Dentro del castillo de la aventura
A la mañana siguiente, «Botón» despertó a Jorge lamiéndole la planta del pie, que asomaba por debajo de la sábana. El muchacho abrió los ojos dando un alarido, porque tenía muchísimas cosquillas allí.
—¡Estate quieto, Jack! —gritó. Y luego miró hacia el otro lado del cuarto donde Jack abría los ojos en aquel momento con sobresalto—. Oh… nada, nada… es «Botón». «Botón», ¡te prohíbo que vuelvas a lamerme las plantas de los pies!
Jack se incorporó riendo. Se frotó los pies y se desperezó. Luego se fijó en la máquina fotográfica que dejara preparada antes de acostarse, y se acordó de lo que habían proyectado para aquel día.
—Vamos, levantémonos —le dijo a Jorge—. Hace un día magnífico y ardo en deseos de subir al castillo otra vez. Quizá consiga unas fotos magníficas de esas águilas.
A Jorge le interesaban los pájaros casi tanto como a Jack. Los dos se pusieron a hablar de águilas mientras se vestían. Llamaron a la puerta de las niñas al bajar.
La señora Mannering estaba levantada ya, porque era muy madrugadora. Poblaba el aire un olor a tocino frito.
—¡Riquísimo! —exclamó Jorge, olfateando—. «Kiki», no me claves tanto las uñas en el hombro. Me quemé ayer con el sol y me duele.
—¡Qué lástima! ¡Qué lástima! —murmuró el loro, con tono compungido.
Los niños se echaron a reír.
—Casi se diría que entiende lo que le dices —observó Jorge.
—¡Claro que lo entiende! Oye, ¿por qué no buscamos un tablón o algo mientras esperamos el desayuno? Para usarlo de puente en el castillo, quiero decir.
—Bueno.
Salieron al sol, olfateando aún el delicioso aroma a tocino frito, al que se había unido ahora la fragancia del café. «Botón» corría detrás de Jorge, mordisqueándole suavemente los talones cada vez que se detenía. No se atrevía a acercarse a Jack porque las veces que lo intentara, «Kiki» iba sobre él hecho una furia, amenazándole con el pico. Los niños entraron en el cobertizo en que se guardaba el automóvil. No tardaron en encontrar lo que necesitaban: un tablón fuerte, lo bastante largo para alcanzar desde el farallón hasta la ventana.
—¡Troncho! ¡Va a resultar pesado de llevar! —exclamó Jack—. Tendremos que cargar con él un rato cada uno. No podemos escoger uno más corto, porque a lo mejor no alcanzaría.
Salieron las niñas, y los muchachos les enseñaron lo que habían encontrado. Durante la noche, Lucy había tomado la determinación de no atravesar tablones ni explorar castillos; pero ahora, a la cálida luz del sol, cambió de parecer. No estaba dispuesta a dejar de participar en una aventura por insignificante que fuese.
—Mamá, ¿no podríamos pasar todo el día fuera hoy? —preguntó Jorge—. Jack tiene preparada la máquina. Estamos bastantes seguros de dónde se encuentran las águilas y quizá podamos sacar algunas buenas fotografías.
—Hace un día hermoso, conque os sentará bien iros de campo todo el día —contestó la madre—. ¡Oh! ¡Haz el favor de impedir que «Kiki» se lleve la mermelada, Jack! Acabaré por no permitir que se acerque a la mesa si no sabes hacerle portarse bien. Se comió la mitad del pote de mermelada de frambuesa ayer.
—¡Saca el pico de la mermelada, «Kiki»! —ordenó con severidad Jack.
«Kiki» se alzó, ofendido. Empezó a imitar a la señora Mannering, que comía tostadas en aquellos momentos, mirándola al propio tiempo con hosquedad, molesto de que no le permitieran tocar la mermelada. La señora Mannering se echó a reír sin poderlo remediar.
—No iréis al sitio del desprendimiento de tierras, ¿verdad? —inquirió. Los niños negaron con la cabeza.
—No, mamá. Tassie nos enseñó otro camino. ¡Ah, aquí está! Tassie, ¿has desayunado ya?
La gitanilla estaba atisbando por la ventana de la cocina, brillantes los ojos bajo el desgreñado cabello. La señora Mannering exhaló un suspiro.
—Podía haberme ahorrado el trabajo de bañarla —dijo—. Está tan sucia como de costumbre. Creí que le gustaría sentirse limpia.
—No le gusta —aseguró Dolly—. Lo único que encuentra agradable es ese horrible olor a desinfectante. Si quieres que Tassie se lave, mamá, vas a tener que regalarle una barra de jabón fenicado.
Tassie, al parecer, había desayunado algún tiempo antes. Entró por la ventana y aceptó de manos de Jorge un pedazo de pan tostado con mermelada. «Kiki» se acercó inmediatamente a ella, esperanzado: le gustaba el pan tostado con mermelada. Tassie lo compartió con él.
Los cinco niños emprendieron la marcha poco después del desayuno. Dolly llevaba la mochila con la comida. Lucy, la máquina de Jack. Tassie, a «Kiki» sobre el hombro, la mar de orgulloso de poder hacerlo. Los niños cargaban con el tablón entre los dos.
—Llévanos por el camino más corto que conozcas, Tassie —suplicó Jack—. Este tablón es engorroso de llevar. Oye, Jorge, ¿te acordaste de la cuerda? Yo me olvidé de tomarla.
—Llevo una arrollada a la cintura. Creo que será lo bastante larga. «Botón», no te me metas por debajo de los pies de esa manera. Y no me pidas que te lleve cuando tengo que cargar con este tablón cuesta arriba y siendo tan pesado.
Deteniéndose con frecuencia a descansar, el pequeño grupo ascendió la pendiente colina hacia el castillo. Jack no dejaba de escudriñar las alturas en busca de las águilas; pero no vio a ninguna de las dos. «Kiki» volvió a dirigirles unas palabras a unas cornejas que encontraron por el camino, y volvió luego al hombro de Tassie. No comprendía por qué llevaba la gitana los zapatos colgados al cuello, y no hacía más que darles picotazos a los cordones intentando sacarlos del calzado.
Llegaron al vetusto edificio y se encaminaron a la parte de atrás.
—Henos aquí por fin —dijo Jack, jadeante, soltando con alivio el tablón—. Niñas, ¿vais a entrar en la senda para vernos colocar el puente o no?
—Claro que sí —respondió Dolly.
Se internaron por la estrecha senda, percibiendo el mustio olor con más fuerza tras el aroma de los brezos.
Se detuvieron en el punto donde el día anterior intentaran escalar la ladera.
—Tassie, sube tú primero y ata esta cuerda al tronco de alguna planta —dijo Jorge, dándole la cuerda que llevaba arrollada a la cintura—. Así podremos izarnos todos sin resbalar.
Tassie subió con dificultad. Paró frente a la ventana. Ató el cabo al tronco de una trepadora y luego probó su resistencia, dejando colgar todo su peso de él.
—¡Cuidado, boba! —gritó Jorge—. Si esa cuerda cede, te caerás encima de nosotros.
Pero no cedió. Estaba bien asegurada. Tassie les sonrió y luego bajó rápidamente, asida a la cuerda, y aterrizó al lado de los muchachos.
—Debieras estar trabajando en un circo —dijo Jack.
Tassie le miró, sin comprender. No sabía lo que era un circo.
Jorge llevaba otro cabo más corto.
—Es para subir el tablón —dijo—. Atémosle con él y lo arrastraré conmigo cuando suba. ¡Allá va!
Asió con una mano la cuerda que colgaba por la ladera y con la otra el cabo atado al tablón, e inició el ascenso. Pero necesitaba las dos manos para subir.
—Átame el tablón a la cintura —le dijo a Jack—. Así tendré libres las dos manos.
Conque le ataron la madera a la cintura e inició de nuevo el ascenso, agarrado con las dos manos a la cuerda. Le resbalaron los pies, pero continuó subiendo, aunque el pesado tablón tiraba de él.
Llegó por fin a la altura de la ventana. Nada pudo ver por ella, salvo oscuridad. Se puso a despejar un punto de la ladera para poder encajar una extremidad de la tabla.
—¡Ojo! —gritó Jack—. Voy a subir yo también para ayudarte.
Unos momentos después se hallaba a su lado, y entre los dos consiguieron izar el tablón y alzarlo hasta casi alcanzar la ventana.
—Un poco más hacia allá… así… ahora un poco más a la derecha —jadeó Jack.
Cayó por fin la tabla, descansando la extremidad en el alféizar. El otro lado estaba dispuesta ya sobre una masa de entrelazadas raíces de trepadoras y fuertes troncos de hiedra.
Jack probó el improvisado puente. Estaba bien firme. Jorge lo probó también. Sí; parecía bastante seguro.
—¿Lo habéis encajado bien? —gritó Dolly, excitada—. ¡Qué bien! ¡Cuidado, que ahí va «Kiki»!
En efecto, «Kiki», que había estado contemplando la operación con sorpresa, había emprendido el vuelo y se hallaba ahora posado sobre el tablón, erguida la cresta, y haciendo un ruido raro. Echó a andar, con desgarbo, hacia la ventana. Subió al alféizar. Asomó el pico por la abertura. No había vidrio alguno, naturalmente.
—A «Kiki» le gusta meter las narices en todas partes —dijo Lucy—. ¿Podemos subir ahora, Jorge?
—Estamos allanando un trozo entre estas raíces y cosas para que podáis aguardar sin peligro a que os ayudemos a cruzar —dijo Jorge, pisoteando la vegetación a su alrededor—. El farallón se mete un poco para dentro por aquí… casi podréis sentaros si aplasto un poco las plantas.
—Voy a cruzar yo al castillo —dijo Jack.
Pero un grito de Lucy le contuvo.
—No, Jack. Aguarda a que estemos nosotras arriba. Quiero verte como es debido. Sólo distingo tus pies desde aquí.
No tardaron en hallarse las tres niñas al lado de los muchachos. Era fácil subir con ayuda de la cuerda. Vieron cómo se ponía Jack a horcajadas sobre el tablón y empezaba a resbalar, despacio, hacia el muro. La tabla estaba segura a más no poder. Llegó al alféizar. Se puso de pie en el tablón y asió los lados de piedra de la estrecha ventana. Se introdujo en la abertura.
—¡Troncho! ¡Qué estrecho es esto! —les gritó a los otros, que le contemplaban casi sin aliento—. ¡Me temo que no voy a poder entrar!
—Pues si tú no puedes, es seguro que yo no podré —dijo Jorge—. ¡Anda… prueba! ¡No eres tan gordo como todo eso!
Jack empezó a meterse por la ventana. Tuvo que encoger el vientre y contener la respiración. Al cabo de un rato de forcejear, pasó y siguió al interior. Dijo:
—¡Hurra! ¡Logré entrar! ¡Venid todos! Me encuentro en una habitación oscura como boca de lobo. Tendremos que traer lámparas de bolsillo la próxima vez. Es una lástima no haber pensado en esto.
Dolly fue la siguiente en pasar, ayudada por Jorge. Jack la ayudó a saltar cuando llegó a su lado. A ella no le costó trabajo pasar por el hueco. A continuación pasaron Tassie y Lucy y, por último, Jorge, que experimentó tanta dificultad como Jack para introducirse.
—¡Bueno! —exclamó—. ¡Henos aquí ya, dentro del Castillo de la Aventura!