Indicaciones que conducen al tesoro
Durmieron profundamente aquella noche, porque estaban reventados. La lluvia no dejó de caer un instante, pero, allá hacia el amanecer, desaparecieron las nubes, y cuando salió el Sol, el firmamento tenía un color azul pálido. A Lucy le gustó mucho cuando separó las frondas del helecho y miró hacia el exterior.
—Todo está recién lavado y limpio, hasta el cielo —dijo—. ¡Es hermoso! ¡Fijaos!
—Un día que ni pintado para buscar tesoros —asintió Jack—. Ojalá este Sol seque aprisa la hierba, porque, si no, se nos mojarán los pies.
—Suerte que sacamos tantas latas de la cabaña —dijo Dolly, tomando dos o tres—. ¿Quedan aún algunas en el matorral donde las escondimos, Jack?
—En abundancia. Cogí un par de ellas para Otto antes de ayer, pero aún quedan muchos. Podemos ir a buscarlas cuando nos convenga.
Ataron las frondas y desayunaron sentados en la parte de delante de la cueva, contemplando las montañas recortadas contra el firmamento que ahora se estaba volviendo más azul.
—Bueno. ¿Emprendemos el camino? —inquirió Jack cuando hubieron terminado—. «Kiki», saca la cabeza de esa lata. Sabes de sobra que está vacía.
—¡Pobre «Kiki»! —dijo el loro—. ¡Qué lástima! Salieron todos de la caverna. Se estaba secando todo muy aprisa bajo el Sol.
—¡Fijaos! ¡Esas rocas están humeando! —exclamó Lucy, sorprendida.
Y así era, en efecto. El vapor que se alzaba de ellas les daba un aspecto raro.
—Más vale que nos llevemos algo de comer —dijo Jack—. ¿Has preparado algo, Dolly?
—Claro que sí. No podemos volver hasta la cueva a buscar comida.
—Hemos de llegar adonde nace la cascada, como hicimos ayer —anunció Jack—. Seguidme todos. Yo conozco el camino.
No tardaron en encontrarse por encima del salto de agua y contemplaron de nuevo cómo salía el agua del agujero de la montaña. Parecía tener dos veces mayor volumen y una turbulencia mucho más grande que el día anterior.
—Supongo que el agua subterránea habrá aumentado como consecuencia de la lluvia de anoche —dijo Jorge—. Por eso es más grande y más fuerte la cascada.
—Sí, ésa es la razón —contestó Jack, alzando la voz para que le oyeran por encima del estruendo de la cascada—. «Kiki», haz el favor de no chillarme más al oído.
La catarata excitaba al loro, que hizo un ruido terrible aquella mañana. Jack se negó a llevarle en el hombro al cabo de un rato como consecuencia de sus aullidos. «Kiki» se alejó, enfadado.
—Bueno —dijo Dolly, acordándose—, ¿y ese árbol doblado? ¡No lo veo por ninguna parte!
Se hallaban a cierta distancia encima de la cascada.
—¡Troncho! ¡No me digáis que no existe un árbol doblado! —exclamó Jack, mirando a su alrededor y por encima de su cabeza—. Pero es verdad, no parece haber ninguno.
Tal era el caso al parecer. Los pocos árboles que veían estaban todos completamente erguidos. Lucy soltó de pronto una exclamación y señaló hacia abajo.
—Ahí está, ¿no? Por debajo de nosotros, al otro lado de la catarata. ¡Mirad!
Todos se acercaron a la niña y miraron. Tenía razón. Al otro lado del salto de agua y a cierta distancia por debajo de ellos había un árbol extrañamente torcido. Era un abedul y resultaba incomprensible que se hubiese doblado así. El viento no soplaba allí con más fuerza que en los demás sitios. Fuera como fuese, el caso era que estaba doblado, única cosa que importaba.
Cruzaron por encima de la cascada y bajaron luego por las rocas al otro lado, hasta llegar donde se alzaba el árbol.
—Primer indicador —dijo Jack.
—No, segundo —le corrigió Dolly—; el primero es la cascada.
—Bueno, pues segundo. Ahora busquemos el tercero…, una extensión de roca negra plana…, una pared de ella seguramente.
Miraron en todas direcciones, buscándola. Esta vez fue Jack quien la descubrió. Estaba algo lejos y parecía difícil de alcanzar, porque suponía ascender por la pendiente ladera que, por aquel lugar, casi resultaba vertical. De todas formas había que hacerlo, con que acometieron la obra. Después del primer trozo, resultó más fácil, porque había toda clase de plantas y matorrales que pudieron usar para agarrarse y para plantar los pies. Jack ayudó a Lucy a subir, pero Dolly desdeñó la ayuda de su hermano, porque sabía que llevaba una lagartija encima. Tuvieron que gatear por lo menos media hora para llegar a la muralla de roca negra, aun cuando, en realidad, la distancia no era tan grande. Se detuvieron junto a la roca, jadeando.
—Es curiosa esta piedra negra tan brillante —dijo Jack, pasando los dedos por la lisa superficie—. ¿Qué será?
—¡Oh!, ¿qué importa eso? —exclamó Dolly, impaciente por seguir adelante—. ¿Cuál es el segundo indicador? Éste es el tercero.
—Un manantial —aseguró Jorge—. ¿No es eso, Jack? O…, ¿consultamos el mapa?
—No hay necesidad. Me lo sé de memoria. Es un manantial lo que hemos de buscar ahora.
Aunque no veo ninguno a pesar de lo mucho que quisiera. Me iría bien un trago de agua después de tanto trabajar por subir. Tengo las manos hechas un asco y las rodillas también.
—Sí, a todos nos iría muy bien un baño ahora —asintió Jorge—. Y con estropajo.
—Con estropajo —dijo «Kiki».
Y soltó una de sus terribles carcajadas.
—Cállate, «Kiki» —dijo Jack—, o vas a saber lo que «un estropajo» tiene de bueno.
No se veía manantial por parte alguna. Lucy empezó a poner cara de desilusión.
—¡Anímate! —le dijo Jack—. Quizá no podamos ver el manantial desde esta muralla de roca…, pero lo encontraremos si está por los alrededores.
—Escuchemos —sugirió Dolly.
Conque se quedaron todos completamente quietos y aguzaron el oído.
—¡Shhhhhh! —dijo «Kiki», irritado.
Jack le pegó en el pico. El loro soltó un grito melancólico y guardó silencio ya. Y entonces oyeron el cristalino tintineo de agua, un rumor alegre, gorgoteante y amistoso.
—¡Lo oigo! —exclamó Lucy, encantada—. Viene de algún sitio cercano.
Se acercó de un salto a un pequeño macizo de árboles y allí, oculto entre la hierba, salpicado de flores, vio burbujear un límpido manantial que se vertía ladera abajo en minúsculo riachuelo de agua fría.
—Sale de ahí arriba, mirad —dijo Jack, señalando un matorral grande. El manantial surgía por debajo—. ¡Cuarto indicador!
—Y ahora, ¡el quinto y último! —exclamó Lucy, excitada—. ¡Ooooh! ¿Creéis de veras que nos estamos acercando al tesoro? No está muy lejos, en realidad, de nuestra caverna. Me pareció oír débilmente el rugido distante de la cascada cuando escuchaba para descubrir el manantial.
—Lo mismo me sucedió a mí —aseguró Dolly—. ¿Qué es lo que hemos de buscar ahora?
—La roca de forma extraña —contestó Jack—, ésa que parece un hombre con una capa y con la cabeza como una bola.
—Eso es fácil —anunció Jorge con voz triunfal—. ¡Ahí está, claramente recortada contra el cielo!
Alzaron todos la vista. Jorge tenía razón. Allí estaba la rara roca, fácilmente visible contra el cielo.
—¡Vamos! —exclamó Jack, excitado—. ¡Arriba! ¡Adelante, buscadores de tesoros!
Ascendieron hasta donde se hallaba la roca. Había otras alrededor, pero aquélla era más alta y se destacaba de las demás.
—¡Nuestro último indicador! —dijo Jack—. Y ahora, ¿dónde está el tesoro?
¡Ah, sí! ¿Dónde estaba el tesoro? Lucy miró por la ladera, como si ahora esperara verlo esparcido por allí. Los otros se pusieron a buscar la boca de alguna caverna. Pero ninguno de ellos fue capaz de encontrar nada.
—¿Por qué no le preguntaste a Otto exactamente cómo encontrar el tesoro después de llegar al último indicador? —se quejó Dolly, llena de cansancio y chasqueada, acercándose a Jack.
—Hombre, ¿sabía yo acaso que íbamos a buscarlo nosotros? Creí que Julius Muller se iba a encargar de eso. Sin duda, de haber llegado él hasta aquí, hubiera sabido dónde encontrarlo.
—Bueno, pues es como para desilusionar a cualquiera que, después de venir hasta aquí y leer tan bien el mapa, no consigamos encontrar nada —anunció Dolly, irritada por la fatiga—. Estoy harta. No buscaré más. Podéis continuar buscando vosotros si queréis, pero yo voy a descansar un poco.
Se dejó caer en el suelo y se tendió boca arriba, mirando hacia la pendiente ladera por encima de ella. Estaba, salpicada de trozos de rosa lisa que sobresalían de trecho en trecho, como repisas. Dolly los examinó, indolentemente, con la mirada. Luego se incorporó de pronto.
—¡Eh! —les gritó a los otros—. ¡Mirad allá arriba!
Se acercaron a ella y levantaron la cabeza.
—¿Veis esas repisas de roca que sobresalen por la ladera? —preguntó—. Como antes. Bueno, pues fijaos a mitad de camino…, ¿veis una que asoma más que las otras? Mirad abajo. ¿No es un agujero lo que hay?
—Sí que parece un agujero —asintió Jack—. Quizá no sea más que la madriguera de una zorra, sin embargo. De todas formas, puesto que es el único agujero un poco grande que hay por aquí, más vale que lo exploremos. Subiré yo. ¿Vienes, «Copete»?
—Ya lo creo. No parece difícil. ¿No vais a subir vosotras también, niñas?
Dolly olvidó que estaba harta y se adhirió al grupo que inició al punto la escalada. Cuando llegaron, vieron que se trataba de un agujero muy grande en verdad. Resultaba imposible verlo desde arriba porque la repisa de roca sobresalía por encima, ocultándolo. Sólo podía verse desde un sitio por bajo, y a cierto ángulo, el sitio en que se había echado Dolly a descansar.
—Ha sido una suerte que lo vieras, Dolly —observó Jack—. Hubiéramos podido pasarnos el día buscándolo sin dar con él. ¿Será ésta la entrada de la verdadera cámara del tesoro?
Atisbaron por el hueco. Era oscuro, descendía, y parecía bastante vasto.
—¿Dónde está mi lámpara? —preguntó Jack.
Se asomaron al agujero. Eso era lo único que parecía: un agujero. Allí no había ningún tesoro. Pero, al mover Jack la lámpara, Dolly creyó ver un pasadizo hacia el fondo.
—Creo —dijo, casi cayéndose dentro del agujero en su excitación—, creo que hay un pasadizo detrás.
«Kiki» saltó del hombro de Jack y se metió por el hueco. Una voz melancólica llegó hasta ellos.
—¿Qué hay más abajo, «Kiki»? —gritó Jack.
—Tres ratoncitos ciegos —contestó con solemnidad y falta de verdad el loro—. Tres ratoncitos ciegos. ¡Pop!
—Eres un embustero —anunció Jack—. Sea como fuere, bajemos a buscar a…
—Tres ratoncitos ciegos —interrumpió «Kiki».
E imitó la risita de Lucy.