Capítulo XXIII

Los guardianes del tesoro

Los niños se quedaron inmóviles como estatuas, conteniendo el aliento. ¿Quién había en aquella pequeña habitación de la cima de la escalera? La voz volvió a sonar, repitiendo las palabras que no lograron comprender. Luego allá arriba del tramo, apareció una gallina parda. Se paró allí, ladeada la cabeza, contemplando a los niños.

—¡Cloc! —dijo, con voz misteriosa—. ¡Cloc-cloc!

—¡Cloc! —contestó, inmediatamente, «Kiki».

Lucy agarró a Dolly.

—¿Era la gallina la que hablaba antes? —preguntó estupefacta.

No lo era, naturalmente. La voz trémula se oyó otra vez y, con gran sorpresa de los niños, parecía expresar susto. No se acercó nadie adonde Jack estaba, casi en el último escalón. El niño se armó de valor y entró en la estancia.

Al otro extremo, bajo un arco pequeño de roca, había un hombre muy anciano. Tras él se veía una mujer, igualmente vieja, pero más encorvada. Contemplaron a Jack con asombro y luego, volviéndose el uno al otro, saltaron un chorro de palabras que los niños no pudieron entender.

Lucy se preguntó qué estaría haciendo Jack en el cuartito. Debiera estar alguien con él. Subió los escalones y se puso a su lado. Los dos ancianos se quedaron mirando a la niña pelirroja y cubierta de pecas, que se parecía a Jack.

Luego la vieja emitió un sonido que parecía un arrullo, apartó a su marido, y se dirigió a Lucy. La rodeó con sus brazos, y le dio un beso. Lucy quedó sorprendida y no le hizo aquello demasiada gracia. ¿Quién era aquella anciana tan extraña que de pronto se volvía tan cariñosa? Gritó a los otros:

—¡Dolly! ¡Jorge! ¡Subid! ¡Son dos ancianos los que están aquí con su gallina!

No tardaron los cuatro niños en hallarse en la habitación subterránea. En cuanto el anciano los oyó hablar, metió baza con avidez, hablando un inglés raro, recortado.

—¡Ah, ah! ¡Son niños ingleses! Eso es bueno, muy bueno. Una vez, hace mucho, mucho tiempo yo estuve en vuestro muy hermoso país. Estuve en un hotel grande de Londres.

—Menos mal que habla inglés —dijo Jorge—. ¿Qué harán aquí con el tesoro? ¿Están en liga con los otros hombres?

—Tendremos que averiguarlo —respondió Jack—, de todas formas, parecen unas personas inofensivas. Pero puede haber otros.

Se volvió hacia el anciano. La vieja aún estaba acariciando a Lucy. Era evidente que no habían visto niños en mucho tiempo.

—¿Quién más está aquí aparte de ustedes? —preguntó.

—Nada más que yo y Elsa, mi esposa, y nuestra gallina «Marta» —respondió el otro—. Guardamos todas esas cosas que hay en las cavernas hasta el día en que vuelvan al lugar que pertenecen. ¡Dios quiera que llegue pronto ese día!

—Me parece que los pobres no saben que la guerra se terminó hace tiempo —les dijo Jack a los otros en voz baja—. ¿Quién les dejaría aquí montando guardia? ¿A quién obedecían aquellos viejos?

Se volvió hacia el anciano de nuevo.

—¿Quién les dijo a ustedes que guardaran estas cosas? —quiso saber.

—Julius Muller —respondió el hombre, sin vacilar—. ¡Ah! ¡Qué hombre más grande! ¡Cómo trabajó contra el enemigo, aun cuando tiraban, bombardeaban y quemaban nuestro valle! Fue él quien descubrió que el enemigo empleaba las cavernas de nuestras montañas para esconder estos tesoros… ¡tesoros robados a nuestras iglesias y muchos otros lugares!

—Lo que nosotros habíamos supuesto —anunció Jorge, con intenso interés—. Ande, cuéntenos más.

—La gente huyó entonces de nuestro valle —dijo el viejo—. A muchos los mataron. El valle quedó vacío. No había nadie, salvo mi esposa, Elsa y yo. Nos escondimos con nuestra gallina y nuestro cerdo, y nadie nos descubrió. Luego, un día, Julius nos encontró y nos ordenó que viniéramos aquí, por un camino que él conocía, y guardáramos el tesoro… ¡no para el enemigo, no…!, sino para él y para el pueblo. Dijo que un día sería derrotado el enemigo, viéndose obligado a huir… y entonces él y otros volverían en busca del tesoro… pero no ha vuelto.

—No puede ser —respondió Jack—. El desfiladero está obstruido. Nadie puede entrar en este valle ni salir de él ahora más que en aeroplano. Hace tiempo que terminó la guerra. Pero gente mala anda buscando el tesoro… gente que se ha enterado de que está escondido aquí y que ha venido a robarlo.

El anciano pareció asustarse y quedar desconcertado, como si sólo entendiera a medias lo que le decía Jack. Los niños pensaron que había vivido tanto tiempo bajo tierra, que sería incapaz su cerebro de absorber muchas noticias del mundo exterior. Para él, su esposa, el tesoro y quizá la gallina, eran las únicas cosas que importaban.

—¿Viven ustedes aquí, en este cuarto? —preguntó Lucy—. ¿De dónde sacan los alimentos? ¿Le gusta a su gallina vivir bajo tierra?

—Hay gran cantidad de provisiones almacenadas aquí —contestó el anciano—. Hasta hay grano para la gallina «Marta». Primero cuando vinimos aquí, teníamos seis gallinas y un cerdo. Pero el cerdo murió. Y las gallinas también, una por una. Sólo queda «Marta». No pone muchos huevos ahora. Uno cada quince días aproximadamente.

—¡Clo! —cantó «Marta», con orgullo.

Evidentemente estaba orgullosa de su producción quincenal.

«Kiki» repitió el «clo» y soltó luego una serie de graznidos de pato. La gallina pareció sorprenderse y alarmarse. Igual les sucedió a los ancianos.

—Cállate, «Kiki». Estás exhibiéndote —riñó Jack.

—¿Qué es ese pájaro? —preguntó el anciano—. ¿Es…, como se dice…, un loro?

—Sí —contestó el niño—; es mío. Siempre me acompaña a todas partes. Pero, escuche, ¿no quiere usted saber cómo llegamos nosotros aquí?

—¡Ah, sí, claro! Es todo tan sorprendente, ¿comprendes…?, y tengo el entendimiento un poco raro ahora… no puedo comprender muchas cosas a la vez. Tenéis que hablarme de vosotros, por favor. Esposa, ¿y si dieras de comer a estos niños? Elsa no le entendió, y el anciano repitió las palabras en su propio idioma. Movió entonces ella la cabeza con gesto afirmativo y sonrió, desdentada. Asiendo a Lucy de la mano, se dirigió a una repisa de roca, donde había muchas latas y tarros.

—Le ha cogido mucha simpatía a Lucy —dijo Jorge—. Todo le parece poco para ella.

El anciano oyó y comprendió.

—Teníamos una nietecita —dijo—, muy parecida a esa niña, con el pelo rojo y la expresión dulce. Vivía con nosotros. Y un día llegó el enemigo, se la llevó, y no hemos vuelto a verla. Conque ahora mi mujer ve a su nietecita perdida, en tu hermana. Tendréis que perdonarla porque quizá sea de veras que su pequeña Greta ha vuelto a ella.

—¡Pobrecillos! —exclamó Dolly—. ¡Qué vida tan terrible deben de haber llevado… perdidos bajo esta montaña, guardando un tesoro por encargo de Julius Muller… esperándole años sin saber lo que ha sucedido en el mundo exterior! ¡De no haber venido nosotros, quizá no hubiesen salido ya nunca de aquí!

Para gran satisfacción de los muchachos, Elsa les proporcionó una comida verdaderamente magnífica. No quería permitir a Lucy que se apartara de su lado, sin embargo; conque la niña tenía que trotar a todas partes tras ella. Jack le contó al anciano algo de su propia historia, aunque era evidente que el viejo no acababa de digerirla. Tenía romo el entendimiento, como él mismo confesara, y no podía comprender todas aquellas repentinas noticias de un mundo que casi había olvidado ya.

«Kiki» se divirtió de lo lindo. La gallina «Marta» debía estar acostumbrada a hacerle compañía a la anciana pareja, y picoteaba por debajo de la mesa por entre las piernas de todos. «Kiki» bajó a reunirse con «Marta», y sostuvo una conversación interesante con ella; mejor dicho, un monólogo.

—¿Cuántas veces he de decirte que te limpies los pies? —le preguntó—. ¡Suénate la nariz! Pon en seguida el puchero a hervir.

—Cloc —contestó, cortésmente, «Marta».

—¿Dónde están las llaves? —preguntó «Kiki», con la evidente intención de enseñarle a la gallina algunas canciones y rimas infantiles—. ¡La Virgen de la Cueva! ¡Cuac-cuac-cuac!

La gallina puso cara de sorpresa, irguió las plumas y miró al loro.

—Cloc-cloc-cloc —dijo. Y picoteó unas migas.

Lucy y sus compañeros se rieron de aquella conversación. Luego a «Tijita» se le ocurrió que también quería ella formar parte de la reunión, puesto que había comido en abundancia. Bajó por la manga de Jorge y apareció sobre la mesa, con gran alarma de la anciana.

—Les presento a «Tijita Malita» —anunció Jorge, cortésmente.

—Oíd…, ¡deben creernos unos visitantes la mar de raros! —dijo Dolly, sin quitarle la vista de encima a «Tijita», por si se acercaba más—. Presentarnos así… con un loro y una lagartija…, ¡y quedarnos a comer!

—No creo que se extrañen gran cosa —respondió Jorge—. Están disfrutando de la variación. Debe resultar agradable tener compañía después de haber pasado solos tanto tiempo.

Cuando terminaron la comida, la anciana le habló a su marido. Éste se volvió hacia los niños.

—Mi esposa pregunta si estáis cansados. ¿Os gustaría descansar? Tenemos un sitio hermoso en que hacerlo cuando queremos disfrutar del sol.

Esto sorprendió enormemente a los niños. ¡El sol! ¿Cómo podían ver aquellos ancianos el sol… a menos que atravesaran todas las grutas y pasadizos hasta llegar al agujero de la montaña?

—¿Dónde van a reposar ustedes entonces? —inquirió Jack.

—Venid —les dijo el viejo.

Y les condujo fuera del cuarto. Elsa tomó a Lucy de la mano. Todos siguieron al anciano. Caminó éste por un corredor ancho, abierto en la roca viva.

—Seguramente ríos subterráneos abrieron todos estos pasadizos en un tiempo o en otro —dijo Jack—. Luego cambiaron de dirección y los túneles se secaron y se convirtieron en estos corredores que unen a las grutas.

El corredor torció un poco y, luego, repentinamente, salió a la luz del sol. Los niños se encontraron en una repisa de roca lisa, rodeada de helechos y otras clases de plantas, y sobre la que daba de lleno el sol. ¡Cuan delicioso!

—Otra entrada a las cuevas del tesoro —dijo Dolly.

Pero se equivocaba. Nadie hubiera podido entrar en las cavernas por aquel camino. La repisa sobresalía sobre un gran precipicio que caía a pico más de un centenar de metros. Nadie, ni siquiera una cabra, hubiese podido subir o bajar por allí. Era, como había dicho el viejo, un lugar de reposo magnífico y soleado, pero nada más que eso.

«Marta» picoteó por la orilla de la roca, aun cuando los niños no podían imaginarse qué iba a encontrar allí. «Kiki», posado cerca, la observaba. Se había hecho muy amigo de «Marta», También les gustaba a los niños la gallina. Era tan rolliza, tan amistosa y tan natural… y tanta compañía para los viejos, como lo era «Kiki» para ellos.

Se echaron todos al sol. Era delicioso sentir sus cálidos rayos después de haber estado tanto rato debajo de tierra. Oyeron desde allí un estruendo en la distancia.

—La cascada —dijo Lucy—. ¡Imaginaos! ¡Debemos estar muy cerca de ella cuando la oímos!

Permanecieron allí tumbados, soñolientos. El viejo, sentado en una roca cercana, fumaba en su pipa.

—¿Verdad que resulta raro que hayamos encontrado el tesoro… y que no podamos hacer nada de él? —murmuró Dolly—. Estamos empantanados aquí. No hay manera de mandarle aviso a nadie. Ni la habrá nunca que yo vea, hasta que quiten la obstrucción del desfiladero. Y…, ¡pueden tardar años en hacer eso!

—Por favor…, no digas cosas tan tristes —suplicó Lucy—. Sea como fuere, los hombres se han ido. Eso es una buena cosa. Estaba yo la mar de asustada mientras se encontraban en el valle. ¡Gracias a Dios que se fueron!

Habló demasiado pronto. Se oyó al momento un rumor con el que ya estaban familiarizados, y los niños se incorporaron precipitadamente.

—¡El avión está de vuelta! ¡Maldita sea! Esos individuos andarán rondando por ahí otra vez… y hasta es posible que hayan conseguido que Otto les diga la verdad…, ¡el sitio verdadero en que se encuentra el tesoro! —exclamó Jack—. Tendremos que ir con mucho cuidado ahora.