Capítulo XXX

Bill entra en acción

Bill saltó del coche, asió a Jorge del brazo, y le miró.

—¿Estás bien? —quiso saber—. ¿Estáis todos bien? Tu madre casi se ha vuelto loca de angustia.

—Estoy divinamente, Bill. Y todos los otros también. Pero nos hemos metido en una aventura la mar de extraordinaria. He de contárselo aprisa. Tenemos que ponernos a trabajar. Verá usted…

—Entremos en la comisaría —dijo Bill.

Jorge siguió a la corpulenta figura, lleno de alivio al oír su voz decidida y ver su rostro fuerte e inteligente.

A los pocos minutos, le estaba contando la historia. Bill le escuchó lleno de asombro, interrumpiéndole de vez en cuando con una pregunta. Cuando oyó cómo había sacado el niño la estatua de la caja, ocupando él su lugar, rompió a reír.

—¡En mi vida he conocido a unos niños como vosotros! ¿Qué diablos haréis a continuación? Me abrumáis. Pero, bromas aparte, esto es verdaderamente extraordinario. Jorge, verdaderamente extraordinario. Los hombres con quienes habéis estado son los mismos tras los que ando yo desde hace algún tiempo. No conseguíamos averiguar qué tramaban…, aunque sabíamos que no era nada bueno.

—¿De veras? —exclamó Jorge, sorprendido—. A propósito, Bill…, aquella noche que teníamos que irnos con usted en su aeroplano… y nos equivocamos de aparato…, oímos disparos. ¿Tuvo eso algo que ver con usted?

—Ya lo creo. Dio la casualidad que fueron vistos allí dos de aquellos hombres, y detenidos. Se abrieron paso a tiros… y eso fue lo que oísteis. Por poco me metieron a mí un balazo en la pierna. Te aseguro que nos encantará poderles echar el guante y tener algo de qué acusarles. Son unos bribones muy hábiles. Sudamericanos. En contacto con criminales de guerra que les dijeron dónde encontrar muchos de los tesoros perdidos o escondidos en Europa. Muchos de ellos no se han encontrado nunca, como sabrás.

—¡Troncho! ¡Aguarde a que vea nuestras cavernas de tesoros! —dijo Jorge—. Oh, y a propósito, aquí tiene un librito de notas que me llevé del bolsillo de uno de esos hombres.

Se lo entregó. Bill le echó una mirada y por poco se le desorbitan los ojos.

—¡Caramba! ¿Tú sabes lo que es esto? ¡La clave que emplean esos granujas y la lista de toda la gente complicada en el asunto…, con su dirección en clave! Jorge, mereces una medalla. Éste es un hallazgo de primera. Vamos a poder atrapar a toda la cuadrilla.

Jorge quedó encantado al ver la satisfacción de Bill. Éste se puso en pie y se dirigió al teléfono. Hizo varias llamadas, cortas, pero expresivas. Jorge, que las escuchó, no entendió gran cosa. Esperaba que Bill saliera pronto a rescatar a los otros. Estarían aguardando, llenos de ansiedad.

Bill colgó el auricular por fin.

—Vamos a llevarnos mi aeroplano y otro con doce hombres, incluyéndome a mí —dijo—. Saldremos a las doce.

—Yo iré también, ¿verdad? —preguntó con ansiedad, el niño.

—Creo que será mejor que te quedes y veas a tu madre —contestó Bill—. Además, podría haber algo de jaleo cuando lleguemos nosotros allá.

Jorge le miró con la mayor indignación.

—¡Bill! ¡Los otros estarán allí…, Jack y las niñas! Y…, ¿quiere excluirme a mí? ¿No vine yo aquí? ¿No fui yo quien…?

—Bueno, bueno, hijo mío —respondió el inspector—. Irás con nosotros. Dios sabe en qué otra aventura te meterías como te dejase atrás.

Jorge se animó en seguida. Se sacó a «Tijita» del bolsillo y se la presentó a Bill.

—Le presento a «Tijita Malita» —dilo. Y la lagartija corrió a la rodilla de Bill.

—Ese nombre me huele a «Kiki» —dijo el detective—. ¡«Tijita Malita»! ¡Qué nombre para una lagartija!

—Supongo que no podremos encontrar nada que comer aquí, ¿verdad? —quiso saber el niño, preguntándose si habría alguna vez comestibles en una comisaría—. He mordisqueado un poco de chocolate a ratos, pero nada más.

—Iba a proponer que le pidiéramos al guardia de aquí que nos suministrara una buena comida —dijo Bill—. Podríamos ir al hotel, pero no estás muy presentable en estos instantes. Pareces estar expeliendo pajas por todas partes, desde los pies hasta la coronilla. Haremos una buena comida y luego te lavaremos y cepillaremos.

Se alzó el viento mientras comían. Bill miró, con ansiedad, por la ventana.

—Dios quiera que amaine el viento —observó—. Me parece que va a haber tempestad.

Y tuvo razón. Un poco antes de la hora en que debían marchar en el coche al aeródromo sonó el teléfono. Contestó el detective. Escuchó atentamente, y luego se volvió hacia Jorge.

—El parte meteorológico pronostica galerna —dijo—. Me temo que es inútil salir aún. El tiempo está muy tempestuoso por donde queremos ir.

—¡Qué mala suerte! —exclamó el niño, chasqueado y lleno de ansiedad—. Estarán la mar de preocupados los otros aguardándonos.

—Lo creo. Pero el aeródromo no da estos avisos sin causa justificada. Por lo visto esperan una de esas tormentas en las que un avión se vería obligado a volar completamente a ciegas. Y eso no es ninguna broma. No tendremos más remedio que aguardar un poco.

Jorge se llevó un disgusto. Sería terrible que los otros llegaran antes que ellos. Quería que Bill les pillara con las manos en la masa, que llegara antes que ellos y aguardara a que fueran a marchar de nuevo cargados con el tesoro aquel tan valioso.

—A propósito, Bill…, ¿cómo sabe usted adonde volar? —preguntó de pronto—. Yo no sabía qué valle era…, ni dónde estaba…, salvo que se trata de Austria. Elsa y el viejo nos dijeron eso.

—Está anotado en este librito tan interesante que me diste, junto con el nombre de otros sitios donde también pueden hallar tesoros escondidos. Ah, ese librito me dijo muchísimas cosas que yo quería saber. Jorge.

Sacó un mapa y le enseñó al muchacho con exactitud dónde estaba el valle.

—Lo pasó muy mal durante la guerra —dijo—, y el único desfiladero que a él conducía fue bombardeado durante la misma. No se ha despejado el paso aún, que yo sepa. Había planes para empezar a hacerlo este mismo año. Un hombre llamado Julius Muller, el mismo con quien te dijeron que te pusieras en contacto, ha intentado obtener permiso para abrir paso al valle y penetrar en él.

—¿Qué habrá sido de Otto? —murmuró el niño—. El pobre prisionero, ¿sabe?

—Sus señas están en el librito. He pedido ya información sobre él. Seguramente la recibiré muy pronto.

Así fue. Sonó el teléfono aquella tarde, y una voz informó a Bill que a Otto Engler se le había encontrado sin conocimiento a la entrada de un gran hospital. Poco faltó para que muriese de un ataque al corazón, pero iba mejorando ya, aunque aún no podía hablar.

—Apuesto a que esos brutos le maltrataron y le obligaron a decirles el sitio exacto en que se encontraban las cavernas —dijo Jorge—. Luego le devolverían a su punto de origen, abandonándole en la calle, enfermo y aterrado.

—Es muy posible —asintió Bill—. No creo que tengan escrúpulos de ninguna clase.

Volvió a sonar el teléfono. Bill contestó de nuevo.

—El tiempo empeora —le dijo a Jorge—. Tendremos que aplazar el viaje hasta mañana. Lástima que tu madre esté tan lejos, de lo contrario, hubiéramos podido ir a verla. He estado intentando, desde que supe de ti, ponerme en contacto con ella por teléfono.

Jorge sí que habló por teléfono con su madre aquella tarde. La señora Mannering sintió tal alivio al oír su voz que apenas pudo decir ella una palabra. Jorge, sin embargo, encontró mucho que decir, y tuvo que interrumpirse a mitad de relato porque le cortaron la comunicación.

El día siguiente amaneció despejado y cálido. El viento casi había desaparecido por completo, agotándose durante la noche, que había sido muy tempestuosa. Jorge se había despertado un par de veces, alegrándose de que no hubieran intentado volar con tiempo semejante.

Durmió en una cómoda cama que le instalaron en una celda de la comisaría. Aquello le pareció emocionante.

—Es la primera vez que he pasado una noche en la cárcel —le dijo a Bill.

—Pues espero que sea la última —le respondió éste—. La cárcel no es un lugar agradable, muchacho.

El coche del inspector se detuvo ante la puerta. Era grande, brillante y veloz. Jorge y él montaron. Bill lo puso en marcha y partieron con rapidez. ¡Veinte millas, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta por ahora y más! El niño estaba excitadísimo.

—¡Cómo corre! —exclamó—. Es curioso que parezca un automóvil más rápido que un avión cuando se viaja en él para ganar tiempo.

Llegaron a aeródromo por fin. Allí estaba el avión de Bill, con las hélices en movimiento. A su lado había otro muy parecido. Once hombres aguardaban. Saludaron a Bill.

—Súbete a mi aparato —le dijo éste a Jorge—. Quiero hablar con mis hombres.

Habló con ellos y subió a su vez. Cinco de los hombres subieron al aparato de Bill. Los otros seis montaron en el otro. Las hélices giraron más aprisa y, con brusco estruendo, el avión de Bill despegó primero, seguido de cerca por el segundo. Volaron de cara al viento, describiendo varios círculos, ganando altura, y enderezando luego el vuelo hacia el Este.

Jorge exhaló un suspiro de alivio. Las cosas se ponían en movimiento otra vez. Pronto volvería a ver a los otros. ¡Cuánto se alegrarían!

Al cabo de un rato, Bill le habló:

—Nos acercamos a ese valle nuestro. Jorge… Echa una mirada a ver si lo reconoces.

El niño miró hacia abajo.

—¡Sí, sí! —exclamó—. ¡Ése es! ¡Y mire! ¡Hay cuatro aviones ahí abajo! ¡Ahí es donde hemos de aterrizar! Más vale que vaya con cuidado por si andan los hombres por los alrededores y disparan.

El aparato de Bill empezó a descender. Viró en el aire e hizo un aterrizaje perfecto. El segundo aeroplano hizo lo propio.

Se pararon los motores. Hubo un silencio. Bill aguardó a ver si salía corriendo alguien. Ni un alma. Se apearon todos. Jorge siguió su ejemplo. No parecía haber nadie por allí. Bill ordenó a sus hombres que se dispersaran y registraran los alrededores antes de seguir adelante. No tardó uno de ellos en dar un grito.

—¡Eh! ¡Hay uno de ellos aquí, atado como un paquete!

Era Pepi, medio muerto de frío y de hambre. Se alegró tanto de que le pusieran en libertad, que no dio muestras de gran sorpresa al ver a tantos desconocidos. Se acercó dando traspiés a Bill, escoltado por uno de los agentes.

—Metedle en la cabaña y cerradle con llave —ordenó el inspector—. ¿Quién puede haberle atado, Jorge?

—No puedo imaginármelo —respondió el niño, extrañado—. Y, mire, Bill…, aquí hay dos de nuestras maletas… Supongo que se habrán caído del árbol. Es raro.

—Aún quedan siete hombres con quienes contar —dijo Bill—. Bien. Bueno, más vale que emprendamos el camino de las cavernas. Andad con los ojos bien abiertos, muchachos, no sea que nos tiendan una emboscada. No nos interesa que nos tiroteen sin previo aviso.

Echaron a andar, enseñándoles Jorge el camino. Bill se quedó asombrado al ver el valle, las enormes montañas, las quemadas ruinas… Encontraba extraordinario el pensamiento de que aquellos cuatro niños hubieran quedado empantanados allí y corrido tan emocionantes aventuras.

—¿Oye usted la cascada ahora? —inquirió Jorge al cabo de un rato—. ¡Yo sí! Nos estamos acercando.

A los hombres les asombró oír el rumor del salto del agua, y aún les asombró más verlo. No dijeron gran cosa, porque eran hombres duros, a los que difícilmente sorprendía ninguna cosa. Pero se detuvieron a contemplarlo un rato.

—Ahora…, cuidado…, nos estamos acercando a la entrada de las cuevas —dijo Jorge, por fin—. ¿Voy yo primero? Creo que será mejor.