¿Cómo pueden entrar?
Se hallaban cerca del castillo ya. Las enormes y gruesas paredes se alzaban muy por encima de los niños. No había en ellas solución de continuidad salvo a una altura de cinco metros, donde se veían ventanas largas y estrechas como troneras.
—Está construido de esos peñascos grandes que hay por toda la colina —dijo Jorge—. Debe de haber costado un trabajo muy grande subir tantos aquí arriba para edificar el castillo. Mirad…, allá hay unas ventanas más grandes. Supongo que a ese hombre tan malo de quien nos hablaba Tassie le gustaba tener más claridad de la que las troneras le proporcionaban. Es un sitio bien raro. Se ve bien claro que le han echado un remiendo, ¿verdad?
—¡Ahí están las águilas otra vez! —exclamó Jack—. Bajan planeando. ¡Fijaos en ellas todos!
El pequeño grupo contempló a los dos pájaros cuyas alas eran, en efecto, enormes.
—Han bajado al patio del castillo —dijo Jack—. ¡Apuesto a que es ahí donde tienen el nido! En alguna parte del patio. He de encontrarlo cueste lo que cueste.
—Pero ¡si no hay manera de llegar a ese patio! —objetó Jorge.
—¿Dónde está la entrada del castillo? —preguntó Jack, volviéndose hacia Tassie.
—Por delante…, por donde se corrió la tierra. No podrías subir por ahí sin correr peligro y, de todas formas, aunque subieras, te encontrarías con la verja cerrada. Hay otra puerta por este lado, pero está cerrada también con llave. No se puede entrar en el castillo.
—¿Dónde está la puerta de este lado?
Tassie les hizo continuar andando, doblando la esquina del muro, y llegaron a una fuerte puerta de roble a ras de pared. Ésta formaba arco por encima y la puerta encajaba tan perfectamente como si fuera parte integrante de la muralla.
Jack atisbó por el ojo de la cerradura, pero nada pudo distinguir.
—¿Estás segura de que no tiene ninguna otra entrada este edificio? —exclamó el niño, mirando a la gitana—. ¡Qué sitio más raro es! Parece una prisión.
—Y eso era —murmuró Lucy, estremeciéndose al recordar lo que Tassie les había contado—. Una prisión para los pobres desgraciados que venían aquí y no podían marcharse… y de los que ya no se volvía saber nunca más.
Jack miró a su alrededor, desesperado. ¡Pensar que pudiera haber dos águilas anidadas en el patio, al otro lado de la pared y no poder alcanzarlas!
—Hemos de entrar. Es preciso que entremos —exclamó alzando la vista hacia las ventanas.
Pero no había manera de llegar hasta ellas. El muro estaba demasiado liso para que pudiese escalarse. No había yedra. El castillo resultaba inexpugnable.
—Ya hace tiempo que hubiese entrado la gente aquí de haber habido por dónde —observó Jorge—. El hecho de que nadie venga demuestra que no es posible entrar.
—Tassie… ¿no conoces tú un camino? —inquirió el otro.
La gitana reflexionó unos instantes. Luego movió afirmativamente la cabeza.
—Quizá sí —respondió por fin—. Nunca he estado. Pero quizá sea un camino.
—¡Enséñanoslo, aprisa! —exclamó Jack.
Tassie les condujo hacia la parte de atrás del edificio, que casi pegaba contra el farallón.
Una senda estrecha y oscura separaba al muro posterior del castillo de la pendiente ladera. Más parecía un túnel, porque muro y ladera casi se tocaba por un punto. La gitanilla se detuvo y señaló hacia arriba. Todos alzaron la vista y vieron una de las ventanas alargadas muy por encima de ellos. Contemplaron luego a Tassie, sin comprender cómo podía servirles de nada aquello.
—¿No os dais cuenta? —dijo Tassie—. Podríais escalar la ladera de la colina por aquí porque está toda cubierta de plantas trepadoras… Y luego, al llegar frente a la ventana, podríais colocar una rama del árbol como puente para cruzar y entrar.
—¡Tiene razón! —dijo Jorge—. Si pudiéramos arrastrar un tablón o una rama ladera arriba por aquí, y colocar un extremo en el alféizar de la ventana… ¡podríamos cruzar sin dificultad por ella! ¡Es una buena idea!
Los demás escucharon sus palabras con sentimientos encontrados. Dolly tenía ya miedo de encontrarse con murciélagos en el oscuro sendero y hubiese vuelto, de buena gana, a la parte despejada de la colina. A Lucy le hacía muy poca gracia la idea de escalar el farallón y resbalar por una rama que pudiera desalojarse y caer. Jack, por su parte, consideraba que valía la pena intentarlo y ardía en deseos de hacerlo sin perder instante.
—Encended la luz —clamó «Kiki» en la penumbra—. ¡Encended la luz!
Los niños se echaron a reír. A veces «Kiki» atinaba con la frase más apropiada a las circunstancias.
—Vamos a ver si encontramos una rama o algo —dijo Jack.
Conque salieron de aquella senda que olía a moho y se pusieron a buscar algo que pudiera servirles de puente para alcanzar la ventana del castillo. Pero nada hallaron. Cierto que Jorge dio con una rama seca, pero lo estaba tanto que se hubiese partido al instante bajo el peso de cualquiera. Y les fue imposible arrancar de un árbol una rama lo bastante grande para que tuviese utilidad alguna.
—¡Maldita sea! —exclamó Jack—. De todas formas, volvamos allá a ver si podemos escalar la ladera hasta la altura de la ventana. Si vemos que es posible entrar de esa forma, vendremos mañana con una tabla.
—Sí; sería mejor dejarlo hasta mañana, en realidad —dijo Dolly, intentando ver qué hora marcaba su reloj—. Se está haciendo algo tarde ya. Volvamos mañana con tu máquina fotográfica, Jack.
—Bueno; pero nos aseguraremos primero de que es posible entrar por esa ventana —contestó Jack.
Intentó escalar el farallón, pero era muy pendiente y no hacía más que resbalar. Luego probó Jorge, y asiendo con fuerza las plantas trepadoras, logró izarse un pequeño trecho. Sin embargo la planta acabó rompiéndose, y cayó rodando por el suelo al llegar abajo. Afortunadamente, aparte de unas magulladuras sin importancia, no se hizo daño alguno.
—Subiré yo —dijo Tassie.
Y lo hizo. Como un mono. Sabía gatear con una habilidad extraordinaria Les daba ciento y raya en eso a los dos muchachos. Parecía saber exactamente dónde poner los pies y cuáles eran las plantas más seguras a que agarrarse. No tardó en hallarse frente a la ventana. Las trepadoras crecían en abundancia a aquella altura, y a ellas se agarró mientras miraba hacia la abertura.
—Creo que casi podría saltar desde aquí hasta el alféizar —les gritó a los otros.
—¡No hagas semejante cosa! —le gritó inmediatamente Jorge—. ¡Si serás bruta! ¡Te romperías las piernas si cayeses! ¿Qué ves?
—¡No gran cosa! —contestó la gitana, que aún parecía estar meditando si correr el riesgo de dar un salto—. La ventana es estrecha. No sé si podremos pasar por ella. Y dentro veo una habitación; pero está tan oscura que no distingo si es grande o pequeña. Tiene un aspecto raro.
—¡Apuesto a que sí! —le dijo Jack—. Anda, baja ya, Tassie.
—Cruzaré de un salto y probaré a ver si quepo —respondió Tassie, preparándose a saltar.
Pero la contuvo un rugido de Jorge.
—¡Como te atrevas a hacerlo —exclamó—, no volverás a salir con nosotros nunca más! ¿Lo has oído? ¡Te romperás las piernas!
Tassie lo pensó mejor. El pensar que no iba a poder acompañar a unos niños que tan simpáticos le eran y a los que tanto admiraba, la llenaba de horror. Se conformó con echar una mirada más a la ventana, y luego bajó como una cabra, aterrizando de pie junto a los niños.
—Menos mal que hiciste lo que te mandé —observó Jorge, sombrío—. ¡Suponte que hubieses llegado sana y salva a la ventana… que hubieras logrado entrar… y ya no hubieses podido salir! ¡Habrías quedado prisionera en el castillo para siempre!
La niña no dijo nada. Tenía mucha confianza en su habilidad como saltarina, y le parecía que Jorge estaba dando a la cosa más importancia de la que se merecía.
«Kiki», al oír la voz severa de Jorge, creyó apropiado el momento para regañar a su vez.
—¿Cuántas veces ha de decirte que cierres la puerta? —inquirió, yendo a posarse en el hombro de Tassie.
Ésta se echó a reír y le rascó la cabeza.
—Me lo has dicho ya un centenar de veces —repuso.
Y los otros se rieron también. Salieron de la oscura senda, encantados de ver el sol otra vez.
—Bueno, sabemos lo que hacer, por lo menos —dijo Jack—. Encontraremos un tablón o algo que traer aquí mañana. Haremos que lo suba Tassie y lo coloque entre la ladera de la colina y la ventana. Le daremos una cuerda bien fuerte también, para que la ate a alguna planta segura de arriba. Nos servirá para izarnos después. No tenemos todos la habilidad de ella para gatear.
—No —asintió Lucy—, es verdaderamente maravillosa.
Tassie se puso radiante de satisfacción.
Bajaron de nuevo la colina, hallando un poco más fácil el descenso que la subida, porque Tassie les llevó por un camino bueno que conocía.
—Se está haciendo muy tarde, en verdad —dijo Jack—. Dios quiera que no esté preocupada tu mamá. Jorge.
—Oh, no —respondió éste—. Ya sabe que uno de nosotros bajaría en busca de ayuda de suceder algo.
Ello no obstante, la señora Mannering sí que se había estado preguntando qué habría sido de los niños, y se alegró mucho de verlos. Tenía la cena preparada e invitó a Tassie a que la compartiera. A ésta la emocionó mucho el convite, e intentó ver cómo comían y bebían los otros, porque no tenía ni pizca de educación.
«Kiki», posado en el hombro de Jack, comía las pizcas que le daban Jack y los otros, haciendo comentarios de cuando en cuando. «Botón» se le subió a Jorge a las rodillas, se hizo allí un ovillo y se quedó dormido. Estaba cansado después da la larga caminata, aunque Jorge le había llevado en brazos parte del camino.
—¿Sabéis qué miedo tenía de que «Botón» se escapara en cuanto le llevásemos a la colina que tan bien conoce? —dijo Jorge—. Pero no se escapó. Ni tan siquiera pareció ocurrírsele la posibilidad.
—Es una monada —dijo Lucy, contemplando al cachorro dormido, que se había metido el hocico debajo del rabo—. Es una lástima que huela un poco.
—Pues aún olerá más; conque más vale que os vayáis acostumbrando —dijo Jorge—. Los zorros huelen. Supongo que, para ellos, nuestro olor debe ser tan fuerte como el suyo para nosotros.
«Tassie quizá se acostumbre —pensó Lucy—; pero estoy segura de que nosotros no. ¡Oh! ¡Cuánto sueño tengo!».
Todos los tenían aquella noche. El largo ascenso bajo el sol les había agotado.
—Vayámonos a la cama —propuso Jorge, con tan prodigioso bostezo, que despertó a «Botón» y le hizo dar un brinco—. Nos espera un día emocionante mañana y tendremos mucho que subir otra vez. No te olvides de tu máquina, Jack.
—¡Claro que no! —contestó el otro muchacho—. He de retratar a esas águilas. ¡Troncho! ¡Cómo nos divertiremos!
Y se fueron a la cama bostezando. «Kiki» fue quien más y con mayor ruido bostezó. No era que tuviese sueño. ¡Pero le resultaba tan agradable imitar aquel sonido!