Un viaje muy extraño
¿Qué había sido de Jorge? Desde luego estaba corriendo una buena aventura. Durmió bajó un montón de mantas y gabanes hasta el amanecer. Los aeroplanos aterrizaron entonces, rodando por el suelo sobre sus enormes ruedas. Jorge se despertó al instante. Abrió un hueco entre las mantas y atisbo para ver qué hacían los tripulantes del aparato. Se estaban apeando. ¡Qué suerte que no se les hubiera ocurrido echar una mirada por el interior del avión, ni coger uno de los abrigos de la pila! Otros hombres, allí en tierra, estaban saludando a los recién llegados. Jorge se incorporó e intentó oír lo que le decían. Pero la mitad de la conversación se sostuvo en un idioma extranjero y, en cualquier caso, el jaleo era demasiado grande para que pudiera distinguir palabras.
Miró por el interior. Había una de las cajas en el centro cubierta con una lona. Intentó ver qué contenía. Metida entre paja estaba una de las estatuas, evidentemente una de gran valor. Atisbo cautelosamente por la ventana del avión, porque habían dejado de oírse las voces. ¿Dónde estaban los hombres? ¿Podría apearse ahora y huir en busca de ayuda? Se quedó mirando al exterior, con sorpresa. Los aviones, y algunos otros más, se hallaban en una vasta planicie cubierta de hierba. Y delante y todo alrededor…, ¡se veía el mar! Debían encontrarse en una isla.
Se sentó a reflexionar unos instantes. Aquellos hombres eran unos granujas. Estaban haciendo un negocio con valiosos tesoros escondidos durante la guerra y quizás olvidados. Tenían aviones propios…, y un campo de aterrizaje secreto. ¿Qué mejor que una isla solitaria, en la vecindad de la costa escocesa, por ejemplo?
—Entonces, supongo que tendrán canoas, automóviles o lanchas propias para llevarse las cosas —pensó Jorge—. ¡Es una cuadrilla bien organizada! Jamás conseguiré salir de aquí sin ser visto…, jamás. Si es una isla, y lo parece, soy tan prisionero aquí, como lo fui en las cuevas del tesoro. ¡Qué mala pata!
De pronto se acordó de la idea de Dolly. ¿Y si se escondiera en la caja? Con toda seguridad embarcarían aquella figura para mandarla a alguna parte y venderla. Bueno y, ¿por qué no iba a poder él ir con ella?
Miró por la ventanilla otra vez para ver dónde estaban los hombres. Evidentemente comían en una cabaña situada a cierta distancia. Calculó que disponía de media hora por lo menos para hacer sus preparativos. Aflojó un poco más la lona, que no estaba atada muy prieta. Descubrió que el cajón iba sujeto con una especie de aldabilla. Al levantarla, todo un lado de la caja se abrió, como si fuera una tapa. La imagen se encontraba dentro, recubierta de paja, que empezó a salirse. A Jorge le pareció la efigie de algún santo antiguo. La miró con atención. ¿Era posible que estuviese hecha de oro? Esa sensación daba, por lo menos. En cualquier caso, era igual. Iba a reposar en el mismo sitio en que había estado reposando el niño; debajo de mantas y gabanes. Y Jorge ocuparía su lugar. No le costó gran trabajo sacarla; pero, una vez fuera encontró que pesaba bastante. Casi le hizo perder el equilibrio, aunque tenía un tamaño aproximadamente igual al suyo.
La arrastró hasta la pila de mantas y la tapó bien para que no se viera asomar ninguna parte de ella. Luego recogió cuidadosamente todas las pajas caídas y volvió a meterlas en el cajón. A continuación se introdujo él. La estatua había dejado un hueco bastante grande y procuró acomodarse él en el mismo sitio. Tiró de la tapa lateral para cerrarla y se envolvió en la paja. Pero no podía sujetar la aldabilla desde dentro y hubo de dejarla así, confiando en que, si los hombres se daban cuenta de que estaba abierta, creerían que se trataba de un accidente.
Hacía un calor enorme allá dentro. Jorge se alarmó un poco, pensando en que a lo mejor no podía respirar al cabo de un rato. Hizo un túnel en la paja a la altura de su boca y de su nariz. Después de eso se sintió mejor.
Llevaría en la caja cosa de un cuarto de hora, cuando se acercaron dos hombres con un carro. Descargaron todos los aviones. Sacaron con cuidado la caja en que se hallaba Jorge y, cuando el lado se movió, sujetaron la aldabilla, sin sospechar que, en lugar de una estatua, lo que iba dentro era un niño vivito y coleando.
Cargaron la caja en el carro con otras cosas. Luego partió el vehículo hacia el mar, saltando por los baches. Jorge recibió un buen zarandeo. La paja le hacía cosquillas y le pinchaba por todas partes. Apenas podía respirar. Pero no le importaba. Pronto se hallaría a bordo de un barco camino de tierra. Cuando llegara, podría escaparse y dirigirse a la policía. Conque soportó con paciencia las incomodidades, procurando esquivar las puntas de la paja mediante el sencillo procedimiento de removerse de vez en cuando un poco. No veía nada. Sólo pudo deducir que habían llegado por fin a un muelle donde estaba atracada una lancha grande. Le transportaron a bordo, depositándole en la cubierta inferior. Colocaron otras cosas a su lado. Se oyeron luego voces dando órdenes. Arrancó el motor de la lancha y Jorge sintió que la nave se deslizaba por el agua. ¡Se habían puesto en marcha!
—Esta gente no pierde mucho tiempo —se dijo—. Procuran no conservar en su poder estas cosas más de lo absolutamente necesario. ¿Quién se las comprará?
El viaje hasta tierra, fuera éste cual fuese, resultó largo. Esto confirmó la creencia del niño de que el campo de aterrizaje se encontraba en una isla desierta y apartada. Por fin la lancha entró en puerto. Empezaron a descargarla inmediatamente.
No manejaron la caja aquella con guantes de seda. En cierto momento. Jorge se vio colocado patas arriba durante medio minuto. Pasó un rato terrible. Creyó que tendría que gritar pidiendo auxilio. Pero cuando empezaba a decirse que no podría soportar aquella posición un segundo más, sintió que levantaban la caja de nuevo y la ponían en un vehículo motorizado, que partió en seguida.
Al cabo de un rato se detuvo. Oyó el silbido de una locomotora, y le dio un vuelco de alegría el corazón. Se hallarían, probablemente, en una estación de ferrocarril. Quizá le metieran en un furgón de equipajes o en un tren de mercancías. Resultaría fácil escapar entonces. No se había atrevido a intentarlo antes, porque tenía la seguridad de que todos los que habían tocado la caja eran cómplices de los ladrones.
No le metieron en un tren. Le dejaron en un apartadero, junto con otras mercancías que habían de marchar en otro tren. Aguzó el oído, con la esperanza de oír alejarse al vehículo que le trajera. Podría salir sin peligro entonces.
Aguardó unos veinte minutos. Luego empezó a intentar liberarse. Pero no pudo descorrer la aldabilla. Se puso a gritar:
—¡Eh! ¡Eh! ¡Auxilio!
Un mozo que se hallaba a cierta distancia, dio un salto de alarma. Volvió la cabeza. No había nadie a la vista más que un viajero solitario que aguardaba el tren siguiente, y otro mozo en el andén opuesto. Jorge volvió a gritar:
—¡Eh! ¡Eh! ¡Sáquenme de aquí!
El mozo se asustó. Miró al viajero. ¿Habría él oído los gritos también o era pura imaginación suya, que habían gritado? El viajero sí que los había oído y su rostro reflejaba alarma.
—Alguien se encuentra en algún trance apurado —dijo, acercándose al mozo—. Suena como si estuviera en ese apartadero pequeño.
—No hay nadie allí —contestó el mozo, mirando hacia donde le señalaban.
—¡Eh! ¡Dense prisa y sáquenme! —sonó con urgencia la voz de Jorge.
Y, con gran horror del viajero y del mozo, la enorme caja empezó a oscilar.
—¡Hay alguien ahí dentro! —exclamó el mozo, corriendo hacia la caja.
Alzó la aldabilla con dedos trémulos. Jorge salió al instante, paja en el cabello, paja en el cuello, paja por todas partes, y terriblemente excitado.
—¡Quiero ir a la comisaría! —anunció—. No puedo detenerme a darle a usted explicaciones ahora. ¿Dónde está la comisaría?
—Allá —tartamudeó el mozo, indicando un edificio pequeño, cuadrado, a unos cien metros de la estación—. Pero…, pero…, pero…
Jorge le dejó «pereando» y corrió hacia la comisaría, emocionado. Le había salido divinamentela fuga, pensó. Irrumpió en la comisaría y casi dio un susto al guardia.
—Quiero denunciar algo importante a alguien que tenga autoridad —dijo Jorge—. ¿Quién es el Jefe aquí?
—Yo soy el policía de guardia. ¿Quién eres y qué quieres? Puedes presentarme la denuncia a mí.
—Quiero usar el teléfono —anunció Jorge, pensando que sería una buena cosa ponerse en contacto con Bill cuanto antes. ¿Puede conseguirme usted comunicación con el número que le diga?
—Oye, oye, el teléfono de la policía no puede usarse sin motivos fundados —le contestó el guardia, que empezaba a creer que aquel niño cubierto de paja estaba loco—. ¿Cómo te llamas y dónde vives?
—Me llamo Jorge Mannering —contestó el niño con impaciencia—. No me entretenga ni me detenga, por favor. Tengo cosas muy importantes de que dar cuenta.
El nombre hizo que el guardia enderezara las orejas.
—¿Jorge Mannering? —exclamó—. ¡Escucha!…, ¿eres tú uno de los niños desaparecidos? Hace días que faltan cuatro. ¿Eres tú uno de ellos?
Sacó una carta impresa del cajón y la miró. Se la dio luego a Jorge. Con gran sorpresa suya, el niño vio su propia fotografía, la de Lucy, la de Jack y la de Dolly —y la de «Kiki» también, naturalmente—, junto con los nombres y descripción de cada uno de ellos debajo.
—Sí, yo soy éste —dijo, señalando su propio retrato—. Jorge Mannering. Y quiero ponerme en contacto con Bill Smugs…, no, su verdadero nombre es Cunningham, claro; inmediatamente. «Es importantísimo».
El guardia entró de pronto en actividad. Descolgó el auricular del teléfono. Pidió un número que le dieron inmediatamente. Habló con un superior.
—Jefe, uno de los niños desaparecidos acaba de presentarse aquí… Jorge Mannering… Quiere dar cuenta de algo al detective inspector Cunningham. Sí, jefe. Así lo haré, jefe. Se volvió hacia Jorge.
—¿Están los demás niños contigo?
—No; pero están sanos y salvos y no corren peligro…, de momento. Yo he logrado escaparme y quiero ayudar a salvarles. ¿Puedo conseguir comunicación con Bill Cunningham, por favor?
El guardia habló por teléfono.
—Los otros niños están bien, pero no se encuentran con él. Tenga la bondad de notificarlo a la señora Mannering. Habrá nuevas noticias más tarde. ¿Cuándo estará aquí el inspector?
El policía colgó el auricular y miró con satisfacción a Jorge. ¡Y pensar que aquel emocionante caso de los «Niños Desaparecidos» iba a resolverse en su propio distrito!
—¿Dónde estoy? —preguntó Jorge, de pronto—. ¿Cómo se llama este sitio?
—¿No lo sabes? —exclamó el otro, sorprendido—. Ésta es la población de Gairdon, en la costa nordeste de Escocia.
—Me figuré que me encontraría en algún sitio así —murmuró Jorge—. Siento no poder decir nada…, pero creo que será mejor que aguarde a Bill.
Y Bill llegó, ¡en su aeroplano! Aterrizó en el aeródromo más próximo, tomó un automóvil policíaco muy rápido y llegó a Gairdon a las dos horas. Buena marcha. Jorge oyó acercarse el automóvil y corrió a su encuentro.
—¡Bill! ¡Ya sabía yo que vendría usted! ¡Oh, Bill! ¡Tengo unas noticias emocionantes que darle! ¡No sé por dónde empezar!