Arriba en el torreón
—¡El Castillo de la Aventura! —repitió Lucy, con sorpresa—. ¿Por qué dices eso? ¿Crees que corremos una aventura aquí?
—No lo sé. Lo dije por decir. Pero se siente algo raro aquí dentro, ¿no os parece? ¡Troncho! ¡Qué oscuro está!
Se oyó, abajo un ladrido lastimero. Era «Botón», al que habían dejado fuera. Jorge asomó la cabeza por la tronera:
—No te preocupes, «Botón». Vamos a volver.
«Kiki» asomó la cabeza también, e imitó el silbido de una locomotora.
—¡Eso no es más que para decirle al pobre «Botón» que él está aquí, y «Botón» no! —dijo Dolly—. «Kiki», ¡cuánto te gusta cacarear y dar dentera a «Botón»!
Reinaba una oscuridad bastante profunda en el lugar en que se hallaban. Pero poco a poco, se les fueron acostumbrando los ojos y pudieron ver un poco mejor.
—No es más que una sala grande, desnuda —dijo Jack, con cierta desilusión. Ni él mismo sabía lo que había esperado encontrar—. Supongo que todo el castillo estará igual… lleno de habitaciones grandes, frías y vacías. Vamos… exploraremos un poco.
Se dirigieron a la puerta, que daba a un largo corredor. Bajaron por éste y llegaron a una habitación menos oscura, iluminada por una de las ventanas fronteras y por otra grande, agregada, evidentemente, mucho después. Aquel cuarto tenía una gran chimenea en la que aún se veían cenizas. Los niños las miraron.
—¡Es raro pensar que, en otros tiempos, hubo gente sentada alrededor de este fuego! —murmuró Dolly, contemplando aquellos residuos.
Pasaron al cuarto vecino, oscuro también, porque no tenía más que una ventana alargada. Dolly se acercó a la ventana y lanzó de pronto un chillido tan agudo, que todos dieron un brinco de sobresalto.
—¡Dolly! ¿Qué pasa? —exclamó Jorge.
Dolly corrió tan aprisa a reunirse con el muchacho, que chocó con él.
—¡Hay algo en este cuarto! —exclamó—. Me tocó el pelo. Lo sentí. ¡Vámonos de aquí!
—No seas tonta —empezó Jorge.
Y enmudeció de pronto. ¡Algo le había tocado el cabello a él también! Giró sobre los talones; pero no descubrió nada. Empezó a latirle el corazón con violencia. ¿Habría algo, en efecto, dentro del cuarto… algo que les tocaba pero que resultaba invisible?
Un rayo de sol penetró inesperadamente por la ventana y Jorge rompió a reír.
—¡Qué tontos somos! —dijo—. Son telarañas… ¡Mirad! ¡Cuelgan del techo! ¡Deben llevar aquí muchos años!
Todos experimentaron un gran alivio; pero Dolly se negó a permanecer en la habitación un instante más. Estaba asustada, y el mero pensamiento de que pudieran rozarla unas telas de araña la asustaba más aún. Se estremeció al pensar en las arañas que pudieran caerle encima desde el techo.
—Salgamos a donde haya sol —suplicó.
Y salieron todos al corredor, donde entraba el sol por muchas ventanas.
Tassie caminaba junto a Jorge, con ojos asustados. Creía en los cuentos que oyera en el pueblo, y esperaba que, de un momento a otro, surgiese el malvado viejo y les hiciese prisioneros a todos.
Pero, adonde Jorge fuera, ella tenía la firme intención de ir también.
—¡Mirad! ¡Este camino conduce por uno de los muros almenados hasta el torreón del este! —exclamó Jack—. Vamos a seguirlo. Habrá una vista magnífica y sin igual desde allí.
—Me siento un soldado antiguo avanzando por la muralla del castillo —dijo Jorge, cuando se encaminaron al torreón—. Bueno, aquí estamos. ¡Troncho! Es grande, ¿verdad? Fijaos, hay una habitación en el fondo… y una escalera de caracol que conduce a la parte superior. ¡Vamos a subir!
Y subieron, decididos a no contemplar el paisaje hasta que llegaron al punto más alto. La escalera de piedra daba vueltas y más vueltas y les condujo a otro cuarto, del que arrancaba otra escalera muy estrecha por la que se llegaba al tejado. Ascendieron por ella, encontrándose en la parte más alta, con almenas de unos cuantos pies de altura todo a su alrededor.
Contemplaron todos el paisaje boquiabiertos y en silencio. Ninguno de ellos se había encontrado tan alto antes ni habían percibido una vista tan extensa y magnífica. Parecía como si el mundo entero se hallara extendido ante sus ojos, centelleando bajo el sol. Abajo, muy, muy abajo, yacía el valle, por el que se deslizaba el plateado río como brillante serpiente. Las casas que podían ver, parecían de juguete.
—Fijaos en esas colinas de enfrente —dijo Jack—. Hay colinas detrás de ésas… y colinas detrás de aquéllas también… ¡y más colinas más allá!
Tassie estaba estupefacta. Jamás había creído que fuese tan grande el mundo. Desde la cima del elevado torreón, la comarca entera yacía, como viviente mapa, ante ella. Era tan hermoso el paisaje, que, sin saber por qué, a Lucy le entraron unas ganas extraordinarias de llorar.
—¡Qué sitio más maravilloso debe de haber sido éste como un punto de vigía! —exclamó Jorge—. Cualquier centinela vería al enemigo cuando aún se encontrara a muchas millas de distancia. Mirad…, ¿es esa Spring Cottage allá abajo, entre los árboles?
Lo era. Dijérase una casa de juguete.
—Ojalá pudiésemos traer aquí a mamá —dijo Dolly—. ¡Cuánto le gustaría esta vista!
—¡Mirad, mirad! ¡Ahí están las águilas otra vez! —interrumpió Jack, señalando hacia arriba, donde dos enormes aves se alzaban hacia las nubes—. Oíd…, ¿queréis que comamos aquí arriba, viendo todo el tiempo este paisaje y observando a las águilas?
—¡Sí, sí! —respondieron todos, sin excluir a «Kiki», al que siempre le gustaba participar en los coros.
—¡Pobrecito «Botón»! —dijo Jorge—. Lástima no hayamos podido traerlo también. Pero era demasiado arriesgado por esa tabla. Supongo que se siente la mar de solo en estos instantes. Dios quiera que no se escape.
—De sobra sabes que no se irá —respondió Dolly—. Ningún animal huye de ti nunca, por desgracia.
¡Oh, Jorge! ¡No habrás traído ese horrible sapo!… ¡Sí que lo has traído! ¡Te asoma por el cuello!
¡Me niego a sentarme aquí habiendo un sapo en la vecindad!
—¡Por lo que más queráis no empecéis a regañar aquí arriba! —exclamó Jack, alarmado—. Estas almenas no impedirán que uno se caiga si os ponéis a hacer tonterías. Siéntate, Dolly.
—¡A mí no me des tú órdenes! —dijo Dolly empezando a enfurecerse.
—¿Dónde está la comida? —inquirió Lucy, con la esperanza de cambiar de conversación— ¡Dolly, la tienes tú! ¡Sácala, que me estoy muriendo de hambre!
Dolly abrió la mochila, manteniéndose tan alejada de su hermano como le fue posible. Había dos paquetes grandes dentro. El uno marcado «Comida» y el otro «Té».
—Vuelve a guardar el del té —dijo Jack—, si no, nos lo tragaremos también. Con el apetito que tengo, sería capaz de comérmelo todo yo solo.
Dolly repartió los emparedados, el pastel, las galletas, la fruta y el chocolate. Luego sacó una botella de limonada y entregó a cada uno una taza de cartón.
—Hemos hecho muchas meriendas —observó Jorge, dándole un formidable mordisco a un emparedado de huevo y jamón—, pero ninguna en un sitio tan extraordinario como éste. Casi me da vértigo contemplar la vista.
—Es muy agradable comer aquí sentados, viendo esas colinas y el río —murmuró Lucy, con satisfacción—. Yo creo que el viejo de quien nos habló Tassie compraría el castillo nada más que por el panorama. Yo lo haría, por lo menos, si tuviese suficiente dinero.
Comieron y bebieron muy contentos. «Kiki» participó de los bocadillos, que le gustaban una barbaridad. Luego se puso a explorar, avanzando por el caballete del torreón, con la cabeza colgando para abajo a veces.
Los niños le observaban mientras comían el pastel. De pronto, «Kiki» exhaló un alarmante chillido, perdió el equilibrio y se cayó del torreón. Desapareció de la vista y los niños se pusieron en pie, horrorizados. Después volvieron a sentarse sonriendo, comprendiendo que habían hecho el ridículo. Porque, claro, en cuanto cayó, el loro desplegó las alas y se puso a volar.
—¡Qué idiota eres, «Kiki»! —exclamó Dolly—. ¡Menudo susto me has dado! Bueno, ¿habéis acabado ya? Quiero recoger el papel y las tazas y meterlo todo en la mochila.
Jack había estado observando a las águilas, que, mientras ellos comían, volaban por las alturas. Ahora descendían de nuevo, planeando en grandes círculos, tendidas las alas para aprovechar hasta la menor corriente. Había aire de sobra en la cima de la colina. Soplaba contra el torreón, alborotándoles el cabello a los niños, que estaban sentados de cara a él. Vieron a las águilas bajar más y más.
Abajo, y detrás de ellos, se hallaba el patio interior del castillo. Estaba cubierto de hierba con brezos de trecho en trecho. También había aulaga y unos cuantos abedules pequeños. La naturaleza había recobrado allí su imperio. Las plantas, al crecer entre las losas, las habían levantado.
—¡Me parece que las águilas tienen su nido en ese macizo de árboles, allá en el rincón del patio! —dijo Jack, excitado—. ¡Es la clase de sitio riscoso que escogerían esos pájaros! ¿Queréis que vayamos a ver si es así?
—¿Estás seguro de que no son peligrosas? —inquirió Jorge, dubitativo—. Son la mar de grandes… y yo he oído hablar de veces en que atacaron a hombres.
—Sí… Bueno…, en cuanto vuelvan a alzar el vuelo, iré a ver. De todas formas, más vale que bajemos ahora a echar una mirada. «Kiki», ¡ven acá!
El loro fue a posársele en el hombro y le picoteó la oreja suavemente, diciendo las tonterías de costumbre. Los niños se levantaron y descendieron por las dos escaleras de piedra. Tanto la habitación de arriba, como la habitación de abajo del torreón estaban vacías. Colgaban telarañas en los rincones, y una espesa capa de polvo cubría el suelo y las repisas, salvo donde el viento soplaba con fuerza.
—¿Cómo se llegará al patio? —murmuró Jorge—. Tendremos que retroceder por la muralla y volver al propio castillo, supongo. Tiene que haber alguna escalera que conduzca a las habitaciones de abajo.
Conque deshicieron lo andado, regresando al edificio principal. Recorrieron habitación tras habitación, encontrándolas vacías todas. Por fin llegaron a una ancha escalinata por la que descendieron hasta hallarse en una amplia sala, que estaba sumida en tinieblas. Algo chocó violentamente de pronto contra la pierna de Jorge, que dio un salto de susto, exhalando al propio tiempo una exclamación. Todo el mundo se quedó inmóvil.
—¿Qué es? —preguntó Lucy en un susurro.
¡Era «Botón», el cachorro de zorro!
—¿Cómo demonios habrá llegado hasta nosotros? —exclamó Jorge, recogiendo al animalito—. Debe haber encontrado algún agujero por el que se ha introducido. ¡«Botón», eres una maravilla! ¡Pero el susto que has llegado a darme!
El cachorro soltó unos ladridos y se acurrucó contra el pecho del niño. «Kiki» le dirigió unos comentarios desdeñosos, diciéndole que cerrara la puerta. ¡Él era el único que no se alegraba de verle!
—Ahora, salgamos al patio a explorar —dijo Jack—. Y…, ¡ojo con las águilas, por si acaso!