Tassie y «Botón».
Desde luego, la Colina del Castillo era un lugar muy solitario. Porque después de haberlo explorado, descubrieron que, al parecer, no había en ella más que su propia casita, la casa medio derruida de Tassie, y una granja algo distante que les proporcionaba leche y huevos.
El pueblo yacía en el valle, a sus pies. Pero, aunque en la gran colina apenas había seres humanos, estaba llena de vida de otra clase: pájaros para Jack y animales de toda suerte para Jorge. Las ardillas corrían por todas partes, saltaban conejos por dondequiera pisaran, y veían deslizarse a su alrededor zorras rojizas a quienes su presencia no parecía producir miedo alguno.
—¡Troncho! ¡Cuánto me gustaría conseguir un cachorro de zorro! —exclamó Jorge—. Siempre he sentido ganas de tener uno. Son como los perritos pequeños, e igual de vivaces.
Tassie, la gitanilla, se encontraba con ellas cuando lo dijo. Acompañaba a los niños ahora con frecuencia, y les resultaba de un valor incalculable, porque siempre sabía por dónde volver a casa. Parecía muy fácil perderse en la extensa colina; pero Tassie siempre podía enseñarles un atajo.
Era una muchacha muy rara. A veces no quería acercarse a ellos, rondando en torno suyo a unos metros de distancia, mirando a «Kiki» con ojos fascinados. A veces caminaba a su lado, escuchando la conversación, aunque ella rara vez articulaba palabra. Miraba con admiración y envidia los sencillos vestidos de las niñas. En ocasiones asía la tela entre los dedos y la palpaba. Ella jamás llevaba otra cosa que un vestido harapiento que parecía hecho de un saco viejo. Tenía enredado el rizado cabello y andaba siempre sucia.
—No me importa que esté sucia, pero huele un poco fuerte a veces —le dijo Lucy a Dolly—. No creo que se haya bañado nunca.
—Es probable que no haya visto un baño en su vida —repuso Dolly—. Parece la mar de sana sin embargo, ¿verdad? Nunca he visto a persona que tuviese los ojos tan brillantes, las mejillas tan sonrosadas y los dientes tan blancos. Aunque apuesto a que nunca se los ha limpiado.
Al interrogarla, se descubrió que Tassie no sabía lo que era un baño. Dolly la llevó a Spring Cottage y le enseñó la bañera grande de hojalata que usaban todos. La señora Mannering se encontraba en casa, y miró a la niña con asombro.
—¿Quién es esa niña tan sucia? —le preguntó a Lucy en voz baja—. Más vale que se dé un baño.
Lucy había esperado que la señora Mannering dijese una cosa así. Las madres le daban mucha importancia al hecho de que la gente anduviese limpia. Pero cuando Dolly le explicó a Tassie lo que era bañarse, la gitana se asustó. Retrocedió espantada ante el pensamiento de sentarse en el agua.
—Escúchame —le dijo la señora Mannering—, si quieres dejarme que te dé un baño y te limpie bien, buscaré un vestido de Dolly para ti, y una cinta para el pelo.
La posibilidad de poseer semejante atavío conmovió de tal manera a Tassie, que accedió a tomar un baño. Conque se encerró en la cocina con la madre de Dolly, una bañera de agua caliente, y jabón en abundancia.
Al cabo de un rato se alzaron en la cocina tales chillidos de angustia, que los niños, allá en el jardín, se preguntaron qué podría estar ocurriendo. Luego oyeron la voz de la señora Mannering, que decía con firmeza:
—Siéntate como es debido. Mójate toda. Haz el favor de no ser tonta, Tassie. Piensa en ese vestido azul tan lindo que te aguarda.
Más chillidos. Evidentemente, Tassie se había sentado, pero no le gustaba. Se oyó el raspar de un cepillo.
—Tu madre está haciendo las cosas a conciencia —rió Jack—. ¡Uf, qué olor a desinfectante!
Al cabo de media hora, Tassie salió de la cocina completamente cambiada. Ahora sólo tenía el color moreno que le había estampado el sol al curtirla, pero sin la suciedad. Llevaba el cabello lavado, peinado y sujeto por atrás con una cinta. Le habían puesto un vestido azul de algodón. Y, ¡hasta la habían calzado con unos bonitos zapatos de goma!
—¡Oh, Tassie, qué bien estás! —exclamó Lucy.
La gitana puso cara de contento. Se sentía la mar de orgullosa de su ropa nueva y no hacía más que acariciar el vestido azul como si fuera un gato.
—Huelo bien —anunció, gustándole evidentemente el olor de jabón desinfectante mucho más de lo que les gustaba a los otros—. Pero ese baño fue horrible. ¿Cuántas veces os bañáis? ¿Una vez al año?
Tassie era extraordinariamente estúpida en algunas cosas. No sabía leer ni escribir y, sin embargo, era capaz de interpretar todas las señales del bosque y de la pradera como un piel roja de una manera que dejaba asombrados a los niños. Más parecía un animal inteligente que una niña. Se colgó a Jorge y a «Kiki» desde el primer momento, considerando al niño y al loro los dos miembros más admirables del grupo.
Al día siguiente del baño, bajó a la casita y atisbo por la ventana. Llevaba algo en brazos, y los niños se preguntaron qué sería.
—Ahí está Tassie —dijo Lucy—. Lleva el vestido azul y está muy mona. Pero vuelve a tener enredado el pelo. Y, ¿qué es lo que le cuelga del cuello?
—¡Los zapatos! —exclamó Jorge, riendo—. ¡Ya sabía yo que no los llevaría puestos mucho rato! Está tan acostumbrada a ir descalza, que el calzado le hace daño. Pero le duele separarse de ellos, y se los cuelga al cuello.
—Y, ¿qué lleva en brazos? —inquirió Dolly, con curiosidad—. Tassie, entra y enséñame lo que traes.
Tassie sonrió, enseñando la blanca y uniforme dentadura. Luego se dirigió a la puerta posterior. Entró en la cocina, y Jorge dio un grito:
—¡Es un cachorro de zorra! ¡Qué precioso es! Tassie, ¿de «dónde» lo sacaste?
—De su guarida. Sé dónde vive una familia de zorros.
Jorge tomó el cachorro en brazos. Era una verdadera monada, con el afilado hociquito, el rabo como un cepillo y el pelo rojo y espeso. Se quedó quieto, temblando, con la mirada fija en el niño. Antes de haber transcurrido muchos segundos, pareció caer bajo el hechizo que ejercía Jorge sobre todos los animales. Se le subió al cuello y le lamió. Se acunó contra él. Le demostró, de todas las maneras de que fue capaz, que le quería.
—Tienes un don maravilloso para con los animales —dijo la madre—. Igual que lo tuvo tu padre. ¡Qué cachorro más lindo, Jorge! ¿Dónde vas a conservarle? Tendrás que meterle en una jaula o algo así, de lo contrario se te escapará.
—¡Claro que no, mamá! Le enseñaré a seguirme como un perrito. Aprenderá en seguida.
—Sí, pero los zorros son tan montaraces… —dijo su madre, dubitativa.
Ningún animal era montaraz ni salvaje con Jorge, sin embargo. Antes de transcurridas dos horas, el cachorro le andaba siguiendo ya a todas partes, suplicándole con la mirada que le tomase en brazos cada vez que se detenía.
La simpatía que la niña gitana le inspiraba a Jorge aumentó enormemente después de aquello. Descubrió que tenía una cantidad asombrosa de conocimientos acerca de los animales y de sus costumbres.
—Tassie es como un perrito de Jorge: siempre le sigue a todas partes —dijo Dolly—. ¡Mira que querer nadie seguir a Jorge!
Dolly no experimentaba mucho cariño por su hermano en aquel instante. Éste había reunido cuatro escarabajos a los que estaba enseñando a obedecer ciertas órdenes. Los guardaba en la alcoba, pero andaban errando por allá de una manera que a la pobre Dolly le resultaba aterradora.
A «Kiki» le hacía muy poca gracia el cachorro, y le regañaba cada vez que le veía. Pero a Tassie le profesaba mucho afecto y volaba a posársele en el hombro, murmurándole tonterías al oído. A Tassie, claro está, le encantaba aquello y se sentía la mar de orgullosa cuando «Kiki» volaba a ella.
—Podrás creer que Tassie te adora —le dijo Dolly a Jorge, riendo—; pero en realidad, ocupas el segundo lugar. Quiere a «Kiki» más que a ti.
—Ya podía dejar «Kiki» en paz a «Botón» —dijo Jorge. «Botón» era el nombre que le había dado al cachorro que, al igual que Tassie, le seguía a todas partes—. «Kiki» se está portando muy mal con «Botón». Supongo que será porque tiene celos.
—¿Cuántas veces he de decirte que te limpies los pies? —le dijo «Kiki» con aspereza al cachorro—. ¿Dónde tienes el pañuelo? ¡Dios salve al pito! ¡Quiquiriquí suena el rey!
Los niños rieron a carcajadas. Siempre resultaba cómico cuando «Kiki» se hacía un lío con las palabras. El loro les miró con solemnidad, ladeando la cabeza.
—¡Atención, por favor! ¡Abrid el libro por la página seis!
—¡Cállate, «Kiki»! Me haces recordar el colegio —dijo Jack—. Oíd…, he vuelto a ver al águila hoy. Volaba por la cima y estoy seguro de que tiene el nido allá. Es de una envergadura enorme.
—Bueno, pues subamos a buscarla —dijo Dolly—. De todas formas siento unas ganas locas de echarle una mirada a ese castillo. Aun cuando no podamos subir por el camino, podremos acercarnos a él y ver cómo es…
—Sí…, hagamos algo emocionante —dijo Lucy—. Tomemos el té fuera, y subamos todo lo que podamos por la colina. Tú puedes ponerte a buscar nidos de águila, Jack y nosotros iremos a echarle una mirada al castillo. Parece tan extraño y misterioso… como si tuviera algún secreto que ocultar.
—Está desierto —dijo Jorge—. Probablemente le encontraremos lleno de ratones, arañas y murciélagos; pero nada más.
—¡Ooooh! No entremos entonces —dijo inmediatamente Dolly—. Prefiero encontrar un nido de águila a verme rodeada de murciélagos en ese castillo tan viejo.