Capítulo XV

La cámara secreta

Volvió a su escondite del risco. Se sentía seguro allí. A nadie se le ocurriría buscar a persona alguna en el mismísimo centro de un matorral espinoso. Empezó a sentir sueño al atardecer.

¿Debiera intentar dormirse ahora y permanecer despierto luego? ¿Le sería posible conciliar el sueño dentro del matorral?

Se envolvió en la manta más gruesa e hizo con la otra una almohada. «Kiki» entró y se le posó con gran tiento en las rodillas, agachando la cabeza para no darse contra una ramita llena de espinas. A las águilas no se les veía por parte alguna. La cría se encontraba en el nido. En cualquier caso, no había ya luz bastante para intentar hacer fotografías.

Consiguió quedarse dormido. Roncó un poco, porque tenía la cabeza en una postura incómoda.

«Kiki» imitó perfectamente el ronquido durante un rato y luego, viendo que Jack no hacía ningún comentario, se metió la cabeza debajo del ala y se durmió también.

El niño se despertó de pronto a medianoche, sintiéndose la mar de incómodo. Se estiró, preguntándose dónde estaría, se llevó inmediatamente una serie de dolorosos pinchazos. Encogió las piernas precipitadamente de nuevo.

«Me encuentro en el matorral, claro —se dijo—. Debo haber dormido la mar de rato. ¿Qué hora es?». Consultó la esfera luminosa de su reloj y vio que eran las doce y diez.

—¡Hum! ¡La hora aproximada en que alguien empieza a despertarse en el castillo! Si he de seguir a alguno, supongo que será mejor que salga de aquí y vigile con todos mis sentidos alerta.

Salió a rastras del matorral, turbando a «Kiki», que empezó a protestar ruidosamente hasta que el niño le obligó a callar.

—¡Te dejaré atrás como hagas ruido semejante! —susurró con ferocidad.

El loro guardó silencio. Comprendía siempre cuándo tenía empeño su amo en que no abriese el pico.

Jack descendió sigilosamente por el risco, agradecido de que la luna, un poco más grande que la noche anterior, le proporcionara un poco de luz. Llegó al patio y se detuvo a escuchar. No se oía más sonido que el del viento que soplaba con bastante fuerza. Y luego… ¡le pareció oír un lejano ruido metálico y el salpicar de agua otra vez! Aguzó el oído. Al cabo de unos momentos quedó convencido de que oía pisadas por alguna parte. ¿Se trataría de alguien que caminaba por la muralla del castillo hacia el torreón para hacer señales con la lámpara?

«Bueno, pues si ha ido al torreón, no correré el peligro de encontrármelo en el castillo —pensó Jack—. Entraré a ver si encuentro algo… el lugar en que se esconde, por ejemplo. En alguna parte ha de vivir. Y parecía como si no hubiese entrado nadie en ninguna de las habitaciones amuebladas. Conque, ¿dónde puede tener el escondite? Y ¿cómo se las arregla para comer? ¡Troncho! ¡Qué misterio más grande!».

Entró cautelosamente en el castillo, con «Kiki» sobre el hombro. Estaba demasiado excitado para sentir miedo aquella noche. Ahora que estaba seguro de que había otra persona en el castillo, eran demasiado grandes sus ganas de averiguar de quién se trataba para asustarse.

Llegó al vestíbulo e inmediatamente algo le llenó de sorpresa: ¡surgía luz de alguna parte! Una luz mortecina, sí, pero luz al fin. Miró a su alrededor, extrañado. De pronto vio de dónde procedía: del suelo o, mejor dicho, de debajo del suelo. Avanzó con cuidado. Llegó a un agujero. No vio compuerta alguna. Parecía exactamente eso: un agujero. Y Jack estaba seguro de que allí no había habido ningún agujero antes. De él brotaba la luz que viera.

Se asomó al hueco. Una escalera de piedra descendía al sótano, mazmorra o lo que quiera que hubiese allá abajo… Corrió rápidamente a la entrada principal del castillo para ver si había alguien en el torreón. Si así era, tendría tiempo de bajar la escalera y explorar. Vio un destello en la cima. ¡Magnífico! El desconocido estaba haciendo señales de nuevo. Tardaría por lo menos un par de minutos en regresar. Dispondría de unos momentos para investigar aquella curiosa abertura. Sin perder instante, bajó la escalera y luego miró a su alrededor con la mayor sorpresa. ¡Parecía encontrarse en una especie de museo! Era una cámara subterránea grande, con tapices en las paredes de piedra y gruesas alfombras en el suelo. Alrededor del cuarto había una serie de armaduras, como las que se ven con frecuencia en los museos. Aquí y allá se veían sillas antiguas, muy pesadas, y una larga y estrecha mesa, con vajilla y cristalería encima, ocupaba el centro de la estancia en toda su extensión.

Jack contempló la escena con el más profundo asombro. Todo era antiguo. Pero saltaba a la vista que aquel cuarto no estaba desierto y descuidado como los de arriba. Allí no había telarañas ni polvo. En un rincón se alzaba una cama antigua con dosel y adornada con pesados cortinajes. Se acercó a ella. Era evidente que se había dormido en ella, porque se veían aplastadas todas las almohadas. Y las sábanas, por la forma en que se encontraban, daban la sensación de que alguien las había arrojado a un extremo del lecho al levantarse con precipitación. Sobre la mesa había una jarra de agua fresca.

«La iría a buscar a la cocina —pensó Jack—. ¡Conque por eso hay siempre charcos en el suelo! Alguien va a buscar agua todas las noches».

«Kiki» voló hacia una de las armaduras y se posó sobre el yelmo, atisbando por la visera, como si esperase encontrar a alguien dentro. Jack rió un poco. El loro, por lo visto, se imaginaba que las armaduras eran personas y no las acababa de comprender.

En aquel momento creyó oír ruido y, asustado, subió corriendo la escalera de piedra, llevándose a «Kiki». Salió justamente a tiempo y huyó a las negras sombras del fondo del vestíbulo. Luego, temiendo que la persona cuyos pasos oía le viese a la luz de la lámpara de bolsillo que llevaba, se metió en una de las habitaciones amuebladas, la antigua sala. Pero al entrar tropezó con un escabel y se cayó al suelo. Los pasos se detuvieron en seco. La luz se apagó. Sin duda el desconocido se hallaba inmóvil, escuchando con atención. Había oído el ruido.

Jack corrió a un sofá y se acurrucó detrás, con «Kiki» en el hombro. Ambos guardaron absoluto silencio. Pero, se preguntó el muchacho, ¿era posible que no oyese el otro los latidos de su corazón, que amenazaban con escapársele del pecho?

Oyó un paso cauteloso en el cuarto. Silencio otra vez. Luego sonó otro paso, un poco más cerca. A Jack empezaron a ponérsele los pelos de punta. Si el hombre daba la vuelta al sofá y encendía la lámpara, le vería sin remedio. Empezó a sudar copiosamente. El loro, aferrado al hombro, sintió el miedo de su amo. No pudo resistirlo más. Alzó bruscamente el vuelo y se lanzó contra la cabeza del hombre invisible, dando uno de los gritos que había aprendido de las águilas. El desconocido exhaló una exclamación de sobresalto e intentó ahuyentar al pájaro. Se le cayó la lámpara al suelo. Jack pidió fervorosamente al cielo que se le hubiera roto en mil pedazos al dar contra la dura piedra.

«Kiki» volvió a chillar. Imitando esta vez a un tren expreso. El hombre le dirigió un golpe, le asió una pluma y se la arrancó. El loro volvió al hombro de Jack, gruñendo como un perro.

—¡Dios mío! ¡Este sitio está lleno de pájaros y de perros! —dijo una voz áspera y profunda. Buscó a tientas la lámpara y la encontró—. ¡Rota! —exclamó, y Jack oyó el chasquido cuando intentó encenderla—. Una de esas águilas, supongo. ¿Para qué rayos habrá entrado en el castillo?

Salió del cuarto, mascullando algo entre dientes. Jack oyó un ruido curioso, raspante, y luego silencio completo. No se atrevió a moverse en mucho rato, permaneciendo arrodillado detrás del enorme sofá. «Kiki» parecía haberse quedado dormido.

Por fin se alzó cuidadosamente y se dirigió de puntillas a la puerta, alegrándose de haber ido allí con zapatos que tenían la suela de goma. Asomó la cabeza. Ahora ya no se veía luz alguna procedente del suelo. Todo era oscuridad y silencio. Miró hacia el fondo. Allí había estado el misterioso agujero que conducía a la habitación secreta, tan llena de cosas raras que parecía un museo. Quizá fuese el mismo cuarto en el que el malvado viejo ocultara a sus invitados y les matase de hambre, de suerte que no volviera a saberse nada más de ellos. Le hacía muy poca gracia semejante pensamiento.

Sin intentar ver qué había sido de la abertura, corrió al patio y volvió al centro del matorral. Allí se sentía seguro. Entró a rastras, acompañado de los gemidos y de las protestas de «Kiki», e intentó dormirse otra vez. Pero no pudo. No hacía más que pensar en la habitación secreta y estremecerse al recordar lo poco que había faltado para que le atrapasen. De no haber sido por el loro, era seguro que le hubiesen descubierto. Otro paso o dos más, y el hombre, quienquiera que fuera, le habría pisado.

¡Ojalá hubiesen estado los demás niños con él! Ardía en deseos de contarles lo ocurrido. Bueno, ya vendrían al día siguiente. Debía tener paciencia. No era probable que el hombre saliese durante el día. Sus motivos tendría para permanecer oculto. No correría el riesgo de revelar su escondite abandonándolo en plena luz.

«¿Cómo consigue alimentos?», se preguntó el niño. Era fácil obtener agua en la cocina. Pero ¿y comida? Bueno, quizá fuera por eso por lo que había hecho señales desde el torreón. Para ponerse en contacto con amigos. En cuyo caso existía la posibilidad de que llegara allí más gente. Pero ¿cómo se las arreglaba para entrar?

«¡Me parece que esto es una aventura! —exclamó el niño de pronto, experimentando una extraña sensación por todo el cuerpo—. Sí, sí que lo es. Es la misma sensación que tuve el año pasado, cuando nos embarcamos para la Isla Tenebrosa, la Isla de la Aventura, donde nos ocurrieron tantos casos… ¡Troncho! ¿Qué dirán los otros cuando les diga que nos hemos metido de cabeza en una aventura otra vez? ¡El Castillo de la Aventura! Tuvo razón Jorge al llamarlo así».

Después de un par de horas de pensar y maravillarse, volvió a quedarse dormido. Despertó cuando los rayos del sol empezaban a filtrarse por entre las ramas, y se alegró de que hubiese llegado el día. Se acordó de los acontecimientos de la noche anterior y se preguntó si era posible que aquella cámara con aspecto de museo tuviera existencia real.

—Desde luego, no hubiese sido yo capaz de soñar un cuarto así —se dijo, haciéndole cosquillas al loro para que se despertara—. ¡Me sería completamente imposible!

Salió del matorral y desayunó galletas y ciruelas que le llevaran los otros el día anterior. Contempló pensativamente el castillo. ¿Quién estaría escondiéndose allí? De pronto se quedó rígido y miró con asombro a dos hombres que cruzaban el patio. Se dirigían al castillo. ¿Cómo demonios habían logrado entrar? Tenía que haber un camino… o… ¿poseerían la llave de una de las puertas?

Los hombres entraron en el edificio. Evidentemente, al revés que el otro, no tenían miedo de ser vistos a la luz del día.

—¿Les dirá el hombre escondido que cree que había alguien rondando por aquí anoche? —se preguntó, lleno de pánico Jack—. ¿Saldrán a buscarme?