¡El tesoro por fin!
Los cuatro niños atisbaron, sin aliento, por la puerta. Vieron algo que les puso a todos carne de gallina.
A la débil luz percibieron por toda la cueva figuras que aguardaban de pie. Los ojos les brillaban de una manera extraña. Llevaban los brazos y la garganta adornados con centelleantes joyas.
Los niños se agarraron unos a otros, llenos de temor. ¿Quiénes eran aquellas extrañas y silenciosas personas que aguardaban con ojos muy brillantes y cubiertas de joyas? Los habitantes de la cueva no se movieron. Todos estaban de pie. Algunos, de cara a los niños, otros con la espalda vuelta hacia ellos. ¿Por qué no hablaban? ¿Por qué no señalaban a los intrusos diciendo: «Fijaos quién hay ahí»? No lo entendían. Lucy empezó a sollozar.
—Vayámonos. No me gusta su aspecto. No están vivos. Sólo los ojos tienen vida.
«Kiki» soltó de pronto un grito, abandonó el hombro de Jack, y fue a posarse en el de una de las figuras vecinas, una mujer cuyos vestidos parecían luminosos. La mujer no se movió ni aun entonces. ¡Qué cosa más rara! Los niños se sintieron un poco más tranquilos al ver que a «Kiki» no parecía asustarle ni pizca aquella compañía.
—Pon el escalfador a hervir, Polly —dijo «Kiki».
Y curioseó el cabello de la mujer en cuyo hombro se había posado. Los niños volvieron a contener el aliento. ¿Qué le haría la mujer al loro? ¿Encantarle con aquellos ojos tan raros? ¿Convertirle en piedra? Quizá toda aquella gente hubiera sido convertida en piedra también.
—Vayámonos —repitió Lucy, con urgencia—. Esta cueva no me gusta. No me gusta esta gente, me dan miedo.
Jack bajó de pronto el escalón de la entrada. Penetró osadamente en la silenciosa caverna. Lucy soltó un chillido e intentó asirle de la manga. El niño se fue derecho a la mujer sobre cuyo hombro se hallaba «Kiki». La miró de cerca. Escudriñó los ojos tan relucientes y abiertos. Le tocó el cabello. Luego se volvió hacia sus horrorizados compañeros.
—¿Qué os parece? Es una imagen…, vestida de punta en blanco…, con cabello de verdad… y, ¿qué os parece eso?
Los otros no podían creerlo, pero agradecieron a Jack sus palabras y se alegraron de verle andar por entre las numerosas e inmóviles figuras sin que le sucediera ningún mal.
Jorge y Dolly entraron en la cueva también; pero Lucy aún no se atrevía del todo. Observó cómo examinaban sus compañeros las hermosas estatuas, e intentó armarse de valor para reunirse con ellos. Por fin se decidió a entrar. Miró, temerosa, a la mujer sobre la que descansara «Kiki». Sí, Jack tenía razón. No era más que una estatua muy hermosa, con un rostro delicadamente moldeado y una nube de cabellos oscuros. Tenía magníficos ojos. Le colgaban del cuello cadenas de oro cuajadas de pedrería y le brillaban anillos en los dedos. En torno a la cintura lucía el cinturón más hermoso que jamás viera Lucy, cuajado de piedras rojas y azules. Había docenas de aquellas esculturas en la gruta. Unas eran de hombres, y otras de mujeres. Algunas de éstas llevaban niños en brazos; niños sonrientes, con los vestidos más exquisitos cuajados de millares de perlas.
Fue Jack quien hizo saber a las niñas lo que las estatuas representaban.
—¿Sabéis lo que son? —preguntó—. Son imágenes procedentes de las iglesias de este país. Ésta representa a la Virgen, madre de Jesús… y el niño es Nuestro Señor Jesucristo mismo. Por eso están adornadas con joyas tan hermosas. La gente se ha gastado mucho dinero en ellas para hacerlas hermosas.
—¡Es verdad! —asintió Dolly—. ¡Hay que ver! ¡Mira que sacar las imágenes de las iglesias! ¿Por qué?
—Seguramente son robadas —contestó Lucy—. Las robarían algunos que se aprovecharon de los momentos turbulentos de la guerra, y las escondieron aquí, con la intención de recogerlas cuando tuviesen ocasión.
—Deben valer la mar de dinero —dijo Jorge, mirando las magníficas joyas—. ¡Troncho! ¡Qué susto más grande me llevé al principio de verlas! Creí, en serio, que se trataba de gente de verdad.
—Y yo también —aseguró Lucy, que se había repuesto de su susto ya—. No podía soportar que estuviesen tan quietas y calladas. ¡Por poco di alaridos de miedo!
—Fuimos estúpidos con no darnos cuenta de que eran estatuas —intervino Dolly—. Oíd…, ¿de dónde viene la luz que ilumina a estas imágenes? Es una luz muy débil, pero lo suficiente para que se las vea.
Jack miró a su alrededor.
—Debe tratarse de una especie de fosforescencia que tengan las paredes y el techo de la cueva —dijo—. Es una luz algo verdosa, ¿verdad?
—¡Oíd! ¡Hay otro arco aquí! —gritó Jorge desde el otro lado de las estatuas—. Venid a ver. Creo que hay otra cueva más allá.
Todos fueron a ver. Por el arco se pasaba a otra caverna, en efecto, iluminada por el mismo verdoso resplandor. En ella había amontonadas unas cosas grandes cuadradas, oblongas o redondas, y planas. No había ninguna estatua. Los niños se acercaron a ver qué eran aquellas cosas.
—¡Cuadros! —exclamó Jack, intentando volver uno para verlo—. ¡Enormes! ¿De dónde salieron? ¿También de las iglesias, creéis?
—Oh…, seguramente de algún museo —murmuró Jorge—. Quizá sean cuadros famosos, de un valor incalculable. Fijaos en ése…, parece la mar de anticuado. ¡Caramba! ¡Estos cuadros deben valer una fortuna…, un montón de fortunas! ¡Recuerdo haber leído no hace tanto, algo de unos cuadros que valían dos o tres millones de libras esterlinas!
—No creí yo que hubiese tanto dinero en el mundo —dijo Lucy, sorprendida.
Contempló muy impresionada los antiguos y polvorientos cuadros, siguiendo la línea de los grandes marcos tallados, con el dedo.
—A algunos de los cuadros los han sacado del marco para traerlos aquí —dijo Jack, tirando de un grueso rollo de lienzo—. Mirad, a éste lo cortarían del marco haciéndolo un rollo para poderlo transportar aquí mejor.
Había unos cincuenta lienzos enrollados, aparte de los que tenían marco. Jack iluminó con la luz de su lámpara muchas de las pinturas; pero a ninguno de los niños le parecieron los asuntos interesantes. Figuraban numerosos retratos de hombres gruesos de aspecto severo. Algunos de los cuadros representaban escenas de la Biblia o de leyendas antiguas.
—¡Esto sí que es un hallazgo! —exclamó Jack—. Apuesto a que si esos individuos hubieran encontrado estas pinturas y las estatuas, hubiesen ganado la mar de dinero vendiéndolas.
—Claro que lo que buscaban ellos era esto —asintió Jorge—. Y para eso eran las cajas. Para embalarlo todo. Su intención sería írselo llevando poco a poco y con mucho cuidado. ¡Qué plan más ingenioso!
—Un plan que Otto hizo fracasar —dijo Jack—. Les condujo a un desprendimiento de rocas y les dijo que la cueva del tesoro estaba debajo. Y ellos se lo creyeron y se marcharon tan mansamente. ¡Qué estúpidos!
—Y nosotros lo hemos encontrado todo —anunció con aire de triunfo Lucy—. ¡Oh, cuánto me gustaría poder decírselo a Bill!
—¿Habrá más cavernas? —murmuró Jack. Y cruzó hacia el otro extremo—. ¡Sí! ¡Aquí hay otro arco y otra cueva! ¡Hay libros aquí! ¡Y documentos antiguos! ¡Venid a ver!
—Los libros antiguos valen tanto a veces como los cuadros —observó Jorge, mirando las enormes pilas de libros fuertemente encuadernados—. ¡Fijaos en éste! Es una Biblia, pero en un idioma extranjero. ¿Verdad que es enorme? ¡Mirad la anticuada que es esta letra de imprenta!
—Éstas son cavernas de tesoros de verdad —dijo Jack. Tesoros de las iglesias, de las bibliotecas y de los museos de pinturas. Supongo que los escondería alguna gente con la intención de recogerlos cuando se hiciera la paz y ganar la mar de dinero con ello. ¡Qué horrible robar cosas como éstas!
—Hay una cueva pequeña aquí —llamó Dolly, que estaba explorando por su cuenta—. Y dentro hay un arca muy grande…, ¡no!, ¡dos…!, ¡tres…! ¿Qué contendrán?
Jack se acercó a ella, y alzó la pesada tapa de una de las arcas. Contempló, con sorpresa, las brillantes monedas amontonadas en el interior.
—¡Oro! —exclamó—. Monedas de oro de algún país, aunque no sé cuál. Nunca he visto monedas como éstas antes. ¡Dios santo! ¡Hay una fortuna en esa arca también… y en esa otra… y en ésta! ¡Fortunas por todas partes!
—Es como un sueño —dijo Lucy, sentándose encima de una de las cajas—. Vaya si lo es. Una gruta de brillantes carámbanos o estalags…, ¡lo que se llamen! ¡Una gruta de estrellas! ¡Una gruta de relucientes y enjoyadas estatuas! ¡Una gruta de cuadros! ¡Una gruta de libros antiguos! Y, ahora, ¡una gruta de oro! ¡No puedo creerlo!
Parecía extraordinario, en efecto. Se sentaron todos en las cajas de roble y descansaron. La débil luz verdosa seguía brillando por todas partes, una especie de fosforescencia pálida que no parecía venir de ninguna parte en particular y que, sin embargo, estaba en todas.
El silencio era profundo allí. Se oían respirar unos a otros y una tos de Jack sonó alarmantemente sonora, lo que llegó a asustarles.
De pronto sonó en la quietud otra cosa; un ruido tan por completo inesperado y sorprendente, que ninguno pudo dar crédito a lo que escuchaba. ¡Clo! ¡Clo-clo-clo!
—Pero ¿qué es eso? —exclamó Lucy por fin—. Parece como si cloqueara una gallina.
—Habrá sido «Kiki» —respondió Jack, mirando a su alrededor en busca del loro.
Pero éste se encontraba a dos pasos, sentado encima de uno de los arcenes, y con gesto de melancolía. Estaba ya harto de las cuevas. Los niños le miraron. ¿Podía haber sido «Kiki»?
Aguzaron el oído, aguardando a ver si hacía el mismo ruido. Pero el loro no se movió. Y, de pronto, el sonido se percibió de nuevo, más claramente ahora y en distinta dirección: ¡Clo-clo-coroc! ¡Clo-clorococ!
—¡Es una gallina! —anunció Jack, poniéndose en pie de un brinco—. Una gallina que hace el mismo ruido que si estuviese poniendo un huevo. Pero…, ¡una gallina… en estas cuevas! ¡Es imposible!
Todos los niños estaban en pie ya. Dolly señaló hacia unos escalones del fondo de la cuevecita de oro.
—De ahí viene el sonido —dijo.
—Subiré yo primero, a ver si es una gallina de verdad —anunció Jack—. No puedo creerlo.
Subió cautelosamente los escalones y en el mismo instante el cloqueo se volvió a oír. «Kiki» se despertó, escuchándolo con asombro. Empezó a cloquear él también entonces, cosa que, evidentemente, sorprendió a la oculta cloqueadora, que se excitó de un modo enorme y soltó una verdadera ráfaga de «cloc».
Jack llegó a la parte superior de la escolera. Había otra puerta allí, pero no era muy fuerte. Estaba entornada. La empujó un poco, muy despacio, para poder ver sin llamar la atención, aun cuando no esperaba ver otra cosa que una gallina. Lo que vio le dejó petrificado de asombro. Jorge le clavó los dedos en la espalda.
—Sigue, Jack, ¿qué pasa?
Jack se volvió hacia sus compañeros.
—Escuchad —dijo, en un semisusurro—, es la mar de raro… pero hay una habitación como una celda aquí arriba… amueblada…, ¡con mesa, sillas y un quinqué encendido! Y…, ¡está servida una comida en la mesa!
—Baja pronto, entonces —susurró Dolly—. No nos interesa encontrarnos con nadie. Debe de ser alguien que está guardando el tesoro hasta que vengan los otros a buscarlo. ¡Baja!
Pero era demasiado tarde. Una voz trémula, singular, salió de la habitación a la que se había asomado Jack. Unas palabras extrañas llegaron a sus oídos; pero no comprendieron ni una sola de ellas. ¿Qué iba a suceder ahora?