la visera, creyendo que Jack bajaba por fin. Pero ¡cuál no sería su horror cuando vieron aparecer en la escalera un hombre, que les contemplaba con estupefacción y rabia! Sólo podía ver a Dolly y a Lucy, naturalmente. Las dos niñas le miraron, temblando. El rostro no era muy agradable. Tenía una nariz enorme, ojos contraídos y los labios más delgados que puedan imaginarse. Las enmarañadas cejas le caían sobre los ojos, casi como el pelo de un perro de pastor.

—¡Ah-ah! —exclamó el desconocido, contrayendo aún más las pupilas—. ¡Ah-ah! ¡Conque venís aquí y os metéis en mi cuarto! ¿Qué significa esto?

Las niñas estaban aterradas y Lucy rompió a llorar. A Jack, que lo estaba escuchando todo, ganas le dieron de empujar al hombre escalera abajo y romperle la cabeza. «¡El muy canalla! ¡Mira que asustar a la pobre Lucy de esa manera!», pensó, con ira. Y hubiese querido atreverse a asomarse y consolarla. Pero oyó las pisadas de los otros dos hombres, que volvían de hacer el registro. El que se hallaba abajo les oyó también, y volvió a subir. Llamó a sus compañeros en un idioma que Jack no comprendía, diciéndoles evidentemente que bajaran a ver lo que había descubierto.

Jorge, oculto aún en la armadura, aprovechó la oportunidad para susurrarles instrucciones a las niñas.

—No tengáis miedo. Probablemente creerán que no sois más que un par de niñas tontas a las que se les ha ocurrido visitar el castillo. Decidle vosotras esto. No nos mencionéis para nada a mí ni a Jack, pues de lo contrario no podremos ayudaros. Sabemos que Jack está por arriba, y él os buscará y ayudará a escapar. Yo me quedaré aquí abajo hasta que pueda huir. No sospecharán que me encuentro en una armadura.

No pudo decir más, porque los tres hombres bajaron juntos la escalera. Uno de ellos tenía una barba negra muy espesa. El otro iba afeitado. Pero el hombre que habían visto antes las muchachas era el más feo de todo el feísimo trío.

Lucy rompió a llorar otra vez. Dolly estaba muy asustada, pero no quiso llorar.

—¿Para qué habéis venido aquí? —preguntó el de las pobladas cejas—. Decidnos toda la verdad… o pudierais arrepentiros mucho de no haberlo hecho.