Capítulo II

Llegan los niños… con «Kiki».

Las dos niñas se pasaron aquel día y la mañana siguiente explorando la casa. Era, desde luego, pequeña, pero tenía el tamaño suficiente para darles cabida a todos. Había una cocina estilo antiguo, y una minúscula sala, y en el piso superior, tres alcobas pequeñas.

—Una para mamá —dijo Dolly—, otra para ti y para mí, Lucy, y la otra para nuestros hermanos. Mamá cocinará y hemos de ayudar todos a hacer el trabajo de la casa, que no será gran cosa. ¿Verdad que es muy bonita nuestra alcoba?

Era una habitación metida debajo del tejado con una ventana que sobresalía por entre el bálago. Las paredes tenían una inclinación rara, y el techo estaba inclinado también. El suelo era muy desigual y las puertas tan bajas que Dolly, que se estaba haciendo muy alta ya, se veía obligada a agachar la cabeza para poder pasar por alguna de ellas.

—Spring Cottage —dijo—. Es un nombre bonito para esta casa. Sobre todo en primavera.

—La llaman así por el manantial que hay detrás —explicó la madre—. El agua brota primero en el patio del castillo, según tengo entendido, se mete por un túnel que ella misma ha abierto, surge como nuevo manantial por encima de esta casa, cruza nuestro jardín, y desaparece luego colina abajo.

Las muchachas exploraron el arroyuelo. Encontraron el punto por donde manaba, y Dolly probó el agua. Era fresca y clara como el cristal. Le gustaba oír su gorgoteo en el descuidado jardín. Lo oyó toda la noche con delicia. La vista desde la casita era magnífica. Podían ver todo el valle y el serpeante camino que conducía, ladera arriba, hasta la casa. Allá lejos, en la distancia, estaba la estación de ferrocarril, que parecía un edificio de juguete.

—Igual que la locomotora y los vagones que tenía Jack —dijo Lucy, recordando—. Y, ¡cómo se enfadaba tío Godofredo cada vez que la poníamos en marcha! Acostumbraba decir que hacía más ruido que una tormenta. ¡Ah, cuánto me alegro de que no vivamos ya con él!

Dolly consultó su reloj.

—Ya es casi hora de ir a esperar el tren —dijo—. Apuesto a que los chicos están excitados a más no poder. Ven, vamos a buscar a mi madre.

La señora Mannering estaba a punto de sacar el coche del cobertizo. Las niñas montaron a su lado. Lucy estaba muy emocionada, tantas eran sus ganas de ver a Jack de nuevo. Y a Jorge también. ¡Ojalá no tuviera Dolly uno de sus arranques de genio demasiado pronto! Jorge y ella reñían mucho más de lo que debieran.

Llegaron a la estación. Lucy se paseó por el andén esperando que se anunciara la proximidad del tren. La señal cambió, por fin, con alarmante ruido y, casi en el mismo instante, se vio aparecer una nube de humo y dobló la curva la locomotora.

Los dos niños estaban asomados a las ventanillas, agitando las manos y gritando. Las niñas les saludaron a gritos también, poniéndose a continuación a bailar de contentó.

—¡Ahí está «Kiki»! —exclamó Lucy—. ¡«Kiki»!

El loro soltó un chillido y voló del hombro de Jack para aterrizar sobre el de la niña, a la que frotó la mejilla con el pico, haciendo un ruido raro. Estaba encantado de verla.

Los muchachos saltaron del vagón. Jack corrió a Lucy y le dio un fuerte abrazo al que correspondió ella con otro, brillándole los ojos como estrellas. «Kiki» exhaló otro chillido y volvió al hombro de Jack.

—Límpiate los pies —le dijo con severidad al sobresaltado mozo—. Y, ¿dónde tienes el pañuelo?

Jorge le sonrió a su hermana Dolly.

—¡Hola, chica! —le dijo—. ¡Cómo has crecido! Menos mal que he crecido yo también, si no serías tan alta como yo. ¡Hola, Lucy…, tú no has crecido! ¿Has sido buena en el colegio?

—¡No hables como una persona mayor! —le contestó Dolly—. Mamá aguarda fuera, en el coche. Ven a verla.

El mozo recogió el equipaje con una carretilla y siguió a los cuatro niños, que estaban la mar de excitados. «Kiki» fue a posarse sobre las maletas, y miró al hombre con ojos relucientes.

—¿Cuántas veces he de decirte que cierres la puerta? —preguntó.

El mozo soltó la carretilla, alarmado. No sabía si contestarle a aquel pájaro tan extraordinario. «Kiki» soltó una risa igual que la de Jack y salió volando hacia el automóvil, intentando posarse sobre el hombro de la señora Mannering. La madre de Dolly le resultaba muy simpática.

—Atención, por favor —dijo el loro, con severidad—. Abrid los libros por la página seis.

Todos se echaron a reír.

—Ha aprendido eso de uno de los maestros —les dijo Jack—. ¡Oh, tía Allie, no sabes la gracia que ha tenido durante el viaje! Asomaba la cabeza por la ventanilla en todas las estaciones y decía «¡adelante!» como se lo había oído decir al jefe del tren y, ¡había que ver la cara del maquinista!

—No sabes cuánto me alegro de tenerte otra vez conmigo —dijo Lucy, pegándose a su hermano.

Le adoraba, aun cuando él apenas le hacía caso. Subieron al automóvil y el mozo cargó el equipaje como pudo, sin perder de vista al loro.

—Haz el favor de cerrar la puerta —ordenó éste. E inició una de sus interminables risitas.

—Cállate, «Kiki» —le dijo Jack, viendo la cara de sobresalto del mozo—. Pórtate como es debido, o te vuelvo a mandar al colegio.

—¡Oh, qué niño tan malo! —contestó el pájaro—. ¡Oh, qué malo, malo, malo, malo…!

—¡Te sujetaré el pico con una goma como te atrevas a decir otra palabra! —amenazó Jack—. ¿No estás viendo que quiero hablar con tía Allie?

Jack y Lucy llamaban tía Allie a la señora Mannering porque resultaba más agradable y cariñoso. A ella, por su parte, le eran muy simpáticos los dos niños, y en particular Lucy, por ser ésta muchísimo más dulce y afectuosa de lo que había sido Dolly jamás.

—Oye —exclamó Jorge, mirando por la ventanilla del automóvil—, ¿sabes que esta comarca parece emocionante? ¡Hay pájaros en abundancia para ti, Pecas… y animales de sobra para mí!

—¿Dónde está esa rata parda que tenías en el colegio? —preguntó Jack, mirando de reojo a Dolly.

Ésta soltó inmediatamente un chillido. Jorge empezó a rebuscar en los bolsillos, metiendo la mano en uno y después en otro, mientras Dolly le contemplaba horrorizada, esperando ver aparecer una rata parda.

—¡Mamá! ¡Para el coche y déjame ir a pie! —suplicó—. Jorge lleva una rata encima.

—Aquí está… oh, no, es el pañuelo —murmuró Jorge—. ¡Ah!, ¿qué es esto?… No, tampoco. Ahora…, vaya, ya está…

Fingió estar intentando sacar, con dificultad, algo del bolsillo. —Conque quieres morderme, ¿eh?— dijo.

Dolly volvió a chillar. La madre paró el coche. Dolly agarró el tirador de la portezuela disponiéndose, asustada, a abandonar el vehículo.

—Tú no te muevas, Dolly —le dijo la señora Mannering—. Jorge, baja tú y llévate a ese bicho contigo. Estoy completamente de acuerdo con Dolly… No quiero que ande corriendo por encima de nosotros ninguna rata. Conque puedes apearte e ir a pie.

—Mira, mamá, la verdad es que… me he dejado la rata en el colegio —contestó el niño, riendo—. Sólo quería hacerle rabiar un poco a Dolly.

—¡Bruto! —exclamó la niña.

—Me lo imaginaba —dijo la madre, poniendo el vehículo en marcha de nuevo—. Bueno, anda con cuidado, porque has estado a punto de tener que ir a casa a pie. A mí no me molesta ninguno de los bichos que recoges…, salvo las ratas y las culebras. Y, ahora, ¿qué os parece Spring Cottage?

A los niños les gustó tanto como les había gustado a las niñas. Pero lo que verdaderamente les encantaba era el castillo. Dolly se olvidó de poner morro al señalárselo a los muchachos.

—Subiremos allá —dijo inmediatamente Jack.

—Me parece que no —intervino la señora Mannering—. Acabo de explicarles a las niñas que es un lugar muy peligroso.

—Pero…, ¿por qué? —inquirió Jack, chasqueado.

—Hubo un corrimiento de tierras en el camino, y nadie se atreve a subir a él por ahora. También he oído decir que todo el castillo está resbalando y que podía desmoronarse si se corriera un poco más la tierra.

—Eso suena la mar de emocionante —dijo Jorge, brillándoles los ojos.

Entraron en la casita, y las muchachas les enseñaron su alcoba bajo el tejado. Lucy estaba tan encantadora de encontrarse con Jack de nuevo, que apenas podía dejarle solo un segundo. El niño se parecía mucho a su hermana, con su cabello de un rojo profundo, los ojos verdes y centenares de pecas. Era un muchacho muy natural y bondadoso y la mayoría de la gente lo encontraba simpático desde el primer instante.

Jorge, a quien Jack llamaba con frecuencia Copete, se parecía mucho a su hermana también; pero tenía mucho mejor genio. Tenía el mismo mechón indómito de pelo delante, que era característica, al propio tiempo, de la madre. Por eso, al referirse a ellos, Jack los llamaba, con frecuencia, «Los Tres Copetes». Los muchachos eran de un poco más edad que las niñas, y muy buenos amigos en verdad.

—¡Las vacaciones por fin! —dijo Jorge, abriendo su baúl.

Dolly lo observó atentamente desde una distancia prudencial.

—¿Llevas algún bicho ahí dentro? —quiso saber.

—Sólo un erizo jovencito —le contestó su hermano—. Y no te preocupes, que no tiene pulgas.

—Apuesto a que sí —dijo Dolly, retrocediendo unos pasos—. No me olvidaré nunca del erizo que encontraste el verano pasado.

—Te digo que este recién nacido no tiene ni media pulga —insistió Jorge—. Compré un insecticida en la farmacia y se lo eché por encima y está más limpio que una patena. Aún no se le han vuelto pardas las púas.

Las niñas contemplaron con interés la minúscula bola llena de pinchos que llevaba entre los jerseys del baúl. Se desenrolló ésta un poco, asomando un hociquito.

—Es muy mono —dijo Lucy.

Y ni a la propia Dolly parecía asustarla.

—El único inconveniente que tiene es que va a resultar demasiado espinoso para llevarlo encima —observó Jorge, metiéndoselo en el bolsillo del pantalón.

—Seguramente dejarás de cargar con él en cuanto te hayas sentado encima un par de veces. Las púas se encargarán —dijo Dolly.

—Es muy probable —asintió el hermano—. Y procura tú no molestarme demasiado, Dolly…, ¡estaría que ni pintado para metértelo en la cama!

—Dejaos de discutir y salgamos a explorar —intervino Jack—. Lucy dice que hay un manantial en el jardín que baja desde el castillo.

—Yo soy el rey del castillo —anunció «Kiki», meciéndose encima de la mesa de tocador—. ¡Quiquiriquí suena el pito!

—Me parece que te estás haciendo un lío —dijo Jack—. Vamos…, ¡a salir todos!