Juan descubre las cavernas
Los niños celebraron conciliábulo. ¿Qué sería lo mejor que se podía hacer? ¿Y si los hombres conocían ahora el camino hasta las cavernas del tesoro y entraban en ellas? Empezarían a llevarse el tesoro, eso era seguro.
—Y nosotros no podremos impedirlo —dijo Jack—. Son hombres bastante duros. No permitirían que un puñado de niños y dos ancianos les privaran de llevarse lo que quisieran. No se me ocurre por qué han regresado, como no sea para buscar el tesoro otra vez y encontrarlo.
Todos se mostraron de acuerdo con Jack.
—Si pudiéramos escaparnos y avisar a Bill —suspiró Jorge—. Pero no hay manera. El aeroplano no se había visto por allí, sólo oído. El anciano no parecía haber oído nada en absoluto. Los niños decidieron no decírselo, por si acaso se dejaba dominar por el pánico.
—¿Cuál creéis que sería nuestro mejor plan? —preguntó Jorge—. ¿Quedamos aquí con los viejos y ver si esos hombres vienen, en efecto, y se llevan algo? Podríamos escondernos en alguna parte sin dificultad. O, ¿deberíamos regresar a nuestra propia caverna, junto a la cascada? Siempre me he sentido bien seguro allí. Y tenemos provisiones abundantes.
—También las hay en abundancia aquí —repuso Dolly—. No nos vayamos. Después de todo, si los hombres vienen, podemos escondernos en la gruta de las estalactitas… hay sitios de sobra detrás de esas columnas heladas. No nos verán. Uno de nosotros pudiera estar siempre de guardia allí, para ver quién entraba y salía.
—Quizá tenga razón —asintió Jack—. Debemos limitarnos a esperar y ver qué pasa. En cuanto los hombres den con las cuevas, habrá mucho trasiego…, irán y vendrán, transportando cosas al aeroplano… se marcharán y volverán otra vez en busca de más… y así sucesivamente.
—Nada me sorprendería que trajesen más aviones en cuanto supieran con exactitud dónde está el tesoro —dijo Jorge—. Resultaría muy lento eso de irse llevando uno o dos cajones cada vez.
—Lucy se ha dormido —advirtió Dolly—. Me parece que echaré un sueño yo también. Se está muy bien aquí, al sol. Esos hombres no vendrán por aquí aún, conque no es necesario que monte nadie guardia en las cavernas.
—Casi sería mejor estar de centinela a la entrada —dijo Jorge, pensativo—. Así podríamos descubrir a cualquiera con tiempo de sobra.
—Sí, esa idea es mucho mejor —asintió Jack, acomodándose para dormir también—. Estoy seguro de que no aparecerán por aquí hoy. Se está poniendo el Sol. Aguardarán hasta mañana.
Los niños pasaron aquella noche en la alcoba del anciano matrimonio. Era una cueva pequeña, que daba a la «sala comedor» en que comieron los muchachos. En la «alcoba» había un montón de mantas de viaje, inmaculadamente limpias, y los viejos insistieron en cederles el cuarto.
—Nosotros podemos dormir en las sillas —dijo el anciano—. Eso no representa penalidad.
La vieja tapó cuidadosamente a Lucy y hasta le besó las mejillas al darle las buenas noches.
—Se cree de verdad que soy Greta, su nietecita perdida —dijo la niña—. No puedo impedir que me mire de esa manera, porque me da lástima.
Por la mañana, después de otra buena comida, Jack dijo que iba a hacer la primera guardia a la entrada del pasadizo que conducía a las cuevas. Jorge debía relevarle dos horas más tarde. El niño se instaló en el borde del agujero, debajo de la enorme losa de roca que sobresalía de la montaña. Era una magnífica y soleada mañana. Los otros decidieron ir a examinar algunas de las imágenes y el anciano les dijo que les contaría la historia de cada una y de dónde procedían.
Allá en su otero, Jack contempló la ladera. Le era posible ver lejos, distinguir las montañas que se alzaban una tras otra a su alrededor. La distancia daba a los pinares aspecto de prados de hierba corta. Se llevó los gemelos a los ojos, con ánimo de observar cuántos pájaros hubiera.
El distrito aquel, no obstante, no podía haberle causado mayor desilusión. El número de aves silvestres era reducido, por no decir nulo. Barrió las laderas con el catalejo, examinándolo todo. Y, de pronto, se llevó una sacudida tremenda. Creyendo sorprender un leve movimiento tras determinado matorral, lo enfocó, esperando descubrir tras él algún pájaro o animal. No vio pájaro alguno, pero sí una cabeza y unos hombros: ¡los de Juan! ¡Y el hombre le estaba contemplando a través de unos gemelos con la misma atención que Jack le observaba a él!
El niño se quedó como petrificado. Miró a través del catalejo hacia abajo, y Juan miró hacia arriba, cada uno de ellos viendo claramente al otro. ¡Conque Juan había vuelto en busca deltesoro! ¿Se había aproximado a aquella ladera por pura casualidad… o habría obtenido de Otto un plano semejante al que tenía Jack?
—¡Ahora sí que lo he echado todo a perder! —murmuró el niño, con furia—. Sólo hace falta que me meta en este agujero, para que conozca dónde está la entrada. Pero, si me pongo a vagar por la montaña, me seguirá. ¡En qué lío me he metido!
Juan no le quitó la vista de encima a Jack. Arrodillado junto al matorral, siguió con los gemelos todos los movimientos del muchacho.
—No es posible que pueda ver el agujero en cuya orilla estoy sentado —pensó el niño—. Creo que lo mejor será que me aparte de aquí y empiece a escalar la ladera. Si lo hago y Juan me sigue, quizá se le pase por alto la entrada.
Estaba a punto de hacerlo cuando Jorge se colocó de un salto a su lado.
—Ahora me toco a mí, «Pecas» —dijo—. ¡Hola! ¿Qué estás mirando?
—Es una lástima que hayas venido en este momento. Juan está allá abajo. Jorge. Me tiene enfocado con sus gemelos…, ¡y a ti también ahora! Estaba a punto de salir a la montaña para que me persiguiese y no viera el agujero, cuando tú has aparecido. Ahora comprenderá que hay una cueva aquí, subirá en menos de nada.
—¡Troncho! —exclamó Jorge, alarmado—. Entonces más vale que avisemos a los otros en seguida.
—Sí, es lo único que podemos hacer ya —asintió Jack, saltando dentro del agujero—. Vamos… No necesitará Juan mucho rato para subir aquí. ¡Maldita sea! ¿Por qué no se me ocurriría pensar que pudiera andar por aquí ya?
Cruzaron apresuradamente corredores y grutas. Llegaron a la especie de celda y encontraron a los demás allí. Jack contó apresuradamente lo ocurrido.
—Es preciso que nos escondamos —dijo.
Los ancianos, sin embargo, no vieron la necesidad de hacerlo.
—No tenemos nada de qué asustarnos —dijo, con dignidad, el viejo—. No nos harán ningún daño.
—¡Vaya si tienen de qué asustarse! —exclamó Jack—. ¡Por favor! ¡Vengan a esconderse!
Pero se negaron. El niño no podía perder más tiempo discutiendo. Quería meter en lugar seguro a las muchachas. Las hizo pasar a toda prisa.
—¿Dónde nos esconderemos? —preguntó Dolly—. ¿En la gruta de las estalactitas?
El otro contestó afirmativamente. Pero cuando llegó a la cueva de las estatuas silenciosas, se detuvo. ¿No resultaría mejor lugar aquél?, ¿y si se colocaran todos en el fondo, entre las sombras, fingiendo ser estatuas? ¿Se daría alguno cuenta de la superchería? Valía la pena que probaran.
—Quitemos los mantos a algunas de las figuras y pongámonos detrás de las demás figuras.
No les hizo falta mucho rato para disfrazarse y ponerse detrás de las demás figuras.
—¿Os acordáis de cuando jugábamos a estatuas? —susurró Lucy. Había que estarse completamente quieto o, si no, le tocaba a uno quedarse. Me da la sensación de que estamos jugando a eso, ahora.
—Bueno, pues tened cuidado de no moveros, de lo contrario, sí que os tocará quedaros —dijo Jack—. ¡Shhh! ¡Me parece que he oído a alguien!
—¡Shhhhh! —repitió inmediatamente «Kiki».
Jack le pegó en el pico.
—¡Cállate! ¿Es que quieres delatarnos a todos, estúpido?
«Kiki» abrió el pico para soltar un graznido. Pero lo pensó mejor. Se fue volando, y desapareció. Jack se alegró de que lo hiciese. Temía que, de quedarse junto a ellos, acabara delatándolos.
Se oyó un ruido en el túnel. Había alguien allí ya. Juan, seguramente.
—Ha cruzado ya la gruta de las estalactitas y la gruta de las estrellas —susurró Jorge—. Ahora se encuentra en el túnel que conduce aquí. Llegará a la puerta de un momento a otro. Lástima que no se nos ocurriera cerrarla. Quizá no se le hubiera ocurrido hacer girar el clavo para abrirla.
La puerta estaba entornada. Los niños la vieron abrirse lentamente al resplandor verdoso de la caverna. Luego asomó el cañón de un revólver. Juan, evidentemente, no quería correr riesgos.
Lucy tragó saliva. ¡Cielos! ¡Dios quiera que no se disparase! No le gustaban las armas ni pizca.
La puerta se abrió de par en par, y apareció Juan en el umbral, revólver en mano. Soltó una exclamación al ver las silenciosas figuras de extraños y relucientes ojos.
—¡Manos arriba! —ordenó con brusquedad.
Las imágenes, claro está, no se movieron. La mano de Juan tembló. Los niños adivinaron que se adueñaba de él un pánico igual al que ellos sintieron al ver las figuras.
—¡Límpiate los pies! —ordenó una voz brusca.
Los niños dieron un brinco de sobresalto. Era «Kiki». Estaba posado por encima de Juan, en una repisa de roca.
—¿Quién está ahí? —gritó Juan—. ¡Cómo se mueva alguien, apretaré el gatillo! Las estatuas no se movieron, ni siquiera las cuatro vivas.
—¿Quién está ahí? —volvió a preguntar Juan.
—Tres ratoncitos ciegos —contestó «Kiki». Y rompió a reír como un loco.
Aquello desmoralizó a Juan. Retrocedió un poco, tratando de averiguar cuál de las estatuas hablaba.
—¡Piii, sonó el pito! —dijo «Kiki».
Y se puso inmediatamente a cloquear como «Marta». La mano de Juan volvió a temblar.
Pero avanzó un poco, bajando el escalón de la caverna. Entonces vio, como vieran los niños, que las figuras no eran más que imágenes enjoyadas, y rió.
—¡Imbécil! —se dijo.
—¡Imbécil! —repitió «Kiki».
Juan se volvió inmediatamente.
—¿Quién está ahí? Supongo que uno de vosotros, niños. ¡Aguardad a que os coja!
«Kiki» empezó a mayar como un gato. El hombre buscó al inesperado felino y luego decidió que se trataba de uno de los niños otra vez, que intentaba tomarle el pelo. «Kiki» voló silenciosamente a la otra caverna, y empezó a hablar:
—A la una anda la mula…, a las dos…, ¡que llueva, que llueva!
El hombre echó otra mirada a las estatuas y pasó a la cueva siguiente. Los niños exhalaron un suspiro de alivio. Pero no se atrevieron a moverse aún. Pareció transcurrir mucho tiempo antes de que el hombre regresara. Le acompañaban los dos ancianos, muy asustados, evidentemente. Juan les gritó en su propio idioma y los niños no pudieron comprender una palabra. Después, sin molestarse en dirigir otra mirada a las estatuas, Juan solió por la puerta de roble y la cerró. El portazo repercutió por toda la caverna y sobresaltó a los muchachos. A continuación oyeron otro sonido que hizo que se les cayera el alma a los pies. Era el que producían fuertes cerrojos al ser corridos por el otro lado. ¡Raaac! ¡Raaac! ¡Raaac! Los tres. Ahora no había manera de abrir la puerta desde dentro.
—¿Habéis oído eso? —exclamó Jack—. Somos prisioneros. De habernos escondido en la gruta de las estalactitas o en la de las estrellas, no nos hubiese pasado nada. Hubiéramos podido salir por el agujero. Ahora no hay manera. Tendremos que quedarnos aquí hasta que esos hombres nos pongan en libertad, si es que llegan a hacerlo alguna vez.