Jack se lleva una sorpresa
Cuando hubo terminado el desayuno, Jack se dirigió al escondite. Era un día hermoso. Podría sacar unas fotografías magníficas si estaban las águilas allí. Se envolvió en la manta más gruesa y se abrió paso por entre las espinosas ramas del matorral. «Kiki» se quedó fuera esta vez.
Una vez en el hueco interior, examinó la máquina para asegurarse de que no le había pasado nada. Miró también si la tenía enfocada debidamente sobre el nido.
«¡Perfecto! —pensó—. Ese aguilucho parece estar dormido. Quizá consiga una buena instantánea cuando despierte. Supongo que los otros pájaros estarán a muchos metros de altura en estos instantes».
Era aburrido tener que esperar a que el aguilucho despertara. Pero a Jack le daba igual. Tanto él como Jorge sabían que para estudiar a pájaros y demás animales en su ambiente natural era preciso tener la habilidad de estarse completamente quietos y callados durante mucho rato. Conque se colocó lo más cómodamente posible y se dispuso a aguardar.
«Kiki», entretanto, se distrajo a su manera. Voló a la parte superior del torreón más cercano, y contempló el panorama. Bajó al patio, y exploró el interior de una bolsa de papel, con la esperanza de encontrar alguna galleta olvidada. Se posó en la rama de un abedul a ensayar quedamente la especie de ladrido que emitía «Botón». Mientras Jack estuviera en algún lugar cercano, se sentía feliz. Estaba ahora en el centro de aquel matorral. «Kiki» no sabía por qué habría escogido lugar tan extraño en que descansar; pero para él, todo cuanto hiciera Jack estaba bien hecho y era una prueba de sabiduría.
El aguilucho se despertó de pronto, y estiró un ala primero, y luego la otra. Se subió al borde del nido y miró por encima de la repisa, aguardando a que volvieran sus padres.
—¡Magnífico! —susurró el niño.
Y dio al disparador para sacar una «foto». El pájaro oyó el chasquido y se refugió en el nido, asustado. Pero la fotografía estaba tomada ya. El aguilucho no tardó en rehacerse y volvió a salir. De pronto, con grandes gritos, las dos águilas bajaron planeando, y la cría les saludó muy contenta, extendiendo las alas y haciéndolas temblar. Una de las águilas llevaba una liebre joven entre las garras. La dejó caer en el nido. El aguilucho la cubrió en seguida con las alas, se agazapó sobre ella, y empezó a desgarrarla, hambriento, con el fuerte pico.
Jack lo fotografió. Los tres pájaros oyeron el chasquido y miraron al matorral con desconfianza. El macho tenía torva la mirada y Jack experimentó cierto desasosiego. Temió que se dejara caer sobre la brillante lente del objetivo y lo rompiese.
«Kiki» salvó la situación volando hacia las águilas con la mar de camaradería, y saludándolas con gritos iguales a los suyos. Parecieron encantadas de verle otra vez, aun cuando el aguilucho cubrió a la liebre muerta con las alas, amenazador, como para impedir que se acercara «Kiki».
—Abrid los libros en la página seis —dijo agradablemente «Kiki».
Las águilas se sobresaltaron. Aún no se habían acostumbrado a oír al loro hablar en idioma humano. Ladró como «Botón», y esta vez los pájaros parecieron alarmarse. El águila hembra se inclinó hacia delante, abrió el cruel pico, e hizo un ruido curioso y desagradable, como advirtiendo a «Kiki» que anduviese con cuidado. El loro recurrió al lenguaje de las águilas entonces, exhalando tan hermoso chillido, que las aves quedaron satisfechas. La cría agazapóse sobre la liebre y comió hasta que ya no le cupo más. Luego se dejó caer de nuevo dentro del nido.
El águila hembra acabó de comerse la liebre en muy poco tiempo. Jack logró una fotografía maravillosa mientras el pájaro despedazaba su alimentó. Esta vez, fuera de dirigir una fugaz mirada interrogadora hacia el punto donde sonó el chasquido, las águilas no hicieron caso.
—¡Magnífico! —pensó Jack—. Dentro de poco dejarán de llamarles la atención los chasquidos y el brillo del objetivo.
Pasó una mañana agradable aprovechando el resto de la película, encantado al pensar en las fotografías que iba a poder revelar. Se las imaginaba publicadas ya en revistas con su nombre al pie como fotógrafo. ¡Qué orgulloso se sentiría!
«Kiki» soltó de pronto un grito de excitación, que hizo elevar el vuelo a las águilas, alarmadas. Emprendió el vuelo y se dirigió al muro que daba la vuelta al patio. Jack, atisbando por la parte de atrás de su escondite, le vio volar por encima de la pared y desaparecer.
«¿Adónde habrá marchado? —se preguntó—. Estaba a punto de sacarle una fotografía con las águilas».
El loro estuvo ausente cosa de media hora. Luego entró en el patio… ¡posado en el hombro de Tassie! Había oído a los niños subir la colina, y volado a su encuentro. Los niños, después de entrar en el castillo por el mismo sitio que el día anterior, andaban ahora buscando a Jack.
Las águilas se alejaron al oír a los muchachos acercarse al risco. Jack les saludó desde su escondite.
—¡Estoy aquí! ¡Hola! ¡No sabéis cuánto me alegro de veros! Aguardad un segundo, que ahora salgo.
Salió envuelto en la manta y bajó a reunirse con los otros. Lucy le miró con ansiedad y sintió alivio al verle alegre y bien. Conque no pasó mala noche en el castillo.
—Hemos traído una comida magnífica —dijo Jorge—. Mamá consiguió encontrar jamón en dulce y un hermoso pastel de frutos en el pueblo.
—¡Qué bien! —exclamó Jack, dándose cuenta de que tenía un hambre canina—. Sólo he desayunado galletas y fruta y una gaseosa.
—Hemos traído más gaseosas también —terció Dolly—. ¿Dónde vamos a comer? ¿Encima del torreón? O… ¿dónde?
—Me parece que será mejor hacerlo aquí —respondió Jack—. La luz es perfecta para sacar fotografías esta mañana, y si esas águilas vuelven quiero tener la ocasión de sacar unas cuantas instantáneas más. Tengo la idea de que pronto van a empezar a enseñar a volar a su cría. La hembra intentó tirarla por el borde del nido esta mañana.
—«Kiki» nos salió al encuentro —dijo Tassie—. ¿Viste cómo entró «Botón» aquí esta mañana, Jack? Le dejamos fuera, pero ya está dentro.
—No, no le vi. No puedo ver gran cosa desde el interior de ese matorral. Nunca descubriremos por dónde entra… Seguramente será por una madriguera de conejos. No podrá hacerlo cuando sea un poco mayor. ¿Ha sido bueno, por lo menos?
—No mucho —respondió Jorge—. Se metió. Dios sabe cómo, en la despensa, y se comió todas las salchichas. A mamá le hizo poquísima gracia. No comprendo cómo puede comer ninguna otra cosa en este momento. Debe haberse tragado libra y media de salchichas.
—¡Tragón! —exclamó Jack, dándole a «Botón» la mitad de su bocadillo—. No te mereces esto, pero eres tan simpático, que no puedo menos de mimarte.
—Es una lástima que huela tanto —dijo Dolly, frunciendo la nariz—. No podrás tenerle cuando crezca un poco más, Jorge… Olerá demasiado.
—¡Eso es lo que tú crees! —contestó su hermano—. Lo conservaré, probablemente, hasta que se muera de viejo.
—Pues tendrás que usar una careta antigás entonces —dijo Jack, riendo—. Otro bocadillo, Dolly, por favor. ¡Troncho! ¡Qué buenos son!
—¿Qué clase de noche pasaste, Jack? —inquirió Lucy, que se había sentado tan cerca de Jack como lo era posible.
—¡Oh, muy buena! Me desperté una vez y tardé un poco en volverme a dormir.
Estaba decidido a no decir una palabra de su alarma y sus temores. Le parecía todo aquello tonto ahora, a la luz del día, y con tanta gente alrededor.
—Te hubiera gustado ver los conejos al anochecer —le dijo a Jorge—. ¡Los había a montones! No quisieron acercárseme, claro; pero seguramente tú hubieses conseguido que se te echaran todos encima. Parecían mansos a más no poder.
Los cuatro niños se quedaron con Jack hasta después del té. Cada uno de ellos pasó unos instantes en el escondite para observar a las águilas. Subieron al torreón de nuevo, y Jack miró cautelosamente a su alrededor para ver si descubría allí algo anormal; una colilla de cigarrillo, un trozo de papel; pero nada encontró.
—¿No volverás a casa con nosotros esta noche, Jack? —preguntó Lucy.
—¡Claro que no! —respondió el niño. Aunque, para sus adentros, se dijo que sí que le gustaría mucho volver—. ¿Tú crees que voy a irme ahora, cuando estoy seguro de que el aguilucho está a punto de emprender el vuelo?
—Como tú quieras —dijo Lucy con un suspiro—. No sé por qué me hace tan poca gracia que te quedes aquí solo en este horrible castillo; pero, desde luego, no me gusta.
—No es un castillo horrible —objetó Jack—. Sólo es viejo y olvidado; pero no horrible.
—Pues a mí me lo parece —anunció Lucy—. Creo que se han hecho aquí cosas horribles y malas en el pasado… y creo que pueden volverlas a hacer en el futuro.
—Ahora estás diciendo tonterías. Y asustas a la pobre Tassie. No es más que un edificio antiguo, desierto, olvidado desde hace años, donde no hay nada ni nadie aparte de mí, de las águilas, de los murciélagos y de los conejos.
—Es hora de irse —advirtió Jorge, poniéndose en pie—. Te hemos traído otra manta, Jack, por si acaso tenías frío. ¿Vienes hasta la ventana a despedirnos?
—¡Claro que sí!
Entraron todos en el castillo, resonando las pisadas en el suelo de piedra. Se dirigieron a la habitación en que estaba instalado el puente, y lo cruzaron uno tras otro.
Lucy le gritó a Jack, a modo de despedida:
—¡Gracias por agitar la camisa anoche! Y, oh, Jack, te vi hacerme señales con la lámpara desde el torreón también más tarde. Estaba acostada, pero despierta, y vi los destellos de tu lámpara de bolsillo tres o cuatro veces. Te lo agradezco. ¡No sabes cuánto me alegré de verlos y saber que tú estabas despierto también!
—¡Vamos, Lucy, por favor! —exclamó Dolly—. Ya sabes que mamá dijo que no debíamos volver muy tarde esta noche.
—Bueno, ya voy —respondió Lucy, y se deslizó por las trepadoras hasta el suelo.
Todos gritaron adiós y se fueron.
Jack se quedó extrañado y lleno de desasosiego. ¡Conque sí que había habido alguien en el torreón la noche anterior con una lámpara encendida! No se trataba de un sueño ni de obra de su imaginación. Era verdad.
«Lucy lo vio; conque ello demuestra que no me equivoqué —se dijo el niño al regresar al patio—. Es la mar de misterioso. El ruido metálico que oí y el salpicar de agua tampoco debí imaginármelo. Hay alguien más aquí. Pero… ¿quien? Y… ¿por qué?».
Ahora se arrepintió de no haberles hablado a los otros de los acontecimientos de la noche anterior. Pero ya era demasiado tarde. Se habían marchado. ¡Cuánto sentía ahora no haberse ido con ellos! ¿Y si volvía a oír los ruidos y a ver los destellos? No le gustaría ni pizca. Resultaba extraño, misterioso y desagradable en extremo.
«¿Salgo en persecución de los otros y me reúno con ellos? —pensó—. No. Aguardaré e intentar descubrir quién se encuentra aquí. ¡Mira que ver Lucy esos destellos!… Me alegro de que me lo haya dicho».