Capítulo III

La vida en Spring Cottage

Los primeros días fueron muy felices en verdad. Los cuatro niños y «Kiki» vagaron a su antojo y Jack encontró tantos centenares de nidos que se quedó maravillado. Los pájaros le gustaban con locura y, de habérselo permitido los otros, se hubiese pasado horas y horas contemplándolos. Se excitó sobremanera cierto día porque dijo haber visto un águila.

—¡Un águila! —exclamó Dolly, con incredulidad—. Pero ¡si yo tenía entendido que se habían extinguido y que ya no se encontraba ninguna, igual que el Alca Mayor de la que hablas tanto!

—Las águilas no se han extinguido —repuso Jack, con desdén—. Eso demuestra tu ignorancia. Estoy seguro de que lo que vi era un águila. Se alzó muy alto, como se dice que hacen las águilas. Yo creo que era un águila real.

—¿Es peligrosa? —inquirió Dolly.

—Supongo que quizá te atacaría si te acercases demasiado a su nido. ¡Troncho! ¡Si anidara en algún sitio cercano!…

—Bueno, pues lo que es yo, no pienso ir a buscar nidos de águilas —dijo Dolly, con firmeza—. Sea como fuere, Jack, ya has encontrado más de cien nidos…, ¿no tienes bastante con eso sin necesidad de ponerte a buscar nidos de águilas también?

Jack nunca se llevaba los huevos de un nido, ni molestaba a los pájaros que estuviesen incubando. Ningún pájaro le tenía miedo, como tampoco le temía a Jorge ningún animal. Si Lucy o Dolly echaban una mirada siquiera a un nido, el ave que estuviese dentro huía alarmada, pero permitía a Jack que la acariciase sin mover ni una pluma. Era singular en verdad.

«Kiki» les acompañaba siempre en sus excursiones, posado en el hombro de Jack. Éste le había enseñado al loro a no hacer ruido alguno cuando estuviese observando a un pájaro; pero a «Kiki» no parecían gustarle mucho las cornejas que anidaban por los alrededores. Había una colonia de ellas en un macizo de árboles no muy lejano, y el loro iba con frecuencia a posarse en una rama para dirigirles insultos a las asombradas aves.

—Es una lástima que no puedan contestarle —observó Jorge—. Lo único que dicen es «Coo… cooo cooo».

—Sí, y «Kiki» las imita —contestó Jack—. Se pasaría horas graznando si yo no le hiciera callar, ¿verdad, «Kiki»?

El loro le cogió la oreja con el corvo pico y se la acarició con dulzura. Le encantaba que le hablase Jorge. Hizo un ruido peculiar y murmuró, amoroso:

—Cooo… cooo… cooo…

—Bueno, basta —dijo Jack—. Ve a escuchar a un ruiseñor o algo así, e imítale. El graznido de un cuervo no es como para maravillar a nadie. ¡Cállate, «Kiki»!

«Kiki» calló y soltó un estornudo muy bien imitado.

—¿Dónde tienes el pañuelo? ¿Dónde tienes el pañuelo? —preguntó.

Con gran delicia de Lucy, Jack le dio un pañuelo, y «Kiki» se pasó unos minutos con él en una garra, dándose en el pico y respingando sin cesar.

—Un truco nuevo —explicó Jack, sonriendo—. No está mal, ¿verdad?

Se podían dar paseos magníficos por los alrededores de la casita. El pueblo se encontraba a tres millas de distancia y, a excepción de unas cuantas cosas y de la única tienda de allá, que vendía de todo, no había más edificios salvo una o dos granjas y una casita solitaria aquí y allá por la colina.

—No es fácil que tengamos ninguna aventura aquí —dijo Jorge—. ¡Está todo tan tranquilo y tan apacible! La gente del pueblo apenas tiene nada que decir. Contestan «Sí, así es» a todo.

—Están medio asustados de «Kiki» —dijo Dolly.

—Sí, así es —repuso Jack, imitando a los del pueblo.

«Kiki» hizo inmediatamente lo propio.

—¿Os acordáis de cuando encerraron a «Kiki» en una cueva bajo tierra, y el hombre que le encerró le oyó hablar solo y creyó que me había encerrado a mí? —inquirió el niño, haciendo referencia a la aventura del verano anterior—. ¡Troncho! ¡Eso sí que fue una aventura!

—Me gustaría correr otra —aseguró Jorge—. Pero supongo que no volveremos a tener ocasión de hacerlo mientras vivamos.

—Dicen que las aventuras les ocurren a los que se aventuran —anunció Jack—. Y creo que nosotros nos aventuramos bastante. No veo yo por qué no hemos de correr muchas más.

—¡Ojalá pudiésemos subir a explorar ese castillo tan raro! —exclamó Dolly, con anhelo, alzando la mirada hacia la cima—. Tiene un aspecto tan extraño, tan desierto y tan solitario, montado allá arriba y como mirando ceñudo al valle. Mamá dice que ocurrió algo horrible allí hace tiempo, pero no sabe qué.

—Procuraremos averiguarlo —se apresuró a decir Jack. Siempre le habían gustado las historias que pusieran los pelos de punta—. Supongo que matarían a gente en él, o algo así.

—¡Oh, qué horrible! ¡Yo no quiero subir allí! —anunció inmediatamente Lucy.

—Bueno, de todas formas, mamá ya dijo que no debíamos subir —aclaró Dolly.

—A lo mejor nos deja ir a buscar nidos de águila —dijo Jorge—. Y si buscando tuviésemos que acercarnos al castillo, ¿cómo íbamos a poder remediarlo?

—Más vale que se lo digamos si es que llegamos cerca —observó Jack, a quien no le gustaba engañar de ninguna manera a la bondadosa señora Mannering—. Le preguntaré si tiene inconveniente.

Conque se lo preguntó aquel atardecer.

—Tía Allie —dijo—, creo que debe haber un nido de águila por la cima de la colina. Es tan alta, que casi parece una montaña… y es ahí donde anidan las águilas. No le importaría que intentase encontrar el nido, ¿verdad?

—No; si vas con cuidado, no. Pero…, ¿tendrías que aproximarte al castillo para buscarlo?

—Quizá sí —contestó francamente Jack—. Pero puede tener la seguridad de que no andaremos haciendo tonterías por ningún corrimiento de tierras, tía Allie. No se nos ocurriría poner en peligro a las niñas.

—Al parecer, estalló una tromba de agua por la cima hace unos años —dijo la señora Mannering—, y cayó tal diluvio, que minó los cimientos del castillo, y la mayor parte del camino que a él conducía resbaló colina abajo. Conque, como ves, pudiera resultar muy peligroso andar explorando por allí arriba.

—Tendremos mucho cuidado —prometió Jack, encantado de que la señora Mannering no les hubiese prohibido rotundamente que subieran hacia el castillo.

Se lo dijo a los otros, que se sintieron emocionados.

—Subiremos mañana, ¿queréis? —dijo Jack—. Es verdad que quiero mirar por ahí a ver si veo un nido de águila.

Aquella tarde, cuando paseaban, experimentaron la curiosa sensación de que alguien les seguía. Una o dos veces Jack se volvió, seguro de que había alguien detrás de ellos, pero sin descubrir a nadie.

—Es raro —le dijo a Jorge en voz baja—. Hubiese jurado que había alguien detrás de nosotros…, oí el chasquido de una rama…, como si alguien la hubiese pisado y partido.

—Sí…, igual me pareció a mí —asintió Jorge—. Vamos a hacer una cosa, Jack. Cuando nos metamos por entre esos árboles, yo me agacharé detrás de unas zarzas y aguardaré, mientras vosotros seguís delante. Así, si alguno nos anda siguiendo por algún motivo, le veré.

Dijeron a las muchachas lo que iba a hacer Jorge. También a ellas les había parecido que alguien les seguía. Se metieron todos por entre los árboles y, al llegar a un matorral apropiado. Jorge se dejó caer de pronto tras él y se escondió, mientras los otros continuaron andando, hablando en voz muy alta.

Jorge aguzó el oído. Al principio nada oyó. Luego percibió un rumor, y le latió con violencia el corazón. ¿Quién les seguía y por qué? Parecía tonto aquello. Alguien llegó al matorral. Alguien se deslizó por delante, sin verle. Jorge miró a ese «alguien» y quedó tan sorprendido que exhaló una exclamación:

—¡Hombre!

Una niña vestida de harapos, descalza y desgreñada, dio un brinco de sobresalto y se volvió. Jorge salió de su escondite y la sujetó por las muñecas, no con brutalidad, pero sí con suficiente fuerza para que no pudiese escaparse. Ella intentó morderle y le dio un fuerte puntapié con los pies descalzos.

—No seas tonta —le dijo Jorge—. Te soltaré cuando me digas quién eres y por qué nos sigues.

La niña no le contestó, limitándose a mirarle con ojos negros, iracundos. Los otros, al oír la voz de Jorge, regresaron corriendo.

—Ésta es la persona que nos estaba siguiendo —dijo Jorge—. Pero no consigo arrancarle una palabra.

—Es una gitana —observó Dolly.

La otra la miró torvamente. Luego vio a «Kiki» posado en el hombro de Jack, y fue incapaz ya de apartar la vista de él.

—Me parece que nos ha estado siguiendo para poder echarle una mirada al loro —dijo Jorge, riendo—. ¿Es así, gitanilla?

La muchacha asintió con la cabeza.

—Sí, así es —contestó.

—Sí, así es —repitió «Kiki».

La niña le contempló y se echó a reír. La risa le cambiaba el rostro, dándole un aspecto alegre y travieso.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Jorge, soltándola.

—Tassie. Vi ese pájaro y os seguí. No iba con malas intenciones. Vivo al otro lado de la colina con mi madre. Sé dónde vivís vosotros. Sé todo lo que hacéis.

—¡Ah!… Has estado espiando y siguiendo nuestros pasos, supongo —dijo Jack—. ¿Conoces esta colina bien?

Tassie asintió con un gesto. Apenas apartaba los ojos de «Kiki». El loro parecía fascinarla.

—¡Quiquiriquí suena el pito! —anunció el pájaro, mirándola—. Abre el libro por la pagina seis.

—Oye…, ¿tú sabes si las águilas anidan en la cima? —le preguntó Jack, de pronto.

Se le ocurrió pensar que una niña medio salvaje como aquella quizá supiera esas cosas.

—¿Qué es un águila? —preguntó Tassie.

—Un pájaro grande. Un pájaro muy grande con un pico curvado y…

—¿Como éste? —preguntó la niña con ingenuidad, señalando a «Kiki».

—No —respondió Jack—. Bueno, déjalo. Si no sabes cómo es un águila, tampoco sabrás dónde anida.

—Es hora de volver a casa —dijo Jorge—. Tengo apetito. Tassie, enséñanos el camino más corto.

Con gran sorpresa de Jorge, Tassie dio media vuelta y echó a correr cuesta abajo, con tanta seguridad en los pies como una cabra. La siguieron y les llevó por un atojo que acortaba tanto el camino, que todos quedaron asombrados al ver Spring Cottage ante sus ojos.

—Gracias, Tassie —dijo Jorge.

Y «Kiki» coreó:

—Gracias, Tassie.

En el rostro de la niña se dibujó una sonrisa, desvaneciéndose su habitual expresión de hosquedad.

—Ya os volveré a ver —dijo.

Y dio media vuelta para marcharse.

—¿Dices que vives en esa casita vieja al otro lado de la colina? —gritó Jack, tras ella.

—¡Allí mismo! —gritó la niña a su vez.

Y desapareció por entre los matorrales.