Capítulo XXI

Las extrañas cavernas

Jack fue el primero en bajar por el hueco. Se colgó del borde con las manos, saltó y sólo tuvo que caer cosa de treinta centímetros para dar en el suelo.

—Lucy, ven tú ahora —dijo. Y la ayudó a bajar.

A continuación descendieron los otros, con excitación y avidez. ¿Habían encontrado la cueva del tesoro en verdad?

—¡No tiene más remedio que ser aquí! —les anunció Jack—. No hay ningún otro agujero ni cueva por los alrededores. Dejad que alumbre esto un poco con mi lámpara.

Como había pensado Dolly, había un pasadizo en el fondo, un pasadizo bastante ancho y alto. Un hombre muy alto hubiera podido bajar por él sin dificultad.

—¡Adelante! —exclamó Jack, temblándole la voz de emoción—. ¡Caliente…, caliente…!

Le siguieron corredor rocoso abajo, posado «Kiki» en su hombro. Lucy le asió de la manga, temiendo lo que pudieran encontrar.

El pasadizo era ancho y alto en toda su extensión, pero torcía un poco. Iba en dirección descendente siguiendo, sobre poco más o menos, la misma dirección, a pesar de sus serpenteos. Es decir, se dirigía al centro de la montaña. Llegaron a su fin de pronto, y Jack se detuvo, boquiabierto, ante el extraordinario panorama que descubrió. La luz de su lámpara fue a dar contra una masa inacabable de brillantes columnas blancas que colgaban del elevado techo de la gruta. ¿Qué podían ser?

Lucy le apretó el brazo, soltando una exclamación. Miró embobada las blancas masas. Vio que otras columnas blancas se alzaban del suelo también. Algunas se habían tropezado con las que colgaban, soldándose con ellas, de suerte que parecía como si el techo de la gruta estuviese sostenido por pilares.

—¡Jack! ¿Qué es? ¿El tesoro? —susurró.

—Son carámbanos, ¿no? —inquirió Dolly, impresionada—. ¡Jamás he visto cosa tan hermosa en mi vida! ¡Fijaos cómo cuelgan…, tan quietos y tan lindos!

—¡No, no son carámbanos! —contestó Jack—. Son estalactitas…, las que cuelgan por lo menos. Y no están hechas de hielo, sino de piedra caliza, creo. ¡Troncho! ¡Qué escena!

Los niños se quedaron inmóviles, admirando, hasta saciarse, la silenciosa y bella caverna. Tenía el techo tan alto como el de una catedral y las gráciles estalactitas colgaban de él a docenas, brillando a la luz de la lámpara de Jack.

—Las que salen del suelo son estalagmitas, creo —dijo—. ¿Verdad, Jorge? ¿Sabes algo de eso? ¡En mi vida había visto una cosa como ésta!

—Sí, son estalagmitas —respondió el otro—. Recuerdo haber visto fotografías de ellas. Estalactitas y estalagmitas. ¡Troncho! ¡Qué vista!

«Kiki» intentó decir las dos palabras y no pudo. Hasta él parecía impresionado ante el asombroso e inesperado descubrimiento.

—¡Oh, mirad! —exclamó Lucy, señalando lo que parecía un mantón antiguo, tallado en marfil—. ¡Mirad! ¡Eso ha crecido aquí también! ¡Es como un chal…, hasta el dibujo! ¡Y fijaos en esa especie de verja allí…, toda tallada también! ¡No me digáis que no las ha hecho nadie…, no es posible que hayan crecido!

—Se formaron —dijo Jack, intentando explicar—, ¿sabes?, como se forman los cristales en un poco de nieve. No crecen, porque no están vivos…, se forman.

Lucy no comprendía del todo. En su fuero interno creía que todas aquellas maravillosas columnas colgantes habían crecido…, helándose después.

—¡Creí que éste sería el tesoro! —dijo medio riendo la chica.

—Y no me extraña —aseguró Jack—. Es demasiado hermoso para que pueda uno siquiera describirlo con palabras. ¡Mira que descubrir una caverna así! Es como una enorme catedral subterránea…, sólo necesita un órgano para empezar a tocar un himno magnífico y grandioso.

—Hay una especie de camino por el centro —dijo Dolly—. No sé si será un camino natural u obra del hombre. ¿Ves el que quiero decir?

—Sí —respondió Jack, iluminándolo con su lámpara—. Creo que es un poco de cada cosa. Bueno, ¿seguimos adelante? Aquí no hay ningún tesoro.

Cruzaron por el centro de la enorme y silenciosa estancia, rodeados por aquellas columnas que parecían de hielo. Lucy señaló muchas que se habían unido a las que se alzaban del suelo.

—Las gotas que se desprendían de las estalactitas darían en el suelo, formando las estalagmitas que, al ir creciendo, se unieron con las columnas de arriba —dijo Jorge—. Deben de haber tardado años y años en formarse…, siglos. No es de extrañar que esta gruta nos dé una sensación de antigüedad. A mí me parece como si el tiempo no existiese aquí siquiera…, ni años, ni días de la semana, ni horas…, nada.

A Lucy no le gustó eso mucho. Le daba la sensación de que se trataba de un sueño, de que no era real. Asió el brazo de Jack, hallando alivio en su solidez y calor.

Caminaron lentamente hasta el otro extremo de la enorme caverna. Allí encontraron un arco gigantesco, adornado también de estalactitas que no colgaban mucho, sin embargo. Les era posible pasar por debajo sin tropezar.

—Este arco parece un túnel —dijo Jorge.

Su voz sonaba fuerte y hueca allí, y les hizo dar un brinco a todos. «Kiki» soltó una tos melancólica que sonó como una tos gigantesca y hueca, llenándoles de sobresalto. Llegaron a otra caverna. El techo de ésta no era tan alto como el de la precedente, y sólo colgaban de él unas estalactitas muy pequeñas.

—¿Brillan estas estalactitas en la oscuridad? —preguntó Dolly de pronto—. Me pareció ver brillar algo en ese rincón.

Jack apagó la linterna e inmediatamente los niños soltaron una exclamación. Porque vieron allá en el techo y por todas las paredes, brillantes millones de minúsculas estrellas. Eran verdes y azules, y titilaban de una manera encantadora.

—¡Cielos! ¿Qué son? —preguntó en asombrado susurro Dolly—. ¿Están vivas?

Los niños no pudieron contestar porque no lo sabían. Contemplaron las relucientes y titilantes estrellas que parecían apagarse y encenderse, entrar y salir de la pared como lucecillas mágicas.

—Quizá se trate de una especie de luciérnagas —sugirió Jack—. ¡Qué hermosas son! ¿Verdad?

Encendió la lámpara de nuevo y el techo brilló en la luz amarillenta. Las estrellas desaparecieron.

—¡Oh, apaga la lámpara! —suplicó Lucy—. Quiero ver esas estrellas un poco más. En mi vida he visto cosa que más me fascinara. Brillan como fosforescentes…, todas azules y verdes, y verdes y azules. ¡Fijaos cómo se encienden y apagan! ¡Oh; cuánto me gustaría poder llevarme un centenar cuando nos fuéramos, para colocarlas en el techo de mi alcoba en casa!

Los otros se rieron de ella, pero opinaron también que aquellas titilantes estrellas fascinaban con su belleza. Jack no volvió a encender la lámpara hasta que todos se hubieron saciado de verlas.

—Van dos cavernas verdaderamente maravillosas —dijo Lucy con un suspiro—. ¿Qué será la siguiente? ¡Tengo la misma sensación que si hubiésemos descubierto la Cueva de Aladino o algo así!

Un largo corredor descendente les condujo fuera de la Gruta de las Estrellas, como la bautizó Lucy.

—Hemos descubierto una Gruta de los Ecos, una Gruta de Estalactitas y una Gruta de las Estrellas —dijo—. Me gusta esta parte de la aventura. Ahora quisiera encontrar una Gruta del Tesoro.

El túnel por el que bajaban era ancho y alto, como el primero que atravesaron. La luz de la lámpara de Jack arrancó de pronto vividos reflejos a algo que yacía en el suelo. Se detuvo.

—¡Mirad! —dijo—. ¿Qué es eso?

Dolly se agachó a recogerlo.

—Un broche —anunció—. Un broche sin su alfiler. Debe de haberse roto éste y se le caería el broche a quien lo llevara puesto, como un vistoso adorno. ¿Verdad que es muy bonito?

Lo era. Se trataba de un broche grande de oro, de unas tres pulgadas de anchura, cuajado de brillante pedrería, roja como la sangre.

—¿Son rubíes? —preguntó Dolly, impresionada—. ¡Fijaos cómo brillan! ¡Oh, Jack! ¿Tú crees que esto es parte del tesoro?

—Probablemente —contestó éste.

Y los niños volvieron a sentirse presa de una gran excitación. El corazón les palpitó con violencia. ¡Un broche de rubíes incrustado en oro tallado! ¿Qué sería el resto del tesoro? Surgieron en la mente de los niños maravillosas visiones y avanzaron con avidez, escudriñando el suelo en busca de otras joyas.

—¡Si encontráramos una gruta de joyas! —dijo Lucy—. ¡Oooooh! ¡Brillando como estrellas y soles! ¡Eso es lo que me encantaría!

—A lo mejor encontramos algo así —dijo Dolly—. Si lo hacemos, me adornaré de pies a cabeza con ellas y fingiré que soy una princesa.

El corredor no parecía acabarse nunca. Continuaba descendiendo, pero cuando Jack consultó su brújula, se dio cuenta de que ya no se dirigía al corazón de la montaña, sino en dirección opuesta. Confió que no volverían a salir de pronto a la luz del día sin haber encontrado la cueva del tesoro.

De pronto se encontraron con unos escalones que bajaban. Estaban tallados en la roca sólida unos escalones pendientes, anchos, que daban la vuelta al curvarse el pasadizo.

—Es casi una escalera de caracol —dijo Jack—. ¿Adónde vamos ahora?

Había unos veinte escalones en total. Luego se encontraron ante una puerta enorme, hecha de una madera muy fuerte y gruesa y tachonada de clavos. Los niños se detuvieron, contemplándola.

¡Una puerta! ¿Qué se ocultaría tras ella? ¿Tendría echado un cerrojo y estaría cerrada con llave? ¿Quién la había puesto allí y por qué? ¿Era para impedir el paso a la cueva del tesoro? No había picaporte que hacer girar. Ni siquiera se veía una cerradura. Vieron unos cerrojos muy grandes por aquel lado; pero no estaban echados.

—¿Cómo puede uno abrir una puerta que no tiene picaporte? —exclamó Jack con desesperación.

—Dale un puntapié, como hicimos con la de la cabaña —aconsejó Jorge.

Y Jack le pegó fuerte. Pero no se abrió.

La contemplaron con impotencia. ¡Llegar tan lejos y verse detenidos por una puerta! Era demasiado. Jack hizo correr el haz luminoso de su lámpara por toda la superficie, desde el suelo hasta arriba.

La aguda mirada de Lucy observó algo.

—¿Ves ese clavo de hierro? —dijo, señalándolo—. Está mucho más brillante que los otros. ¿Por qué será?

Jack lo iluminó y vio que era levemente más grande que los otros, y también, como había dicho Lucy, que brillaba más, como si se hubiese tocado con frecuencia. Lo apretó. No pasó nada. Lo golpeó con una piedra. Sin resultado.

—Déjame probar a mí —terció Jorge.

Y echó a Jack a un lado.

—Alumbra bien —prosiguió—. Así.

Asió el clavo de hierro y lo sacudió. Pareció ceder un poco. Volvió a sacudirlo. No pasó nada. Luego se le ocurrió retorcerlo.

Giró sin dificultad. Se oyó un fuerte chasquido a continuación y la puerta se abrió lentamente.

Jack apagó la lámpara, temeroso de que pudiera verles alguien si es que alguien había en la caverna, aun cuando, de haber estado ocupada, los golpes dados en la puerta hubiesen dado ya la alarma.

La puerta estaba abierta ahora de par en par. Al otro lado de ella, un débil brillo revelaba otra gruta. Lucy asió a Jack del brazo, asustada.

—Está llena de gente —dijo—. ¡Mirad!