Capítulo XXVIII

El día después de la tormenta

En cuanto hubo corrido los cerrojos, Jack se desmoronó. Su forcejeo con Pepi, la larga carrera en la tormenta y la tremenda emoción de hacer prisioneros a los bandidos, le habían agotado. Cayó al pie de la cerrada puerta y se quedó inmóvil. La oscuridad era completa allí. El matrimonio buscó a Jack a tientas, alarmado. ¿Qué le estaba sucediendo al pobre niño? Le encontraron la lámpara en el bolsillo, la encendieron, y contemplaron con ansiedad el pálido rostro de Jack y los cerrados ojos. Intentaron arrastrarle escalones arriba.

—Tiene la ropa chorreando —dijo la vieja, tocándole el jersey y el pantalón—. Pillará un resfriado, un resfriado enorme. Quizá le cueste la vida. ¿Qué hacemos?

—Le subiremos por estos escalones —le contestó su marido—. Le instalaremos cómodamente en la gruta de las estrellas. Le envolverás en tu toquilla y le daré mi chaqueta.

Entre los dos, lograron subir los escalones. ¡Cómo jadearon y gimieron! No pudieron ir más allá del último de ellos. El viejo le quitó a Jack la ropa mojada y le puso su chaqueta. La anciana la envolvió en su gruesa toquilla. Escurrieron las prendas del niño y las colgaron en la pared rocosa para que se secasen.

Estaban asustados. ¿Qué iban a hacer ahora? Aquellos hombres estaban encerrados en las cavernas con lo que quedaba del tesoro. ¡Qué furiosos se pondrían en cuanto se dieran cuenta de lo ocurrido!

Jack no tardó en volver en sí. Se incorporó, preguntándose dónde estaría. Había estado medio dormido, medio desmayado. Se palpó la ropa. Pero ¿qué era lo que llevaba puesto? ¿Una toquilla? ¡Cielos! ¿Estaba disfrazado de estatua otra vez?

El matrimonio le oyó moverse y volvieron a encender la lámpara. Le miraron con ansiedad, y sintieron alivio al ver que no estaba tan pálido ya.

—¿Estás mejor ahora? —preguntó con dulzura el viejo.

—Sí, gracias —contestó, tirando de la toquilla—. ¿Qué es esto?

—¡Tenías la ropa tan mojada! —anunció el anciano—. Tuvimos que quitártela para que se secara o, de lo contrario, hubieses pillado un resfriado muy grande. Llevas mi chaqueta y la toquilla de mi mujer.

—Oh…, pues gracias —dijo el niño, sintiéndose un poco ridículo con aquella indumentaria—. Perdonen que les diera un susto. No lo pude remediar…, supongo que sería por la carrera que me di por la mañana. Oigan…, ¿verdad que fue una buena idea encerrar a esos hombres?

—¡Ah! Pero ¿qué nos harán a nosotros cuando lo sepan? —inquirió tristemente el viejo.

—Nada. ¿Cómo han de poder? Están al otro lado de una puerta que no pueden abrir, ¿no? No se preocupe, que ningún peligro corremos.

Se puso en pie. No tenía muy seguras las piernas; pero podía andar.

—Voy a acercarme a la boca de las cuevas para ver si ha aflojado la tormenta —dijo—. En caso de que así sea, marcharé a la cueva del helecho, donde están las niñas. Estarán asustadas solas.

Consiguió llegar a la entrada a trompicones. Las nubes eran tan negras y estaban tan bajas, que parecía de noche allá fuera. Era totalmente imposible salir.

—Me extraviaría —pensó Jack—. ¡Troncho! ¡Qué preocupadas estarán las niñas por mí! Dios quiera que no se asusten estando solas. Sea como fuere, es inútil…, no tendré más remedio que pasar la noche aquí con los viejos…, pero no resultará muy cómodo.

Y no lo fue. Hallaron un lugar en la gruta de las estrellas, una especie de cuenco redondeado, un hueco en la roca que tenía pocos salientes. Se apelotonaron allí todos para no perder el calor. Jack intentó conseguir que los ancianos se pusieran otra vez las prendas que le habían dejado, alegando que ya estaba casi seca su ropa. La anciana se enfadó mucho cuando sugirió semejante cosa, y riñó a su marido con palabras que el niño no comprendió, pero cuyo significado podía adivinar.

—Mi mujer dice que eres un niño muy malo con proponer ponerte ropa mojada —anunció el viejo—. Nos apretaremos bien unos contra otros. En realidad no es fría esta caverna.

Cierto que no era muy fría. Jack yació entre marido y mujer, contemplando el techo de la caverna. Observó cómo brillaban, se desvanecían, titilaban y resplandecían aquellas extrañas estrellas verdiazules. Las había a centenares y fascinaba contemplarlas. Estuvo pensando en ellas un buen rato, y acabó quedándose dormido.

Los primeros en despertarse por la mañana fueron los ancianos. Se sentían entumecidos e incómodos; pero no se movieron, por temor a turbarle el sueño a Jack. Éste se despertó por fin, incorporándose. Vio por encima de él las brillantes estrellas y supo en seguida dónde se encontraba.

—¿Qué hora será? —murmuró, consultando su reloj de pulsera—. ¡Las siete y media! ¡Troncho! ¿Qué estarán haciendo esos hombres? ¿Tengo seca la ropa?

Por fortuna se había secado ya. Jack se vistió rápidamente, devolviendo chaqueta y toquilla y expresando su agradecimiento.

—No se muevan ustedes de aquí —les dijo a los ancianos—. Voy a acercarme a la puerta a ver si oigo algo.

Se fue, completamente restablecido ya. En cuanto llegó a la escalerilla que bajaba hasta la puerta de roble, oyó una serie de golpes. ¡Ah! ¡Los hombres habían descubierto que estaban encerrados! ¡Pum! ¡Zas! ¡Ban! Estaban golpeando la recia puerta con toda su alma. ¡Cómo gritaban y chillaban! ¡Cómo descargaban puntapiés para ver si la podían derribar!

Jack sonrió con regocijo. ¡Qué bien empleado les estaba! Estaban cobrando en la misma moneda. Habían encerrado a los niños, y ahora les tocaba estar encerrados a ellos.

De pronto sonó un estampido que le hizo dar un brinco a Jack. Era un disparo de revólver.

Tiraban contra la puerta, con la esperanza de destrozar los cerrojos. ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! El niño retrocedió un poco, temiendo que alguna bala se perdiese de alguna manera y fuese a darle a él, aunque eso era imposible. ¡Pam! ¡Pam! Los cerrojos no podían destrozarse. Los hombres dieron unos cuantos golpes más con algo, y luego lo dejaron. Jack corrió a contarle al matrimonio lo que sucedía. Pero estaban los dos demasiado asustados para encontrar placer con el relato.

—Me parece que les llevaré a la caverna del helecho donde están las niñas —les dijo—. Tenemos comida y mantas allá. Vengan conmigo.

Los ancianos se negaron a moverse de aquel sitio que conocían tan bien. Les aterraba el aire libre, la montaña, el mundo exterior. Nada de lo que pudo decir Jack sirvió para convencerles.

—Bueno, pues tendré que irme yo solo adonde están las muchachas, entonces. Las traeré aquí, junto con provisiones y mantas. Será mejor que estemos todos juntos. Esos hombres han dejado de representar un peligro para nosotros. No pueden salir de donde están. Aun cuando encontraran el agujero detrás del cuadro, estoy seguro de que no podrán pasar de la gruta de los ecos.

Se despidió de la asustada pareja y salió al sol. Sentía su calor en la cabeza y lo encontraba delicioso. El firmamento volvía a ser azul y ya no hacía viento.

Se dirigió a la cascada, llegando allí sin tropiezo, porque podía seguir los «indicadores» con facilidad ahora. Le llamaron las niñas en cuanto le vieron. Estaban atisbando por entre las frondas.

—¡Jack! ¡No volviste anoche! ¡Oh, Jack! ¡Apenas pude pegar un ojo pensando en lo que podríaa haberte ocurrido! —exclamó Lucy.

—¿Qué pasó? —quiso saber Dolly, que estaba bastante paliducha.

También ella había sentido mucha ansiedad, sobre todo al descargar la tormenta.

—¡Montones de cosas! —contestó el niño—. Traigo noticias maravillosas…, ¡las mejores del mundo!

—¡Cielos! ¿Está Jorge de vuelta entonces?… ¿Llegó Bill? —preguntó apresuradamente Lucy.

—No; mis noticias no son ésas. ¿Sabéis lo que he hecho? ¡He encerrado a esos hombres en las cavernas! ¿Qué os parece?

—¡Qué idea más maravillosa! —contestaron las niñas a coro—. Pero —agregó Dolly—, ¿y los ancianos?

—Oh, los saqué a ellos primero. Y encontré a Pepi junto a la cuadra y le até de pies y manos. Le dejé sujeto a ese árbol en que estuvimos escondidos.

—¡Jack! ¡Qué maravilloso eres! —exclamó Lucy—. ¿Luchaste con él?

—Pues…, no fue eso precisamente —contestó Jack—. Me cogió y le di unos cuantos puntapiés bien fuertes. Y, en aquel momento, sopló con fuerza el viento y se cayeron del árbol dos de nuestras maletas y le dejaron sin sentido. Me quedé yo tan sorprendido como él.

—¡Oh…, claro! ¡Nos dejamos las maletas allá! —dijo Dolly—. ¡Oh, Jack! ¡Qué suerte que se nos ocurriera dejarlas!

—Pepi debe haber pasado una noche la mar de incómoda —dijo Jack—. Tuvo a la lluvia y al viento por únicos compañeros.

Les contó cómo había dejado al matrimonio en la gruta de las estrellas y les habló de los intentos de los enfurecidos bandidos por echar abajo la puerta.

—No he podido conseguir que los viejos abandonen las cavernas —acabó diciendo—. Conque más vale que recojamos las latas de conserva y las mantas y volvamos allá para hacerles compañía. Me dejaron su chaqueta y su toquilla anoche porque tenía chorreando la ropa. No podemos dejarlos allí sin comida ni cama.

—¡Oh! —suspiró Lucy—. Esta cueva me gusta mucho más que ningún sitio. Pero los viejos han sido muy buenos para con nosotros. ¿Está «Marta» allí también, Jack?

—¡Troncho!… No. Me había olvidado por completo de ella. Dios quiera que no se les ocurra a esos hombres matarla y comérsela.

Semejante posibilidad era horrible y dejó a la pobre Lucy muda durante un minuto o dos. Pobre «Marta». ¡Ojalá la dejaran tranquila los desvalijadores!

«Kiki», claro está, estaba tan encantado de ver a Jack como las niñas. Se le posó en el hombro, arrullándole mientras hablaba, tirándole de la oreja, revolviéndole el pelo. Jack le rascó, cariñoso, la cabeza, contento de tenerle a su lado otra vez. Las niñas recogieron unas cuantas latas y Jack se echó las mantas al hombro. Luego, volando «Kiki» delante de ellos, emprendieron la marcha, siguiendo los indicadores. El sol caldeaba la atmósfera. Era un día magnífico.

—Me gustaría poder dibujar un plano de cómo conduce a nuestra caverna el agujero que hay detrás de ese cuadro —dijo Dolly—. La montaña está acribillada de agujeros y cavernas. Oíd, ¿verdad que suena mucho la cascada esta mañana? Y parece más grande que nunca. Supongo que será por la lluvia de anoche.

Llegaron a la entrada de las cuevas por fin, y entraron. Se encaminaron a la gruta de las estrellas, y los ancianos les recibieron con alegría y cordialidad. La vieja no pudo ocultar su inmensa alegría al ver a Lucy de nuevo y la acarició amorosa.

—Tengo hambre —dijo ésta, intentando escaparse de los brazos de Elsa—, mucha hambre.

La tenían todos. Era un sitio raro en que hacer una comida…, la gruta de las estrellas. Los niños contemplaron sus titilantes lucecillas, como fascinados. ¡Qué a gusto se hubiera llevado Lucy unas cuantas para el techo de su alcoba! Expresó nuevamente este deseo al contemplarlas.

—Bueno, pues ahora lo único que tenemos que hacer es aguardar —dijo Jack, colocando la pila de mantas de forma que todos pudieran sentarse lo más cómodamente posible—. Todo depende de Jorge. Es evidente que esos hombres no saben que se escondió en uno de los aparatos, de lo contrario hubiesen dicho algo. Debe de haber conseguido huir. ¿Qué estar haciendo en estos momentos?