Capítulo XII

A Jack le dejan en el castillo

La señora Mannering quedó encantada al saber que se habían encontrado a Bill Smugs otra vez, porque le estaba agradecida por la ayuda que había prestado a los niños en la aventura del año anterior.

—Si viene, dormiré yo con las niñas y puede él ocupar mi habitación —ofreció—. Es una buena persona. Resultará agradable volverle a ver. Debe llevar una vida muy interesante, cazando siempre a criminales y gente mala.

—¡Apuesto a que se hubiera puesto sobre la pista de ese viejo malvado que vivía en el castillo! —dijo Lucy—. Será muy divertido llevarle allí. Jack, Dios quiera que no esté lloviendo mañana otra vez.

Pero sí que llovió. Jack se llevó un chasco enorme. Temía que las águilas se llevaran de allí al aguilucho. Pero era inútil subir la colina con aquel diluvio. Aparte de que las nubes iban tan bajas que rodeaban la montaña y se hubiera perdido en la niebla de haber intentado escalarla.

—Supongo que Tassie sabría encontrar el camino hasta con la neblina —dijo.

Se hallaba presente la gitana, que le miró con los brillantes ojos negros y movió afirmativamente la cabeza.

—Sí —dijo—. Te llevaré ahora si quieres.

—No —dijo la señora Mannering con firmeza—. Aguardad a mañana. Creo que mañana hará buen día. ¡No quiero tener la necesidad de mandar gente en busca vuestra si os perdéis!

—Pero, mamá, ¡si Tassie sería capaz de encontrar el camino con los ojos vendados! —exclamó Jorge.

La señora Mannering, no obstante, no tenía tanta fe en la habilidad de la gitana como los niños.

Conque Jack tuvo que aguardar al día siguiente. Por fortuna hizo un buen día. El sol se alzó en un cielo despejado, sin que apareciera ni la menor nube. Las laderas de la montaña brillaban y centelleaban al secar el sol los millones de gotas de lluvia que quedaban en ramas y hojas. Era un día hermoso en verdad.

—Subiremos todos contigo, Jack —dijo Jorge—, y te ayudaremos a subir lo que necesites. Te hará falta un par de mantas y provisiones… una vela o dos, y una lámpara de bolsillo… y la máquina fotográfica y la película, claro.

Decidieron pasar todos el día en el castillo otra vez, y dejar atrás a Jack cuando se marcharon al atardecer. Conque a eso de las once, cayéndoles el sol a plomo sobre la espalda, emprendieron el ascenso.

«Botón» les acompañó, naturalmente. Y «Kiki». Este último había de quedarse con Jack. A las águilas, al parecer, no les causaba ninguna molestia ni parecía importarles. Hasta cabía la posibilidad de que se hicieran amigas del loro, proporcionando a Jack la ocasión de tomar unos retratos interesantes.

Dolly iba la mar de satisfecha de llevar una lámpara en el bolsillo. No tenía la menor intención de volverse a meter en cuartos oscuros y dejar que la rozaran las telarañas. Se introdujeron por la ventana como la vez anterior. «Botón» volvió a aparecer en el patio sin que nadie hubiera podido averiguar cómo ni por dónde. «Kiki» voló al risco en que tenían las águilas el nido, lanzando el grito de águila como afectuoso saludo. Las sobresaltadas águilas elevaron el vuelo, sorprendidas. Luego, viendo al pájaro extraño otra vez, empezaron a trazar círculos a su alrededor. Era evidente que su presencia no las molestaba. Probablemente le tomarían por una especie de lejano pariente, puesto que gritaba exactamente igual que ellas.

No tardó Jack en subir para ver si el águila seguía en el nido. Allí estaba, en efecto. La madre acababa de llevarle un conejo muerto, y el aguilucho estaba la mar de ocupado comiendo. Cuando vio a Jack, se colocó encima del conejo con las alas extendidas, como si temiera que el muchacho fuese a quitárselo.

—No te preocupes —dijo el niño, con dulzura—, cómetelo todo. Yo no los quiero. ¡Sólo deseo retratarte!

Miró a su alrededor buscando un buen sitio en que instalarse. Había un lugar que parecía ideal.

Era un espeso matorral, casi al mismo nivel que la repisa de las águilas. Jack se dijo que probablemente conseguiría introducirse en el centro hueco del mismo, y abrir un agujero por entre las espinosas ramas para la máquina.

«Lo único que pasará —pensó— será que me pincharé todo. Bueno, da igual. Valdrá la pena si consigo unas buenas instantáneas. ¡Apuesto a que las águilas no sabrán si estoy escondido en ese matorral o no!».

Se lo dijo a los otros, y éstos estuvieron de acuerdo en que resultaba un lugar magnífico, aunque quizás un poco doloroso. El matorral está completamente hueco en el centro, y una vez allí podría arreglárselas para no pincharse. Sólo el entrar y salir le resultaría desagradable, pues los pinchazos no podría evitarlos.

—Envuélvete en esta manta —sugirió Lucy, ofreciéndole la que había subido—. Con ella alrededor, podrás pasar por entre los pinchos sin hacerte daño.

—Es una buena idea —dijo Jack.

Subieron al torreón y comieron allí otra vez, contemplando el grandioso panorama de nuevo.

—Me gustaría que Bill Smugs viese esto —dijo Jack—. Hemos de traerle aquí cuando venga.

—¿Dónde crees tú que dormirás esta noche, Jack? —le preguntó Lucy, con ansiedad—. Y ¿agitarás el pañuelo desde el torreón antes de acostarte? Estaré yo al tanto para verlo.

—Agitaré la camisa —contestó el niño—. Probablemente no verías una cosa tan pequeña como el pañuelo, aun cuando podías tomar mis gemelos de campaña y mirar por ellos si quisieras. Están en mi cuarto.

—Los tomaré —aseguró Lucy—. Veré con facilidad tu camisa. Espero que no te sentirás demasiado solo, Jack.

—Claro que no. Tendré a «Kiki» conmigo. Nadie podría sentirse solo con un charlatán como él —dijo Jack, rascándole la cabeza al loro.

—Aún no has dicho dónde piensas dormir. Supongo que no lo harás en uno de esos sofás viejos, ¿verdad?

—No, no lo creo. Es más probable que me eche en un rincón del patio. Hay un trozo cubierto de arena allí, mira… lo habrá calentado el sol. Si me acurruco allí envuelto en las mantas, estaré la mar de cómodo.

—Prefiero que duermas en el patio o que lo hagas dentro del castillo —dijo la niña—. ¡No me gustan esos cuartos tan mohosos, rancios y polvorientos!

—Mohosos, rancios y polvorientos —cantó «Kiki», encantado—, mohosos, rancios y polvorientos…

—Cállate, «Kiki» —dijeron todos.

Pero a «Kiki» le gustaban aquellas palabras y fue a repetírselas a «Botón», que le escuchó con las orejas erguidas y la cabecita ladeada.

—Es hora de que nos vayamos —dijo Jorge por fin.

Habían intentado, en vano, descubrir el sitio por el que entrara y saliera el cachorro, y habían vuelto a errar por el castillo encendiendo las lámparas y haciendo una exploración más completa que la vez anterior.

Sólo estaban amuebladas las tres habitaciones que ya vieran: la sala, el comedor y la cocina. No había ninguna alcoba con cama, verdadera lástima, como dijo Jorge, porque Jack hubiese podido pasar la noche muy cómodamente en una de esas camas antiguas.

Jack les dijo adiós cuando empezaron a cruzar la plancha. Conservó a «Botón» en brazos, decidido a seguirle y descubrir adonde iba para salir del castillo. No pensaba soltarle hasta que se hubieran marchado los otros. Uno por uno, los niños cruzaron el tablón y desaparecieron.

Las voces se apagaron en la distancia. Jack se quedó solo. Bajó por el ancho corredor, descendió la escalera de piedra que conducía al vestíbulo y salió al patio, donde aún brillaban los últimos rayos del sol. Depositó al cachorro en el suelo.

—Ahora, enséñame por dónde te vas —dijo.

«Botón» salió corriendo al instante, demasiado aprisa para Jack. Para cuando éste hubo dado unos cuantos pasos en persecución suya, el cachorro había desaparecido sin dejar rastro.

—¡Maldita sea! —exclamó el niño—. Esta vez sí que tenía intención de averiguar por dónde salías. Pero no había contado con que fueses tan ligero. Supongo que ya estarás con los otros.

Subió a intentar instalar su máquina en el matorral. Era una máquina que Bill Smugs le había regalado por Nochebuena. En el bolsillo llevaba varios rollos de película. Debería poder sacar una magnífica serie de instantáneas de los pájaros. Se envolvió en una de las mantas como había sugerido Lucy, y empezó a meterse por entre los pinchos. Algunos se le clavaron en la carne a través de la manta a pesar de todo.

«Kiki», posado cerca del matorral, contemplaba al niño con sorpresa.

—¡Qué lástima! ¡Qué lástima! ¡Qué lástima! —dijo.

—¡Sí que es una lástima que me pinche de esta manera! —gimió Jack.

Pero se animó cuando se dio cuenta de cuan magnífica era la vista del nido de águilas de que disfrutaba, y de la repisa rocosa en que se instalaban las aves para observar la comarca. La distancia era perfecta.

Abriendo un agujero en el matorral por el lado en que estaba el nido, logró colocar la máquina apuntando al sitio que deseaba, y luego la inmovilizó clavando firmemente las potas del trípode. Miró por el visor para calcular qué clase de fotografías obtendría.

—¡Perfecta! —exclamó, lleno de contento—. No sacaré ninguna ahora, porque la luz no está bien. Pero mañana estará como es debido. El sol dará donde yo quiero.

El aguilucho vio a la máquina asomar del matorral. No le gustó. Se acurrucó en el nido con temor.

«Pronto se acostumbrará a ella —pensó Jack—. Y Dios quiera que se acostumbren los padres también. “Kiki”, ¿era preciso que te metieras tú en este matorral también? ¡En realidad no hay más que el sitio justo para mí!».

—¡Mohoso, rancio y polvoriento! —susurró el loro, creyendo evidentemente que el niño estaba jugando al escondite con alguien y que no había que delatar dónde se escondía—. ¡Mohoso, rancio y polvoriento!

—¡Qué pájaro más tonto eres! —le dijo Jack—. Ahora, haz el favor de salir del aquí que yo voy a salir también. Desde luego, este matorral tiene algo de mohoso y de rancio, en efecto, aunque no haya polvo.

«Kiki» salió, y luego se abrió paso el niño, procurando protegerse contra las espinas. Se irguió, se desperezó, tomó la manta y bajó al risco, dejando la máquina en posición. Se veía bien claro que aquella noche no iba a llover.

Se puso a leer un libro hasta que empezó a faltar la luz. Luego se acordó de lo que había convenido con su hermana. Conque subió al torreón, confiando que no lo habría dejado para demasiado tarde.

Se quitó la camisa blanca y la agitó en la fuerte brisa, mirando hacia la lejana casita. En la ventana más alta de esta última se vio de pronto un destello de blanco. Lucy estaba contestando a la señal.

—Acaba de saludar —le dijo la niña a Dolly, que se estaba desnudando—. Vi la camisa blanca. Bueno, ahora sé que se encuentra bien y que no tardará en echarse a dormir tranquilamente.

—No comprendo por qué has de preocuparte tanto de Jack —dijo Dolly, metiéndose en la cama—. Yo nunca armo tanto Jaleo por Jorge. Eres una criatura, Lucy.

«No me importa —pensó Lucy, al acomodarse en el lecho—. Me alegro de saber que Jack se encuentra bien. No sé por qué, pero me hace muy poca gracia que esté solo en ese horrible castillo».