Una gran desilusión… y un plan
Fue una labor ruda escalar la pendiente y pedregosa ladera hasta la repisa que veían por encima de ellos. Lucy casi lloró por la frecuencia con que le resbalaban los pies.
—Por cada paso que doy, resbalo dos —gimió.
—Pues, agárrate a mí entonces —le dijo Jorge, y tiró de ella cada vez que dio un paso.
Todos tenían ganas de descansar cuando llegaron a la repisa y, con gran delicia suya, vieron un trecho en que abundaban las frambuesas silvestres. Podían tomar asiento y darse un banquete mientras reposaban. ¡Magnífico! A «Kiki» le gustaban las frambuesas una barbaridad, y comió tantas que hubo de gritarle Jack.
—¡«Kiki»! ¡Reventarás!
—¡Pop, pop! ¡Reventé! —contestó el loro. Y se comió unas cuantas docenas de frambuesas más.
Pronto se sintieron con fuerzas para reanudar el camino. Estaban muy altos ya, y veían aún más montañas alzarse todas las que ya conocían. Era una vista magnífica.
—Me siento la mar de pequeña y perdida con esas montañas tan grandes alrededor —dijo Lucy. Y a los demás les sucedía lo propio—. Vamos…, sigamos ahora. Pronto veremos la carretera. Menos mal que esta repisa no es estrecha. Casi podría pasar por ella un automóvil.
No fue tan fácil atravesar la repisa, sin embargo, como creyera Lucy. Se había producido un desprendimiento de rocas un poco más allá, y fue preciso trepar y arrastrarse mucho. Los niños fueron delante, para buscarles paso seguro a sus hermanas. Sintieron un alivio inmenso cuando dejaron atrás el lugar del corrimiento y se hallaban sobre tierra más llana de nuevo. La repisa doblaba un recodo de la montaña y luego, de pronto, los niños vieron la carretera a sus pies. Sí, ¡era una carretera de verdad! La contemplaron con alegría.
—Jamás creí que me daría tanta alegría ver una carretera otra vez —dijo Dolly—. ¡La carretera de salida del valle! ¡El camino que conduce a alguna parte por fin!
—Mirad —dijo Lucy—, sube serpenteando desde bastante abajo. No podemos ver adonde va desde aquí, porque esa cueva nos lo impide.
—Pero puede verse el Desfiladero de los Vientos desde aquí —observó Jack, señalando—. ¿Veis el punto en que esta montaña y la de al lado casi se tocan? Allí es donde debe estar el desfiladero… bastante arriba y muy estrecho. Apuesto a que tendremos que atravesarlo en fila india.
—¡Quiá! —contestó Jorge, con desdén—. Ha de ser lo bastante ancho para que pase por él un carro, por lo menos. Sólo parece estrecho porque estamos lejos.
—Vamos…, bajemos a la carretera —dijo Dolly, empezando a hacerlo ella.
Se encontraban a unos seis metros más arriba del camino.
—¡Oíd! ¿Os dais cuenta de lo cubierto de hierba y cizaña que está? —exclamó Jack, con asombro—. Eso demuestra lo poco que se ha usado últimamente. Es raro, ¿verdad? Se hubiese supuesto que la gente cuidaría bien la única salida disponible.
—Es muy singular —contestó Jorge—. Vamos… Por lo menos se ve que es una carretera, aunque esté cubierta de hierba.
Caminaron un buen trecho por ella. Serpenteaba hacia arriba siempre, trazando grandes curvas por las laderas de la montaña. Por fin vieron los niños claramente el lugar en que debía hallarse el Desfiladero de los Vientos, un pasadizo estrecho entre dos montañas.
Hacía mucho frío a aquella altura, y el viento era muy fuerte. De no haber estado bien calientes de tanto escalar, hubiesen tiritado los niños.
—Ahora… doblemos ese recodo y apuesto a que vemos el desfiladero —dijo Jack—. Y entonces…, ¡viva la salida de este valle misterioso!
Doblaron el recodo. Sí, allí estaba el desfiladero, o lo que antaño habría sido desfiladero por lo menos. Pero había dejado de serlo.
Algo había ocurrido. El estrecho paso entre las dos montañas estaba cegado por grandes rocas y negras peñas. No era posible franquearlo. Les costó trabajo al principio comprenderlo. Se quedaron mirando el lugar, maravillados.
—¿Qué ha sucedido allá? —preguntó Jack, por fin—. Parece un terremoto o algo así. ¿Habéis visto alguna vez revoltijo semejante?
—Se han abierto enormes agujeros en las paredes rocosas de los lados —dijo Jorge—. Fijaos…, hasta allá bien arriba, hay huecos como cráteres.
Contemplaron los destrozos en silencio. Luego Jack se volvió hacia sus compañeros.
—¿Sabéis lo que yo creo que ha sucedido? —observó—. Pues que cuando estaban aquí los enemigos luchando, bombardearon el desfiladero, obstruyéndolo. Han sido bombas las causantes de toda la destrucción…, estoy seguro de esto.
—Sí, creo que tienes razón —asintió Jorge—. Eso es lo que parece. Deben de haber volado los aviones a ras del desfiladero, descargando bombas y más bombas. Es completamente imposible pasar por él ya.
—¿Quieres decir con eso… que no podemos salir? —preguntó Lucy con voz trémula.
Jorge contestó con un movimiento afirmativo.
—Eso me temo. Nadie sería capaz de escalar ese muro tan alto, pendiente y peligroso de riscos volados, por los explosivos. Ahora se explica por qué no ha vuelto la gente a vivir otra vez en este valle. Supongo que la mayor parte de los que vivían aquí fueron muertos y los demás huyeron por el desfiladero. Luego los aviones lo volaron, y nadie pudo volver. Juan y todos esos hombres debieron enterarse de que había algún tesoro escondido en el valle y pensaron en intentar entrar aquí por el aire. Además debe ser la única manera de entrar ahora aquí.
Lucy se sentó y se echó a llorar.
—¡Qué desilusión tan grande! —gimió—. Creí que íbamos a poder salir de este valle tan solitario y horrible, de veras que sí. Pero resulta que seguimos prisioneros en él y…, ¡nana-nadie puede entrar a salvarnos!
Los otros se sentaron junto a Lucy, sintiendo bastante desesperación también. Contemplaron con impaciencia la cegada salida. ¡Qué golpe más terrible! ¡Y cuando más esperanzas tenían de poder escapar y acudir a Julius para darle noticias del tesoro!
—Vamos a tomar algo de comer —sugirió Dolly—. Nos sentiremos mejor después. No es de extrañar que estemos un poco desanimados ahora, sin nada en el estómago.
—Nada, nada, que te vas al fondo. En el fondo del mar, ¿dónde están las llaves? —cantó «Kiki» al punto.
Los niños se echaron a reír.
—¡Idiota! —exclamó Jorge—. A ti bien poco te preocupa el desfiladero cerrado, ¿verdad, «Kiki»? Tú podrás volar por encima de las rocas. Es una lástima que no podamos atarle un mensaje a una pata y mandarte a Julius en busca de ayuda.
—¡Oooooh! —dijo Lucy—. ¿Y no podríamos hacerlo?
—¡No, boba! En primer lugar, lo más probable es que «Kiki» se arrancara el mensaje de la pata —contestó Jack—. Y luego tampoco sabría dónde ir ni a quién buscar. Es un pájaro muy listo, pero no tanto como para eso.
Se sintieron mucho mejor después de la comida. Lo hicieron sentados de espaldas al desfiladero; ninguno de ellos se sentía con ánimos para mirarlo.
—Supongo que no tendremos más remedio que volver a nuestra cueva —dijo Dolly por fin—. No parece haber ninguna otra solución.
—No…, supongo que no la hay —asintió Jack con melancolía—. ¿Qué engañifa, eh?
Descansaron un buen rato. El sol quemaba; pero era tan fuerte el viento, que en ningún momento tuvieron demasiado calor. Luego Lucy fue a cobijarse tras una roca contra el viento porque sentía demasiado fresco.
Emprendieron el camino de regreso después de su descenso. No iban tan animados ni charlaban tanto como cuando salieron aquella mañana. El pensar que se verían obligados a permanecer en el desierto valle después de haber tenido tantas esperanzas de escapar, echaba un jarro de agua fría sobre el entusiasmo de todos.
Jack vio a Lucy tan alicaída, que intentó pensar algo que la animase. Y se le ocurrió algo verdaderamente asombroso.
—Anímate, Lucy —le dijo—. Quizás encontremos el tesoro ahora, como compensación a nuestro chasco.
Lucy se detuvo y le miró, excitada.
—¿De veras? —dijo—. ¡Oh, Jack!… ¡Sí, busquemos nosotros el tesoro!
Todos se detuvieron a pensar en eso durante unos momentos de emoción.
—Bueno, ¿y por qué no? —exclamó Jorge—. No podemos mandarle aviso a Julius, puesto que el desfiladero está obstruido. Esos hombres se han marchado, y Otto también. Sólo quedamos nosotros. ¿Por qué no hemos de entretenernos buscando el tesoro? Resultará emocionante, por lo menos, y nos dará algo que hacer.
—¡Qué bien, pero qué bien! —exclamó Dolly—. ¡Eso es precisamente lo que siempre he tenido ganas de hacer…, buscar tesoros! ¿Cuándo empezaremos? ¿Mañana?
—Oíd —dijo Jorge—, ¿y si lo encontráramos? ¿Nos darían una parte?
—¡Qué suerte que Otto te diera el mapa, «Pecas»! —le dijo Dolly a Jack. Siempre le llamaba «Pecas» cuando estaba de muy buen humor—. Mirémoslo.
Jack lo sacó del bolsillo. Desplegó la hoja del papel. Otto lo había marcado con los puntos cardinales, de igual manera que el plano del camino del desfiladero.
—Mirad las cosas que ha dibujado —dijo—. Fijaos en esta roca de forma tan rara…, parece un hombre con capa, con una cabeza como una bola. Si viéramos esta roca, sabríamos que era uno de los indicadores.
—Y…, ¿qué es esto? ¿Un árbol doblado? —inquirió Dolly—. Sí, pero ¿cómo hemos de saber dónde buscarlo? No podemos errar por toda la montaña buscando rocas de forma rara y árboles doblados y cosas así.
—Claro que no —respondió Jack—. Tendremos que empezar como es debido. Hay que comenzar por la catarata que ya conocemos. Otto dibujó el camino desde la cuadra hasta la cascada… Pero nosotros podemos empezar por la cascada misma, sin preocuparnos del camino. Luego, desde arriba de la cascada, hemos de buscar el árbol doblado y acercarnos a él. Después, desde donde esté el árbol doblado, buscaremos esto…, ¿qué dijo que era?…, oh, sí, una extensión de roca negra, lisa. Y cuando estemos allí, hay que encontrar un manantial… y luego esa roca de forma tan rara. El tesoro está por los alrededores.
—¡Troncho! —exclamó Lucy, con los ojos casi desorbitados—. ¡Volvamos a la cascada y empecemos ahora mismo! ¡Vamos!
Jack dobló el mapa y contempló los tres rostros excitados. Sonrió.
—De poco nos servirá el tesoro mientras estemos encerrados en este valle. Pero será emocionante buscarlo.
Reanudaron la marcha, sin más pensamiento que el tesoro. ¡Si lograran hallar lo que aquellos hombres habían estado buscando en vano! ¿Qué diría Bill? Sentiría no haber estado allí con ellos. Siempre decía que se metían en aventura tras aventura.
Cuando llegaron a la cascada había desaparecido el sol y enormes nubes negras cubrían la montaña. Empezaron a caer grandes gotas de agua. Los niños contemplaron, desilusionados el estado del firmamento.
—¡Maldita sea! —exclamó Jorge—. Va a haber tormenta. Es inútil salir a buscar tesoros con este tiempo. Más vale que nos metamos en la caverna antes de que quedemos calados. ¡Ahora empieza en serio!
Llegaron a su resguardada cueva justamente a tiempo. La lluvia cayó a torrentes, agregando su voz a la de la catarata.
—¡Llueve todo lo que quieras! —gritó Jack—. Pero…, ¡haz sol mañana! ¡Vamos a salir en busca de un tesoro!