Capítulo XI

Un encuentro inesperado

Regresaron al interior del castillo y subieron la ancha escalinata de piedra. Dolly sentía cierta inquietud y procuraba ir bien pegada a los otros. Igual le sucedía a Tassie. Bajaron por el corredor y se asomaron a una habitación tras otra buscando la del tablón.

—¡Troncho! ¡No me digáis que ha desaparecido! —exclamó Jack, después de haberse asomado a las seis cámaras—. Es raro. Estoy seguro de que la sala no estaba tan lejos como todo esto.

Pero sí que lo estaba, porque en la habitación siguiente vieron el borde del tablón en el alféizar de la ventana. Se dirigieron apresuradamente a él. Reinaba la oscuridad allí. Todos sintieron no tener una lámpara de bolsillo siquiera y decidieron equiparse de lámparas y velas la próxima vez.

Jack cruzó el primero, con «Kiki» en el hombro. Éste estaba diciendo algo de poner el escalfador en el fuego. Llegó al otro lado sin novedad, agarró la cuerda, y ayudó a pasar a Lucy, a Dolly y a Tassie. Lucy bajó apresuradamente por el farallón, seguida de Dolly. Tassie saltó como una cabra, sin molestarse en tocar la cuerda. A continuación, pasó Jorge, y el pobre «Botón» se quedó atrás, lanzando agudos ladridos.

—¡Tú sigue tu propio camino y reúnete con nosotros fuera del castillo! —le gritó Jorge.

«Botón» saltó varias veces, intentando subir al alféizar; pero estaba demasiado alto y no pudo alcanzarlo. Los niños oyeron cómo se alejaban sus ladridos cuando bajaron por la umbría senda y salieron al sol de la colina.

—Quizá tenga que volver en busca de «Botón» —dijo Jorge—, si no nos sigue. No puedo dejarle atrás. Pero los zorros son tan listos… Apuesto a que viene corriendo detrás de nosotros dentro de unos minutos.

—Ve alerta, pues —le aconsejó Jack—, porque nos interesa saber por dónde entra y sale para usar el mismo camino nosotros.

Pero fue inútil andar con ojo avizor. «Botón» apareció de pronto detrás de ellos, saltando hacia Jorge con ladridos de satisfacción y de amor. Nadie le vio llegar. Nadie sabía cómo había logrado salir del castillo.

—¡Qué pillo! —exclamó Jack, riendo no obstante—. «Botón», ¿cómo saliste?

El cachorro no se lo podía decir. Caminó tan pegado a los talones de Jorge durante todo el camino de casa, que el niño sintió el contacto de su hocico durante todo el tiempo. ¡«Botón» parecía su sombra!

Estaban todos tan cansados cuando entraron en Spring Cottage, que apenas pudieron contar sus aventuras. Cuando Jorge mencionó el charco de agua al pie de la bomba, la señora Mannering se echó a reír.

—¡Era de esperar que se os ocurriera algo para asustaros! —dijo—. Es probable que la bomba se salga un poco, Lo de las habitaciones amuebladas es raro, sin embargo. El que nadie haya tocado los muebles demuestra el miedo que los del pueblo le tienen al castillo. ¡Ni los propios ladrones se atreven a aventurarse por allí, al parecer!

A la señora Mannering le interesaron una barbaridad las águilas reales. Jorge, Jack y ella hablaron de los pájaros hasta que anocheció. La señora no tenía inconveniente en que Jack intentara retratar al aguilucho en compañía de sus padres.

—Si logras hacer un buen escondite y que las águilas se acostumbren a él, de forma que puedas permanecer allí y sacar las fotografías que quieras, será maravilloso. El papá de Jorge solía hacer cosas así.

—¿Puedo ir yo con Jack, tía Allie, por favor? —suplicó Lucy, que no podía soportar la idea de que Jack se apartara de su lado.

—No, Lucy —respondió Jack, con decisión—. El único que estará allá seré yo. Porque si tú o alguno de los otros empieza a rondar por allí, asustaremos a los pájaros y no podré conseguir ninguna fotografía. No estaré ausente mucho. No puedes ir colgada de mí durante todas las vacaciones.

Lucy no dijo nada más. Si Jack no quería que le acompañase, procuraría resignarse.

—Puedes subir todos los días y traerme de comer, si quieres —dijo el niño, al ver la cara de chasco que ponía su hermana—. Y siempre me queda el recurso de hacerte señales desde el torreón. Ya te diste cuenta de que podíamos ver esta casa desde allá arriba; conque, claro, podrás ver el torreón desde aquí.

—Oh, sí…, danos las buenas noches todos los días con una señal —dijo Lucy animándose—. Resultará divertido. ¿Desde qué cuarto se verá mejor el torreón?

Dio la casualidad de que el mejor sitio para ello fuese su propia alcoba. ¡Magnífico! ¡Hasta podría contemplar el torreón desde la cama!

—Jack, ¿dormirás en el torreón? —preguntó—. Así miraré hacia allá cuando me despierte y sabré que estás en él. Agitaré un pañuelo blanco desde mi ventana cuando te vea hacerlo a ti.

—Oh, no sé dónde dormiré —repuso el niño—. Habrá demasiadas corrientes de aire en el torreón. Me acurrucaré dentro de la manta en algún rincón resguardado… o quizá me haga sitio en uno de esos sofás antiguos si es que consigo desalojar el polvo.

Tassie no lograba comprender cómo podía atreverse nadie a dormir solo en el antiguo castillo.

Jack le pareció el niño más valiente del mundo.

—Ya es hora de que te marches a casa, Tassie —dijo la señora Mannering—. Anda, ve. Ya volverás mañana.

Tassie desapareció, corriendo a su destartalada casa, donde la esperaba su regañona y desordenada madre. Los otros ayudaron a la señora Mannering a quitar la mesa y las dos niñas fregaron los platos, medio dormidas.

Se fueron a la cama a soñar con un castillo viejo, desierto, extrañas habitaciones llenas de telarañas, torreones elevados, águilas que daban penetrantes gritos…, ¡y un charco de agua en el suelo, al pie de la bomba!

«Eso es lo verdaderamente desconcertante —pensó Jorge al echarse—. Pero estoy cansado ahora para pensar». Y se quedó dormido.

El día siguiente se presentó lluvioso. Grandes nubes barrieron las colinas, cubriéndolas de niebla y de humedad. Apenas asomó el sol en todo el día. El pequeño arroyo dobló de pronto su volumen, gorgoteando con creciente ruido por el jardín.

—¡Maldita sea! —exclamó Jack—. ¡Con las ganas que yo tenía de subir al castillo hoy! Ese aguilucho empezará a volar de un momento a otro, y no querría perderme su primera intentona.

—¿Tienes película suficiente? —inquirió Jorge—. Acuérdate de lo que te ocurre siempre: se te acaba cuando más la necesitas.

—Y si no tuviera bastante, ¿qué adelantaría con acordarme? —dijo Jack—. No podría comprarla en ese pueblo tan pequeño. No hay más que una tienda.

—Podríais tomar el tren e iros a la población más cercana —sugirió la señora Mannering—. ¿Por qué no hacéis eso en lugar de posaros todo el día encerrados aquí? Estoy viendo que Dolly arde en deseos de empezar a regañar con alguien.

Dolly se echó a reír. Detestaba, en efecto, tener que estar encerrada en casa y el verse obligada a ello la irritaba. Pero empezaba a aprender a dominarse un poco más ahora que se iba haciendo mayor.

—Resultaría divertido tomar el tren e irse de compras —dijo—. ¡Hagámoslo! Tenemos el tiempo justo de llegar al único tren que sale de esta estación y volveremos por el único que pasa.

Conque se pusieron impermeable y sombrero impermeabilizado y marcharon a la estación a toda prisa. Aunque no hubiesen tenido necesidad de hacerlo, porque aquel tren rural siempre aguardaba a cualquiera que viese bajar por el camino.

La población más cercana se hallaba a veinte millas de distancia. El tren tardó una hora completa en llegar, y los niños disfrutaron viendo desfilar por la ventanilla los valles y las colinas. Una vez vieron otro castillo en una loma, pero acordaron por unanimidad que no podía ni compararse con el suyo.

A «Botón» le habían dejado con Tassie, con gran desilusión suya. Los niños habían ofrecido llevarse a la gitana, pero a ésta le aterraba el tren. Se sobrecogió cuando se lo propusieron. Conque la encargaron del cuidado de «Botón», advirtiéndole que no debía permitir que el cachorro molestara a la señora Mannering.

«Kiki», claro está, acompañó a Jack. Iba a todas partes con él, haciendo comentarios con gran regocijo e interés de la gente. Tenía la costumbre de querer lucirse cuando había extraños, haciéndose impertinente la mar de veces. Los niños dejaron el tren y bajaron por la calle cuando de pronto, una voz les llamó, haciéndoles dar un brinco de sorpresa:

—¡Hola! ¡Hola! ¡Quién hubiera pensado encontraros a «vosotros» aquí!

Los muchachos se volvieron al instante, y «Kiki» exhaló un graznido de contento.

—¡Bill Smugs! —exclamaron todos.

Y corrieron al encuentro del hombre de colorado rostro y risueños ojos que les había llamado.

Lucy le dio un abrazo. Dolly sonrió, encantada, y los dos niños le dieron unas palmadas en el hombro. No era Bill Smugs su verdadero nombre. Les había dicho a los niños llamarse así el año anterior, cuando le conocieron en ocasión de hallarse éste persiguiendo a unos falsificadores. No había querido que supieran su nombre verdadero ni lo que estaba haciendo. Ahora, aunque ya sabían cómo se llamaba en realidad, seguían llamándole Bill Smugs, nombre por el que siempre le conocerían.

—Venid a comer conmigo —les dijo—; o, ¿tenéis algún otro plan? Quiero saber qué hacéis aquí. Creí que estaríais en casa, pasando las vacaciones.

—¿Qué hace usted aquí? —inquirió Jorge, brillantes los ojos—. ¿Siguiendo la pista de algún falsificador otra vez? Apuesto a que está trabajando en algo emocionante.

—Puede que sí, y puede que no —contestó Bill, sonriendo—. No creo que debiera decíroslo en cualquier caso, ¿verdad? Probablemente estoy de vacaciones, como vosotros. Vamos…, entraremos en este hotel. Parece el mejor de todo el lugar.

La comida fue emocionante, porque Bill Smugs era una persona interesante. Hablaba con avidez de la aventura que habían corrido con él las vacaciones anteriores, cuando se vieron implicados entre minas de cobre y falsificaciones y corrieron grandes aventuras. Se recordaron unos a otros las veces que habían temblado de miedo durante su aventura.

—Sí; fue una buena aventura, en efecto —asintió Bill, sirviéndose pastel de manzana—. Y ahora, como dije antes, quiero que me digáis lo que hacéis en esta parte del mundo.

Los niños se lo dijeron, interrumpiéndose unos a otros en su excitación, especialmente Jack, que ardía en deseos de contarle todo lo relacionado con las águilas.

Bill escuchó sin dejar de comer, dándole de cuando en cuando algún bocado a «Kiki». Éste también estaba encantado de ver a su antiguo amigo, y le había dicho ya, por lo menos una docena de veces, que abriera el libro por la página seis.

—¡Qué lástima que estéis a veinte millas de aquí o más! —dijo Bill—. Me temo que quedaré estancado en este distrito una temporada y que no podré moverme. Pero si puedo haré una excursión por veros. Quizá pueda vuestra madre darme alojamiento un día o dos, y entonces podré subir a ese maravilloso castillo vuestro y ver las águilas.

—¡Oh, sí, venga! —exclamaron todos—. No tenemos teléfono —agregó Jorge—, pero no importa. Usted venga. Es seguro que nos encontrará allí. ¡Venga cuando quiera! ¡Nos encontrará a todos!

—Bien. Quizá pueda acercarme la semana que viene, porque no parece que se pudiera conseguir gran cosa aquí. No puedo deciros nada más que eso, me temo. Pero si no adelanto con lo que estoy haciendo, interrumpiré mi trabajo e iré a veros a vosotros y a vuestra agradable mamá. Dadle recuerdos de mi parte y decidle que Bill Smugs irá a presentarle sus respetos si le es posible.

—Tendremos que irnos —anunció con sentimiento Jack, consultando el reloj—. No hay más que un tren para volver, y aún hemos de hacer unas compras. Adiós, Bill. No sabe cuánto nos alegramos de haberle encontrado.

—Adiós. Espero volveros a ver pronto —respondió Bill con su acostumbrada sonrisa.