Capítulo XXVI

La huida

Cosa de una hora más tarde. Jorge oyó rumor de pasos. Luego descorrieron los cerrojos. El revólver de Juan asomó por la puerta de nuevo. Pero aquella vez no había «Kiki» que le hablase; nadie más que la silenciosa compañía de estatuas.

Juan entró en la caverna. Otros hombres le siguieron. Jorge les observó por entre uno de los pliegues del manto. Confió que no empezarían a quitarles las joyas a las estatuas en seguida, porque, si lo hacían, podrían descubrirle. Los hombres soltaron exclamaciones de sorpresa y maravilla al ver las imágenes. Llevaban poderosas lámparas de bolsillo que encendieron al instante. Jorge no había contado con aquello. Se encogió en el rincón, agradecido de que le colgara tanto el manto.

Todos aquellos individuos eran de muy mala catadura. Soltaron gritos de sorpresa e hicieron entre sí comentarios al ver las brillantes joyas que colgaban de los cuellos y brazos de las estatuas. Algunos de ellos arrancaron broches y collares en seguida. Juan dio una orden cortante, y los hombres volvieron a dejar las joyas en su sitio, refunfuñando.

Jorge contó a la cuadrilla. Eran ocho. Otto no se encontraba entre ellos, cosa que no resultaba sorprendente. Juan, Pepi y Luis formaban parte del grupo. Había dos hombres por avión, al parecer.

Juan les condujo por el túnel hasta la cueva siguiente. Repercutieron sus pisadas huecamente sobre el piso de roca. Jorge se preguntó si seguirían todos a la otra gruta, y a la otra. En caso afirmativo, podría salir por la puerta inmediatamente y bajar la montaña. Escuchó. Oía las voces de los bandidos en la caverna contigua, donde se hallaban los cuadros. Luego, nuevas pisadas que se alejaban. A continuación, las voces se convirtieron en débil murmullo.

«Han entrado en la gruta de los libros… y se meterán después en la del oro —pensó el niño—. Tengo tiempo de sobra para salir y alejarme».

Dejó caer el manto al suelo y se acercó a la puerta con cautela. Salió, subió la especie de escalera de caracol, cruzó la gruta de las estrellas y la de las estalactitas. Empezó a sentirse más seguro. No creía que hubiese nadie de guardia junto al agujero, pero pensaba ir con tiento allí.

Nadie había de centinela. La ladera estaba desierta. Salió del agujero y empezó a descender. Se alejó apresuradamente, aunque alerta siempre por si no habían ido todos los hombres a las cavernas.

Estaba cansado y tenía hambre cuando, por fin, llegó a la cabaña. ¡Menos mal que la puerta se encontraba abierta y no había nadie en la vecindad! Hizo una buena comida. Encontró una caja que contenía tabletas de chocolate, y se metió unas cuantas en el bolsillo, por si tenía que pasarse algún tiempo sin comer. Luego se dirigió a los aeroplanos. Allí estaban los cuatro. ¿En cuál de ellos debía meterse?

Se encaramó a la carlinga de cada uno de ellos y echó una mirada al interior. En el último había un montón grande de mantas y abrigos. Le pareció el mejor para ocultarse. Podía taparse con aquel montón de ropa. No vio, de momento, ninguna posibilidad de introducirse en el cajón como sugiriera Dolly. En cualquier caso, los cajones no se hallaban en los aeroplanos, sino debajo de las lonas, como siempre.

Habiendo decidido exactamente lo que iba a hacer, disponía de tiempo abundante… Sabía que tardarían bastante los hombres en volver. Irían muy cargados y necesitarían mucho más tiempo que él para recorrer el camino. Se distrajo husmeando. Entró en la cabaña, y encontró una chaqueta colgada allí. Registró los bolsillos, pensando que si lograba ponerse en contacto con Bill, toda información que pudiera ofrecerle resultaría de gran ayuda. Halló un librito de notas. Lo abrió. Pasó las páginas. No pudo sacar nada en claro. Contenía frases en una especie de clave y números en abundancia. Quizá lo entendiera Bill; él no lo conseguía.

Se dirigió a la cuadra. No había nada que ver allí salvo las latas aún abiertas y cubiertas de moscas. Jorge se las quedó mirando.

—Ah, sí —murmuró—, son las que Jack dejó a Otto. ¡Uff! ¡Cuántas moscas!

Buscó un palo, hizo un agujero y enterró los botes y su contenido. Luego se alejó, llegando al árbol en que todos se guarecieron un día. Alzó la mirada y vio algo.

—¡Troncho! ¿Qué es eso?

De pronto se acordó.

—¡Claro! ¡Nos dejamos las maletas ahí arriba! Me había olvidado de ellas. ¡Mira que estar todavía aquí!

Se preguntó si bajarlas y esconderlas.

—No —se dijo por fin—; podrían encontrarlas y ponerse entonces a buscarme a mí. Las dejaré donde están.

Se mantuvo ojo avizor a medida que transcurría la tarde. Comió unas galletas y una lata de melocotones de la cabaña a eso de las cinco. Seguía sin ver a los hombres. Pero cosa de diez minutos más tarde les vio aparecer en la distancia. Se hallaba junto a los aeroplanos, preparado para meterse en el que había escogido. Contó rápidamente a los bandidos. Sí…, ocho. Conque regresaban todos. Subió a la carlinga. Se acercó al montón de mantas y abrigos y se metió debajo, cuidándose de que no se asomara ni la punta del zapato.

«Menos mal que hoy hace calor —pensó—. No es fácil que quieran ponerse abrigos».

Oyó hablar a los hombres. Era evidente que estaban satisfechos de la jornada. Luego callaron. Habían pasado junto a los aviones y se dirigían ahora a la cabaña.

«Probablemente irán a comer algo y luego embalarán las cosas que han traído de las cavernas del tesoro» —pensó el niño. Bostezó. Tenía sueño ahora que se había echado. No tardó en dormirse y, tan profundamente, que ni siquiera se movió cuando, unas horas más tarde, dos hombres subieron al avión. Pero sí que se despertó cuando empezaron a girar las hélices al arrancar, con gran estruendo, los motores. Fue tal su susto, que por poco se delata. Se acordó de pronto de dónde estaba y permaneció completamente inmóvil, preguntándose si sería de noche ya. No podía ver nada desde el dejado montón de mantas, claro está. Igual hubiera podido ser medianoche que mediodía.

Los aviones fueron despegando uno por uno. El último en hacerlo fue aquel en que iba Jorge.

«¡No me han visto! —pensó el niño, encantado al notar que el aparato ascendía—. ¡Ha resultado la mar de fácil después de todo! ¡Hurra!».

Volvió a quedarse dormido y los aeroplanos continuaron volando en la noche. ¿Adónde iban? ¿A un campo secreto de aterrizaje? ¿A un aeródromo corriente?

Los otros niños, que dormían aquella noche fuera, en la repisa, oyeron el zumbido de los aviones cuando abandonaron el valle. Hacía tanto calor, que no se habían sentido con ánimo para dormir en las cuevas, suplicando a los ancianos que les permitieran subir las mantas a la repisa.

—¿No andaréis dormidos? —había dicho el hombre, en respuesta—. ¡Podríais despeñaros!

—Ninguno de nosotros es sonámbulo —le había contestado Jack—. No nos pasará nada.

Elsa no había querido que Lucy durmiera en la repisa y casi había llora al insistir la niña.

«Kiki» y «Marta» estaban allí también. Pero la lagartija no. Ésta iba con Jorge, compartiendo su aventura.

Los niños habían pasado un día desagradable. Los bandidos les habían encontrado, junto con los ancianos, en la sala, y les habían gritado e interrogado, asustándoles mucho. El anciano les había dicho que llevaba viviendo mucho tiempo en las cavernas como guardián del tesoro, y los bandidos llegaron a la conclusión de que los niños habían estado viviendo allí también con ellos.

—Menos mal que no nos preguntaron cómo llegamos a este valle —dijo Jack más tarde—. Han dado por sentado que vinimos aquí con los viejos hace años.

Los ancianos habían corrido hacia sus queridas imágenes al ponerse los hombres a despojarlas de sus aderezos. Éstos las habían derribado a golpes, cubriéndolas de denuestos. El viejo se había llevado de allí a su esposa, que estaba deshecha en lágrimas, y los niños habían hecho todo lo posible por consolarles.

No habían vuelto a acercarse a los desalmados, yendo a sentarse en la soleada repisa, preguntándose si habría logrado escapar Jorge.

—Estoy segura de que sí —dijo Lucy—. Todos los hombres estuvieron juntos, y Jorge tuvo ocasión de salir de la caverna con las estatuas cuando vinieron ellos aquí.

Se habían marchado los hombres por fin, llevándose una carga de joyas, una imagen de gran valor, algunos cuadros y varios documentos antiguos. Dos de ellos cargaron con una de las cajas de oro. Los niños se imaginaron las dificultades con que tropezarían para subir con tanto paso la montaña y bajarla.

Los individuos aquellos habían vuelto a echar los cerrojos al marcharse, por lo que el pequeño grupo quedaba nuevamente prisionero. ¡Cómo se preguntaron lo que le estaría sucediendo a Jorge! ¿Habría logrado esconderse en uno de los aviones? ¿Se metería en una de las cajas? ¿Cuándo se marcharían los aeroplanos?

Comprendieron que habían partido cuando el zumbido de los motores les despertó durante la noche. Se incorporaron todos a escuchar. «Kiki» dio un graznido, y pegó un picotazo a «Marta» para despertarla.

—Ahí van los aeroplanos —dijo Jack—. ¡Apuesto a que Jorge va en uno de ellos! Ahora ya no tardarán en salvarnos. ¡Qué sorpresa se va a llevar Bill cuando se entere de todo lo que nos ha sucedido! ¿Creéis que vendrá él también en su aeroplano?

—Dios quiera que sí —respondió Lucy, con fervor—. Ardo en deseos de ver a Bill otra vez. A veces me parece que vamos a pasar el resto de nuestra vida en este valle.

—No seas tonta —contestó Dolly—. ¡Oh, «Kiki», deja a «Marta» en paz! ¿Qué le estás haciendo para que cloquee de esa manera?

—¡Shhhhh! —contestó el loro, con impertinencia.

—¡A mí no me contestes! —le regañó Dolly, volviendo a echarse—. Bueno, pues me alegro que hayamos oído los motores. ¡Buena suerte, Jorge, dondequiera que estés!

—¡Buena suerte! —repitieron los otros.

Y «Kiki» dijo a su vez:

—¡Buena suerte!

—¡Clo-clo-clo! —agregó «Marta», como si también quisiera expresar ella sus buenos deseos.