Empiezan a ocurrir cosas
Volvió a meterse apresuradamente en el matorral, sin esperar a envolverse en la manta, y se llenó de arañazos. Una vez dentro, recordó haber dejado unas bolsas de papel en el patio, con trozos de manzana.
—¡Maldita sea! —pensó—. Si las encuentran, sabrán que hay alguien además de ellos.
Aguardó en el matorral cerca de una hora, atisbando en dirección al nido de vez en cuando. No sabía si confiar en que vinieran los otros pronto para no encontrarse solo, o si esperar que llegasen tarde para dar tiempo a los hombres a marcharse sin verles.
—Si han escogido este sitio como escondite seguro para alguien, no les hará mucha gracia saber que estamos nosotros aquí —pensó con inquietud—. Supongo que no debiéramos haber venido al castillo para nada. Quizá sea propiedad de alguien… ¡de esos hombres, por ejemplo!
Oyó voces, y atisbo por entre las ramas para ver quién era. Vio a los dos hombres otra vez. El tercero, por lo visto, no pensaba correr el riesgo de salir de su escondite. Jack les observó. Eran unos hombrazos. Uno de ellos tenía una barba negra. No le gustó su aspecto poco ni mucho. A medida que se aproximaron, intentó oír lo que decían; pero no hablaban ningún idioma que él conociese, lo cual daba un cariz aún más extraño al asunto.
De pronto se detuvieron y, lanzando una exclamación, el barbudo se inclinó y recogió las bolsas de papel de Jack. Vio los trozos de manzana dentro, y se los enseñó a su compañero. Los trozos aún estaban húmedos y Jack comprendió que los hombres se daban cuenta de que no podían llevar allí mucho rato. Se comprimió todo lo que pudo dentro del matorral, alegrándose de que fuera tan espeso.
Los dos hombres se separaron y se pusieron a registrar concienzudamente el castillo, los torreones, las murallas y el patio. Jack les observó por entre las ramas. «Kiki» guardó completo silencio.
Por fin los dos hombres se unieron y echaron a andar hacia el risco en que anidaban las águilas. Era evidente que iban a escalarlo para asegurarse de que nadie se ocultaba allí.
El niño se encogió y se estuvo tan quieto como un ratón cuando anda un búho cerca. Empezó a latirle el corazón con violencia otra vez. Los dos individuos escalaron el risco y exhalaron una exclamación de asombro cuando vieron el nido de las águilas con la cría dentro. Saltaba a la vista que no conocían las costumbres de las águilas, porque se acercaron al nido, y uno de ellos alargó la mano. Sonó el batir de poderosas alas, y el águila hembra se dejó caer como una piedra sobre la mano del hombre. Volvió la cabeza, mientras el otro intentaba ahuyentar al enfurecido pájaro. El atacado se cubrió la cabeza con el brazo, para protegerse, y miró asustado al pájaro macho que descendía también con rapidez.
A Jack, que presenciaba todo esto, se le ocurrió una idea. Veía claramente al primer hombre que atacara el águila. Aún miraba hacia arriba, enseñando toda la cara y el cuello, pues llevaba abierta la camisa. Oprimió el disparador de la máquina. ¡Click!, había tomado una instantánea del desconocido, aunque, por desgracia el rostro de su compañero no pudo captarlo, por haberse éste vuelto en el último instante.
Los dos hombres oyeron el chasquido de la máquina y quedaron extrañados. Luego, al atacarles de nuevo la hembra, descendieron precipitadamente del risco y corrieron al patio. No tenían la menor intención de explorar más allá arriba. En cualquier caso, estaban seguros de que nadie podía ocultarse allí, habiendo pájaros tan feroces en la vecindad.
Jack aguardó en el matorral, observando a las águilas, que habían quedado muy turbadas por la visita de los dos hombres. No tardó en comprender el niño que la intención de los pájaros era llevarse al aguilucho del nido. ¡Era preciso que aprendiera a volar! Ya no podía dejársela con seguridad si iban a subir hasta el nido seres humanos.
El niño olvidó sus temores en la contemplación de los esfuerzos de las dos águilas por hacer volar a su cría. La persuadieron a que subiera al borde del nido y entonces le dieron un empujón, haciéndola caer en la repisa. El aguilucho intentó volver al nido, pero la madre voló a su alrededor, chillando, como si intentara decirle con todas las palabras pajariles a su disposición que debía seguirla. La cría escuchó o pareció escuchar, y luego volvió la cabeza, como aburrida. Después, sin razón aparente, desplegó las alas. Eran enormes. El niño había sacado instantánea tras instantánea y ahora tomó una fotografía magnífica del aguilucho en el momento de probar sus alas. El pájaro las agitó con tanta fuerza, que bailoteó sobre las garras. Despegó a continuación de la repisa, de una forma soberbia, y se elevó en el aire, con uno de los padres a cada lado, chillando como para animarle. ¡Ya podía volar!
—¡Maravilloso! —exclamó Jack, sacando de la máquina el rollo de películas—. ¿Si pensarán volver? Aunque no importa gran cosa, porque ya he conseguido una colección de fotografías magníficas…, ¡mejores que las que ha conseguido nadie nunca!
Cuando colocaba otro rollo de película en la máquina, oyó las voces de los otros niños. Se alegró mucho, pero ¿dónde estaban aquellos hombres?
Salió del matorral casi sin sentir los pinchazos y bajó al patio. Los otros adivinaron por su expresión que tenía noticias que darles. Lucy corrió a su encuentro.
—¿Ha ocurrido algo, Jack? ¡Pones una cara tan seria!… ¿Sabes? ¡Hemos subido cargadísimos, porque la señora Mannering dice que podemos quedarnos contigo dos o tres días! Tiene que ir a ver a la tía de Dolly…, a la tía Polly…, que se ha puesto enferma otra vez. Pero volverá muy pronto.
—Y pensó —intervino Dolly— que podíamos pasar estos días contigo en el castillo si lo deseábamos. Pero…, ¡no parece entusiasmarte mucho la idea!
—Escuchad —atajó Jack—. Aquí hay algo raro…, raro de verdad. No sé si debierais venir. Es más, puesto que ya he sacado todas las fotografías que me interesaban, creo sinceramente que lo mejor que podemos hacer es volvernos todos a casa.
—¡Volver a Spring Cottage! —exclamó Jorge, sorprendido—. Pero ¿por qué? ¡Pronto, cuéntanoslo todo!
—Bueno; pero primero, ¿dónde está Tassie? —inquirió Jack, mirando a su alrededor en busca de la simpática gitanilla.
—Su madre no quiso dejarla venir —contestó Lucy—. Cuando Tassie le dijo que íbamos todos a pasar unos días en el castillo contigo, por poco le dio un patatús. Es como los del pueblo, ¿comprendes?, cree que hay algo malo y misterioso aquí arriba. Se negó rotundamente a permitir que viniera Tassie. Conque tuvimos que dejarla atrás.
—Se enfadó una barbaridad con su madre —dijo Jorge—. Se puso mucho peor de lo que se ha puesto nunca Dolly. Y su madre la cogió y la sacudió como si fuera una rata. Tassie tiene una mamá terrible. Sea como fuere, el caso es que no puede venir. Pero, anda, cuéntanos la historia.
—Supongo…, supongo que no os encontraríais por casualidad a nadie que bajara la colina, ¿verdad? —preguntó de pronto Jack, pensando que pudieran haberse marchado los dos hombres.
—Vimos a lo lejos tres hombres —repuso Jorge—. ¿Por qué lo dices?
—¿Qué aspecto tenían? ¿Llevaba uno una barba negra?
—Nos era imposible ver su aspecto. Estaban demasiado lejos e iban por un camino distinto. Pueden haber sido pastores o cualquier otra cosa. Eso es lo que «nosotros» creímos que eran.
—Tres hombres —murmuró Jack, pensativo—. Así, pues, parece como si se marchara el escondido también.
—¿De qué estás hablando? —exclamó Dolly, con impaciencia.
Jack dio principio a su relato. Los otros le escucharon con asombro. Cuando describió la cámara subterránea secreta, a Lucy casi se le desorbitaron los ojos.
—¡Un cuarto subterráneo… y alguien que vive en él! ¡Oh! ¡Ya sé lo que diría Tassie! —exclamó Lucy—. ¡Que el malvado viejo aún vive aquí! ¡Diría que querría atraparnos a nosotros, para que nadie supiera nunca dónde habíamos ido a parar!
—No seas tonta —le dijo Jack—. La cosa es que aquí está pasando algo, y debiéramos averiguar de qué se trata. ¡Ojalá estuviese Bill Smugs con nosotros! Él sabría qué hacer.
—Ni siquiera conocemos sus señas —repuso Jorge—. Lo único que sabemos es que se encuentra en una población a veinte millas de distancia. Y ahora se ha marchado mamá también, conque tampoco podemos pedirle que nos aconseje.
—Bueno, pues esté ausente o no, yo creo que debiéramos volver a Spring Cottage —dijo Jack—. Hemos tratado con hombres peligrosos antes, y no ha resultado agradable. Yo no quiero verme complicado en nada peligroso mientras tengamos que cuidar de las niñas.
—Justo —asintió Jorge—. Estoy de acuerdo contigo. Pero puesto que crees que se encuentran fuera del paso los tres hombres, ¿por qué no vamos a echarle una mirada a esa cámara? Quizá descubramos en ella algo que nos diga quién es el que la usa y porqué.
—Bueno —contestó Jack—. Vamos. «Kiki», ven tú también. ¿Dónde está «Botón», Jorge?
—Lo dejé con Tassie para consolarla por no poder venir con nosotros. ¡Estaba tan triste…! Sea como fuere, se alegrará de volvernos a ver tan pronto.
Entraron en el espacioso vestíbulo y los niños encendieron sus lámparas. Seguros de que no había nadie más que ellos en el castillo, no hicieron el menor esfuerzo por evitar ruidos. Hablaron y rieron como de costumbre. Jack les condujo al fondo del vestíbulo y miró el suelo. No se veía agujero alguno. Había desaparecido por completo. Los niños buscaron una compuerta; pero no parecía haber ninguna. Jorge empezó a preguntarse si no lo habría soñado todo Jack. De pronto observó un pincho de hierro clavado en la pared. Brillaba como si se hubiese tocado con frecuencia. Lo agarró.
—¡Aquí hay algo raro! —dijo.
Y tiró con fuerza. El pincho se deslizó con suavidad por una especie de surco y se oyó un rechinamiento casi a los pies de Lucy. La niña retrocedió de un salto dando un grito.
—¡El suelo se estaba abriendo bajo sus pies! Una enorme losa se hundía misteriosamente, para girar luego hacia un lado, dejando al descubierto una corta escalera de piedra que conducía a la cámara secreta que visitara Jack la noche anterior.
Los muchachos exhalaron exclamaciones de asombro.
—¡Me recuerda a Alí Babá y los Cuarenta Ladrones o a la cueva de Aladino! —dijo Dolly—. ¿Bajamos? ¡Sí, sí! Esto es emocionante.
Habían dejado encendido un quinqué sobre la estrecha y larga mesa de abajo y, a su luz, los niños vieron la estancia. Jorge, Lucy y Dolly bajaron apresuradamente la escalera para examinarlo todo. Vieron los tapices de las paredes, que representaban antiguas escenas de caza, las armaduras alineadas alrededor del cuarto, las enormes y sólidas sillas que parecían construidas para gigantes y no para personas normales.
—¿Dónde está Jack? —preguntó Jorge.
—Ha ido en busca de «Kiki» —repuso Dolly—. ¡Oh, mira, Jorge, aquí hay otro pincho en la pared, exactamente igual que el de arriba! ¿Qué sucederá si tiro de él?
Lo probó. De nuevo se oyó el rechinar de la piedra al encajarse ésta en su sitio. ¡Los tres niños habían quedado encerrados en la cámara subterránea!