Capítulo V

El camino del castillo

—Vamos a subir a la cima de la colina, mamá —anunció Jorge—. En busca de un nido de águila, por complacer a Jack. Ha vuelto a ver ese pájaro. No subiremos por el camino, conque no te preocupes…, por el camino del castillo, quiero decir.

—Llevaos el té —le dijo su madre—. ¡Me alegraré de deshacerme de vosotros toda una tarde! Así podré dedicarme un poco a la lectura.

Dolly y ella cortaron unos emparedados y prepararon pastel, fruta y leche. Jorge tomó el macuto con la comida y silbó a «Botón», que ahora respondía cuando le llamaban por el nombre o cuando le silbaban, igual que un perro. «Botón» acudió, soltando unos ladridos cortos. Era un cachorro la mar de simpático y hasta a la señora Mannering le gustaba, aunque decía que, a veces, tenía un olor demasiado penetrante. No le gustaba que «Botón» durmiese en la cama de Jorge, y madre e hijo solían tener discusiones bastante largas sobre ello.

—Tienes la alcoba llena de toda clase de bichos ya —le dijo la señora—. Ese erizo no hace más que entrar y salir ya… y ayer había algo que no hacía más que saltar por todas partes.

Dolly se estremeció. Jamás entraba en el cuarto de Jorge si podía remediarlo.

—Era «Terencio», el sapo —aclaró Jorge—. Le llevo encima ahora, conque no saltará por mi alcoba. Te lo enseñaré. Tiene los ojos más bonitos que jamás hayas…

—No, Jorge —le interrumpió su madre, con firmeza—. No quiero verle. No le molestes.

Jorge dejó de buscárselo por los bolsillos con dolorida expresión.

—Nadie me… —empezó. Pero «Botón» le distrajo en sus esfuerzos por encaramársele por la pierna para metérsele en los brazos—. ¿Qué te pasa, «Botón»? ¿Te ha estado haciendo rabiar «Kiki» otra vez? ¿Te ha estado tirando de la cola?

El cachorro hizo unos ruiditos y acabó instalándose cómodamente sobre la mochila que se había echado Jorge a la espalda.

—¿Dónde están los demás? —inquirió el muchacho—. Ah, ahí están ¡Eh! ¿Estáis todos preparados ya?

Emprendieron la marcha por el serpeante camino, estrecho y pendiente, de una anchura justa para dar paso o un carro. No tardó en aparecer Tassie, con el vestido de algodón azul, aunque desgarrado y sucio ya. Aquel día llevaba los zapatos atados a la cintura. Les hacía gracia a los niños que siempre los llevase consigo, aunque no se los pusiera nunca.

—Debe de tener los pies endurecidos a más no poder —dijo Jack—. Nunca parece importarle pisar las piedras por muchas aristas vivas que tengan.

Tassie se incorporó a Jorge y «Botón». «Kiki» le dirigió algunas palabras agradables y voló luego a la colonia de cornejas para sobresaltarlas con su realístico crascitar. Nunca creían poder salir de su asombro ante aquello. Escuchaban en silencio hasta que «Kiki» hablaba como un ser humano, momento en que se alejaban volando, disgustadas.

Los niños siguieron camino arribo. Hacía mucho calor aquella tarde, y jadeaban ya.

—¿Por qué habremos escogido una tarde como ésta para subir al castillo? —murmuró Jorge.

Tassie se detuvo.

—¿Al castillo? —dijo—. No podéis ir por aquí. Está interceptando el camino. Sólo se puede llegar a él por la parte de atrás ahora.

—Queremos ver lo que haya que ver —explicó Jorge—. Me gustaría ver ese corrimiento de tierras o lo que quiera que sea. No intentaremos pasar por él, porque prometimos no hacerlo. Pero me gustaría verlo.

—A mí me gustaría entrar en el castillo —dijo Jack.

—¡No, no! —exclamó Tassie, abriendo desmesuradamente los ojos, como si estuviera asustada.

Los niños la miraron con interés.

—¿Por qué no? —inquirió Jack—. Está deshabitado, ¿verdad?

—No, no está deshabitado —contestó la niña—. Se oyen voces, y gritos, y pisadas. No es un buen sitio para visitarlo.

—Tú has estado escuchando cuentos de pueblo —dijo Jorge, con desdén—. ¿Quién iba o estar allí ahora? No hay idas ni venidas, y nunca se ha visto a nadie en el castillo. Lo único que se oirá allí será el ulular de los búhos, o el chirrido de los murciélagos, o algo así.

—¿Cuál es la leyenda del castillo? —preguntó Dolly—. ¿La conoces, Tassie?

—Se dice que allí vivió un hombre muy malo en otros tiempos. Hacía que la gente le fuera a visitar al castillo… y no volvía a verse más a los que iban —anunció Tassie hablando en voz baja, como si temiese que el hombre malo, quienquiera que fuese, la escuchara—. Se oían gritos y quejidos y el entrechocar de espadas. También se cuenta que encerraba a la gente en habitaciones secretas y las dejaba morir de hambre.

—¡Qué hombre más agradable! —dijo Jorge, riendo—. No creo una palabra de todo eso. Siempre se cuentan cosas así de los edificios antiguos. Supongo que algún individuo medio loco compró el castillo, lo remendó y se instaló a vivir en él fingiendo que era un antiguo barón feudal o algo así. Loco tenía que estar para vivir en un sitio así.

—Dicen que tenía muchos caballos y que usaba este camino todos los días. ¿No os fijasteis que la senda está empedrada de guijarros en los sitios más empinados? Era para que pudiesen subir los caballos.

—Sí; vi un trozo empedrado hace unos momentos —dijo Jorge.

Los demás guardaron silencio unos instantes. El hecho de que, en efecto, el camino estuviese cubierto de guijarros en algunos puntos, les hizo pensar que quizá hubiese algo de verdad en el relato de Tassie.

—Sea como fuere —dijo Jorge—, eso ocurrió hace muchos años. El viejo ha desaparecido ya y no hay nadie en el edificio. Me encantaría explorar todo el castillo. ¿A ti no, Jack?

—Ya lo creo —chilló «Kiki».

—«Kiki», quítate de mi hombro un poco —jadeó el niño—. Me resultas la mar de pesado cuesta arriba.

—¡«Kiki»! ¡Ya te llevaré yo! —dijo Tassie.

Y el loro voló a ella al instante, diciéndole que abriese el libro por la página seis. Tassie no jadeaba como sus compañeros. Parecía una cabra en la forma de saltar por los sitios más empinados y nunca daba la menor muestra de cansancio.

—Hola…, ¡hemos recorrido un buen trecho ya! —exclamó Jorge, enjugándose el sudor de la frente—. Fijaos…, el camino cambia por completo de aspecto aquí…

Y así era. Ya no podía llamarse camino, porque parte de la ladera se había corrido, amontonándose sobre la senda y su vecindad. Yacían enormes rocas donde habían caído, y se veían tocones donde la ladera en movimiento había segado los árboles.

Los niños contemplaron el desordenado paisaje salpicado de rocas.

—Parece como si hubiera habido aquí un terremoto —observó Lucy.

Al otro lado se veía el castillo, que daba la sensación de ser más grande ahora. Podían apreciar luego cuan fuerte era su construcción, y distinguían dos de los torreones cuadrados, con la almenada muralla entre ambos.

—Me gustaría subir a uno de esos torreones —dijo Jorge, con anhelo—. ¡Qué vista más maravillosa habrá desde allí!

—El castillo no está en la mismísima cima, en realidad —dijo Jack—, aunque lo parece desde abajo. Qué aspecto de ferocidad tiene, ¿verdad?

Así era. A ninguno de los niños les pareció un castillo agradable. Daba la sensación de ser un sitio solitario, extraño y siniestro, y nada acogedor. Ello, no obstante, producía emoción.

—Tassie, ¿cómo podemos llegar a la parte de atrás? —le preguntó Jorge a la gitana—. Supongo que «podríamos» escalar este corrimiento de tierras, pero dijimos que no lo haríamos y, de todas formas, algunas de esas peñas parece como si estuvieran dispuestas a rodar colina abajo al menor empujón.

—¡Ahí está mi águila otra vez! —exclamó Jack de pronto, señalando al ave que se alzaba por encima del castillo—. ¿La veis? Es un águila, de eso no cabe la menor duda. ¿Verdad que es enorme? Apuesto a que tiene el nido por los alrededores. ¡Caramba! ¡Ahí hay otra! ¡Miradla!

En efecto, eran dos las águilas que se estaban elevando. Ascendieron más y más, y los niños las contemplaron fascinados.

—¿Cómo pueden alzarse así sin mover las alas? —preguntó Lucy—. Lo comprendería si bajaran planeando; pero subir y subir…, ¡ahora parecen simples puntos colgados en el cielo!

—Supongo que aprovechan las corrientes de aire —dijo Jack—. Debe haber muchas por la cima. Dos águilas. Y juntas. Bueno, pues ya no cabe duda: ¡ha de haber un nido!

—No estarás pensando en domesticar a un águila joven, ¿verdad? —preguntó Dolly, alarmada.

—No te preocupes. «Kiki» no le permitiría jamás a Jack tener un águila domesticada —dijo Lucy.

Esto era cierto, y Dolly exhaló un suspiro de alivio.

—Se elevaron desde algún punto de detrás del castillo si no me equivoco —dijo Jack—. Demos la vuelta, a ver si encontramos dónde tienen el nido. Vamos.

Abandonaron el lugar y, siguiendo a Tassie, caminaron en dirección este, escalando con dificultad la colina. Tassie les condujo a un sendero serpeante, muy estrecho, pero seguro.

—¿De quién es este sendero? —inquirió Dolly, con sorpresa.

—De los conejos —contestó la gitana—. Los hay a millares por aquí. Abren senderos bastante buenos por todas partes.

—¡No puedo dar un paso más! —jadeó Lucy, al cabo de un rato—. Estoy rendida. Descansemos y tomemos el té. El nido de águilas no se escapará.

A todos les pareció buena la idea. Se dejaron caer sobre la hierba. Jorge se quitó la mochila y la abrió. Repartió la comida y luego se echó cuan largo era. «Botón» se puso inmediatamente a lamerle toda la cara.

Era la mar de agradable poder beber, aunque no había suficiente ni mucho menos. Ninguno parecía tener muchas ganas de comer; pero «Botón» y «Kiki» lograron tragarse bastantes bocadillos entre los dos. Tassie también comió algunos. Era la que menos cansada estaba de todos. Estuvo sentada rascándole a «Kiki» la cabeza mientras los otros se tumbaban.

Pronto se rehicieron e incorporaron. Jorge oyó correr agua en algún sitio cercano, y fue a investigar. Seguía teniendo mucha sed. Al cabo de unos segundos llamó a los otros.

—El manantial que cruza nuestro jardín pasa por aquí. El agua es buena y fresca. ¿Quiere alguno beber?

Todos quisieron. Se levantaron y dirigieron al punto en que brotaba el agua de un agujero, saltaba por un lecho de guijarros y volvía a hundirse en la tierra.

Las niñas se bañaron los recalentados pies en el agua fresca. Luego Jack volvió a ver las águilas.

—¡Vamos! —exclamó—. ¡Ahora veremos dónde aterrizan! ¡Ojalá hubiese traído mi máquina fotográfica! ¡Hubiera podido retratar el nido!