Ruidos en la noche
Jack bajó la escalera de piedra del torreón silbando dulcemente. «Kiki» silbó con él. Si se trataba de una tonadilla que conociese, el loro la silbaba con su amo hasta el final.
Llegaron al patio. No se veía ni rastro de las águilas. Probablemente se hallarían en su nido ya. Pero, al llegar el niño, hubo una serie de carreras por todo el patio.
—¡Conejos! —exclamó, con delicia—. ¡Troncho! ¡Cuántos centenares! Supongo que salen todos a estas horas del anochecer. Me instalaré en ese rincón arenoso y los observaré un rato. No los asustes, «Kiki».
Se dirigió a la parte arenosa con las gruesas mantas y un paquete de galletas y chocolate. Se acurrucó allí y observó cómo salían los conejos de sus madrigueras otra vez. Resultaba encantador aquello. Los había grandes y pequeños, oscuros y claros, serios y juguetones. Algunos comían hierba aquí y allá. Otros saltaban como locos. Jack, echado cómodamente, se puso a roer las galletas, contemplando a los animales con verdadero regocijo. «Kiki» los contempló también, murmurándole palabras al oído al niño de cuando en cuando.
—Apuesto a que las águilas cazan una buena cantidad de estos conejos —pensó Jack, sintiendo de pronto sueño.
Terminó la última galleta y se envolvió mejor en las mantas. Notaba un poco de frío. Y la arena tampoco le parecía tan blanda ahora como antes. Confió que no estaría demasiado incómodo. Quizá hubiese hecho mejor escogiendo algún lugar con brezos.
—Bueno. Ahora tengo demasiado sueño para cambiar de lado —pensó—. Demasiado sueño… «Kiki», muévete un poco. Me estás clavando las garras en el cuello. Más vale que te quites de encima de mí y te poses en alguna otra parte.
Pero de antes de que pudiera moverse el loro, el niño se quedó dormido, «Kiki» permaneció donde estaba. Los conejos se envalentonaron y se pusieron a jugar más cerca del durmiente. De las nubes nocturnas salió una media luna e iluminó el patio.
Nunca supo Jack lo que le hizo despertar pero algo le despertó con sobresalto. Abrió los ojos y permaneció inmóvil, fija la mirada en el firmamento, lleno de sorpresa. Durante unos segundos no tuvo ni idea de dónde se hallaba. Generalmente, cuando se despertaba, veía el techo de su cuarto; ahora observaba estrellas y nubes. De pronto se acordó. Claro, estaba acostado en el patio del castillo. Se incorporó y «Kiki» se despertó también, exhalando un gritito de enfado.
«¿Qué me habrá despertado?», se preguntó el niño mirando a su alrededor.
Volvió a salir la luna, y vio a unos cuantos conejos aquí y allá. Detrás se alzaba la oscura mole del edificio.
Estaba completamente seguro de que le había despertado algo. ¿Algún ruido quizá? ¿O le habría corrido por encima algún conejo? Escuchó atentamente. Nada oyó, salvo el ulular de un búho en la colina. «¡Uuuu-uuuú-uuuu-uuuu-uuuu!». Sonó a continuación el chirrido de un murciélago que cazaba escarabajos.
Dirigió una mirada al torreón desde el que agitara la camisa, y se inmovilizó de sorpresa. ¿No era una luz lo que veía brillar allá arriba? Observó con atención, aguardando a que reapareciera. Había parecido el destello de una lámpara de bolsillo. Pero no volvió a verse.
Jack reflexionó. ¿Había sido un destello? ¿Habría pasado alguien por el muro almenado hasta el torreón y serían sus pisadas las que le habían despertado? ¿Había alguien en el castillo después de todo?
Se preguntó qué debía hacer. No experimentaba grandes deseos de levantarse para averiguar qué era aquel destello, si es que había sido un destello. Empezaba a dudarlo ya. Si apareciera de nuevo, lo sabría a ciencia cierta.
Decidió que era una cobardía permanecer echado nada más que porque sentía un poco de miedo. Más cuenta le tendría levantarse y dirigirse al torreón para ver si se encontraba alguien en él. Así procedería un valiente.
«Pero yo no me siento ni pizca de valiente —pensó—. Aunque supongo que cuando una persona da mayores muestras de valor es cuando hace una cosa estando asustado. Conque… ¡ahí va!».
Advirtiendo a «Kiki» que no hiciera ruido ni despegara el pico, caminó cuidadosamente hacia la entrada del castillo, avanzando por la sombra. El peso de «Kiki» sobre el hombro le resultaba, sin saber por qué, tranquilizador.
Entró en el vasto vestíbulo y escuchó. No oyó ningún sonido. Encendió la lámpara de bolsillo, escudándola cautelosamente con el pañuelo. El vestíbulo se hallaba desierto. Ascendió por la ancha escalera y llegó al muro que conducía al torreón. Caminó por él sin hacer ruido hasta llegar al final.
«¿Subo? —se preguntó—. No tengo el menor deseo de hacerlo. Si hay alguien allá arriba, nada bueno estará haciendo. ¿Me imaginé yo ese destello?».
Se armó de valor e inició la ascensión. No había nadie en la primera cámara. Subió por la escalera que conducía arriba del todo, y asomó con cautela de cabeza. La luz de la luna bastó para demostrarle que allí no había nadie.
«Bueno… pues debo de habérmelo imaginado —pensó—. ¡Qué tonto soy! ¡Volveré a acostarme!».
Bajó de nuevo, con «Kiki» posado en el hombro. Al llegar al vestíbulo, paró en seco de pronto. Había oído algo. ¿Qué podía ser? Le pareció un ruido metálico y… ¿no era aquello el salpicar de agua? «¿Es que hay alguien en la cocina… alguien que va a beber otra vez? —se preguntó, recorriéndole un escalofrío la espina dorsal—. ¡Troncho! Esto no me gusta ni pizca. Ojalá estuviesen aquí los demás».
Permaneció inmóvil, preguntándose qué debía hacer. Luego, dominado por el temor, huyó del vestíbulo y salió al patio, iluminado por la luna, procurando no salir de las sombras.
Estaba temblando. «Kiki» le murmuró algo al oído con ánimos de tranquilizarle. El pájaro se daba cuenta de su pánico.
Al cabo de unos momentos se sintió avergonzado de sí mismo.
«¿Por qué huyo? —se dijo—. Esto no puede ser. Nada más que para demostrarme a mí mismo que no soy un cobarde entraré en la cocina a ver quién hay. Supongo que se trata de un vagabundo que sabe cómo entrar. Más asustado quedará él de verme a mí, que yo de verle a él».
Osada, pero silenciosamente, el niño volvió a entrar. Cruzó el vestíbulo y se dirigió a la cocina. Se introdujo en ella y se metió detrás de la puerta, donde aguardó, escuchando y observando por si aparecía luz.
Pero el silencio era completo. No se oyó funcionar la bomba. Ni se percibió el salpicar de agua.
Aguardó dos o tres minutos, sin que «Kiki» despegara el pico. No se oía respirar a nadie. Debía estar desierta la cocina.
«Encenderé de pronto la lámpara de bolsillo. Barreré el cuarto con la luz para ver si hay alguien. Ningún trabajo me costará salir corriendo si alguno aguarda en la oscuridad», pensó.
Conque sacó la lámpara de bolsillo y oprimió de pronto el botón. Enfocó la fregadera, donde estaba la bomba. No había nadie allí. Examinó toda la cocina. Estaba desierta. No había ni rastro de nada ni de nadie.
Exhaló un suspiro de alivio. Se acercó a la fregadera y examinó el suelo. Había un charco allí. Pero ¿era nuevo, o era el que habían dejado ellos al usar la bomba? No podía saberlo. Examinó detenidamente la bomba. Nada sacó en limpio.
—Es un misterio —le dijo a «Kiki», en un susurro—. Supongo que el ruido metálico y el salpicar de agua me los imaginé yo. Estaba asustado, y uno se imagina la mar de cosas cuando está así. Me imaginé el destello del torreón y todo lo demás. «Kiki»… soy más criatura aún que Lucy… ¡vaya si lo soy!
Algo extrañado aún, pero avergonzado de su alarma y sus temores, regresó a su lecho del patio. Sentía algo de frío. Se envolvió en las mantas e intentó instalarse lo más cómodamente posible.
Cerró los ojos y se dijo que se durmiera. La luna parecía haberse puesto ya y todo estaba envuelto en tinieblas. Oyera o viese lo que oyese o viera, estaba decidido a no volverse a levantar. ¡Que encendieran todas las luces que quisiesen y sacaran agua toda la noche si les daba la gana! ¡Él no pensaba preocuparse!
Estaba completamente despabilado. Le era imposible el dormirse. Ya no sentía miedo; sólo enfadado porque el sueño se negaba a cerrarle los ojos Empezó a pensar en las águilas y hacer proyectos para el día siguiente.
Sentía el peso de «Kiki» en el hombro. Sabía que estaba durmiendo, con la cabeza debajo del ala. Le hubiera gustado que se hallara despierto y que le hablase. Y también tener a los otros niños a su lado. Así hubiera podido contarles lo que se imaginara ver y oír.
Se quedó dormido por fin cuando la aurora empezaba a platear el horizonte. No vio cómo se volvía dorado y rosa, ni observó el primer vuelo de las águilas. Durmió profundamente. Y «Kiki» también. Pero el loro despertó al oír el primer grito de las águilas, y respondió a él con su maravillosa imitación. Esto despertó al niño con sobresalto, y se incorporó. «Kiki» alzó el vuelo, aguardó a que Jack le llamara, y volvió a posarse entonces en su hombro. El niño se frotó los ojos y bostezó.
—Tengo hambre —le dijo a «Kiki»—. ¿Tú no?
—Mohoso, rancio y polvoriento —dijo el loro, recordando las tres palabras que tanto le gustaron el día anterior—. Mohoso, rancio…
—Sí, ya te oí la primera vez —le interrumpió Jack—. Oye, «Kiki», ¿recuerdas cómo nos levantamos a medianoche y fuimos al torreón y a la cocina?
Al parecer, el loro lo recordaba. Se rascó el pico con una de las patas, y miró a Jack.
—¡Qué lástima! ¡Qué lástima! —dijo.
—Sí… creo que fue una lástima, en efecto, que nos molestáramos tanto. Fui un idiota, «Kiki». Ahora que es de día y que estoy bien despierto, empiezo a creer que soñé o me imaginé todo lo sucedido anoche… aunque en realidad no ocurrió gran cosa.
«Kiki» le escuchó con la cabeza ladeada. Jack se desenvolvió las mantas.
—¿Sabes una cosa, «Kiki»? Ni tú ni yo diremos una palabra del destello que creíamos ver, ni de los sonidos que creímos oír, ¿comprendes? Los demás se reirán de nosotros… y Lucy y Tassie pudieran asustarse. Estoy seguro de que todo fue obra de mi propia imaginación.
«Kiki» pareció de acuerdo con todas sus palabras. Ayudó a Jack a sacar galletas de un paquete y fruta de un bolso, y observó cómo destapaba una botella de gaseosa.
—¿A qué hora subirán los otros? —murmuró Jack, dando principio a su desayuno—. Procuraremos sacar unas cuantas «fotos» antes de que lleguen, ¿eh, «Kiki»?