Capítulo XVIII

Ahora… ¡al desfiladero de los vientos!

A la mañana siguiente los niños atisbaban cautelosamente por entre las frondas del helecho para ver si Pepi estaba de guardia otra vez por casualidad. Pero no vieron ni rastro de él.

—¿Qué pensarían Juan y Luis cuando regresaran a la cabaña, abrieran la puerta y se encontraran con que había volado su prisionero? —murmuró Jack, sonriendo—. Les asombraría descubrir que había atravesado una puerta cerrada con llave.

—¡Oh, comprenderán que uno de nosotros le habrá puesto en libertad! —respondió Dolly—. ¡Lo furiosos que estarán! ¡Dios quiera que no le encuentren en la cuadra! Podría contar algo de nosotros.

—No haría tal cosa —se apresuró a decir Jack—. Tiene una cara agradable y de persona de confianza… muy parecida a la de Bill, sólo que no tan enérgica.

—Ojalá llegase Bill aquí de pronto —intervino Lucy, con un suspiro—. De veras que sí. Ya sé que vosotros habéis llevado las cosas la mar de bien; pero, no sé por qué, cuando está Bill cerca, es cuando me siento verdaderamente segura.

—¿No estás ahora bastante segura? —exigió Jack—. ¿No te encontré un escondite magnífico?

—Sí, magnífico —respondió la niña—. ¡Oh, mira, Jorge! ¡«Kiki» anda persiguiendo a «Tijita»!

«Tijita» había asomado por la pierna de Jorge, y «Kiki», que estaba posado cerca, había exhalado un grito de triunfo, dirigiéndole a la lagartija un picotazo. Pero ésta se mostró demasiado rápida para él. Se metió en el zapato del niño.

—¡Estáte quieto, «Kiki»! —ordenó Jorge—. Bueno…, más vale que empecemos a movernos. Hay que acudir a la cita.

—Cita, «Tijita» malita —dijo inmediatamente «Kiki».

Los niños se echaron a reír.

—La verdad es que «Kiki» tiene mucha habilidad en eso de juntar las palabras que suenan igual —dijo Lucy—. Cita, «Tijita» malita… a mí no se me hubiera ocurrido eso nunca. ¡Qué listo eres, «Kiki»!

«Kiki» dio un chillido e irguió la cresta. Se columpió de un lado a otro como solía hacer siempre que se sentía muy satisfecho de sí mismo.

—¡Vanidoso! ¡Presumido! —exclamó Jack. Y le rascó la cabeza—. Deja a «Tijita» en paz. Es el animalito más inofensivo que ha tenido Jorge hasta la fecha.

—Mejor es, desde luego, que esas ratas, esos ratones, arañas, escarabajos y erizos que ha tenido siempre corriendo por encima —asintió Dolly, con un estremecimiento—, comparado con ellos, me gusta «Tijita».

—¡Cielos! —exclamó Lucy, asombrada—. ¡Cómo estás cambiando, Dolly!

«Tijita» y «Kiki» compartieron el desayuno de los niños, aun cuando «Kiki» anduvo alerta para que «Tijita» no se llevara ninguna cosa que quisiera él. Cuando hubieron terminado todos, trazaron sus planes.

—Iremos a buscar a Otto primero —dijo Jack—. Jorge y yo, quiero decir. No es necesario que vengáis vosotras. Encargaros de preparar unas latas para que nos las llevemos cuando salgamos hacia el desfiladero. Tendremos que comer por el camino.

—De acuerdo —contestó Dolly—. Dios quiera que encontréis mejor a Otto. Cuando le traigáis aquí, comeremos algo antes de marchar. Luego, nos dirigiremos al desfiladero y encontraremos a Julius… arreglándonos de una manera u otra para mandar aviso a mamá… y a Bill. Quizá venga entonces Bill en su aeroplano…

—Y tome parte en la busca del tesoro y nos deje ayudarle —intervino Lucy—. ¡Qué plan más bonito!

Y sí que lo parecía, en efecto. Los muchachos marcharon, dejando a «Kiki» con las niñas. Cruzaron rápidamente por la ladera, muy al tanto para no tropezarse con Pepi o alguno de los otros.

Pero no vieron a nadie. Se dirigieron con cautela a la cuadra. Jack dejó a Jorge de guardia allá cerca, para que le avisara si se acercaba alguien. Luego se aproximó a la puerta y asomó la cabeza. No se oía el menor sonido dentro.

No le era posible ver el último pesebre desde donde se encontraba. Entró de puntillas. Llamó quedamente:

—¡Otto! ¡Estoy de vuelta! ¿Se encuentra usted mejor?

No obtuvo respuesta. Se preguntó si estaría dormido el hombre. Cruzó hacia el departamento del fondo.

Estaba desierto. Otto no se hallaba allí, Jack miró a su alrededor. ¿Qué podía haber sucedido? Vio que las latas de carne y fruta que había dejado para el ex-prisionero estaban sin tocar. Otto no había llegado a probar bocado. ¿Por qué?

—¡Maldita sea! Esos hombres deben haber estado aquí a buscarle cuando descubrieron que no estaba en la cabaña. Y le encontraron —pensó Jack—. ¡Troncho! ¿Qué habrán hecho con él? Más vale que andemos con cuidado, por si esos individuos andan emboscados por aquí esperándonos. Comprenderán que alguien puso en libertad a Otto, aun cuando él no haya despegado los labios. Volvió al lado de Jorge.

—Otto ha desaparecido —le dijo—. ¿Nos atrevemos a echar una mirada a la cabaña? Quizás averigüemos algo entonces…, lo que han hecho de Otto, por ejemplo.

—Gateemos a ese árbol grande al que ya nos hemos subido otras veces —sugirió Jorge—. Ese desde el que se ve el avión. Si viéramos a todos los hombres en la vecindad del aparato, sabríamos que podríamos acercarnos a la cabaña sin peligro. Quizás estén vigilando por si nos presentamos otra vez. Si nos capturan a nosotros, las muchachas no sabrían qué hacer.

—Bueno. Me subiré yo al árbol —contestó Jack.

Y lo hizo, seguido de cerca por su compañero. Se llevó los gemelos a los ojos y enfocó con ellos el aeroplano. Luego soltó una exclamación.

—¡Troncho! ¡El aeroplano ha vuelto a desaparecer! ¡No está allí!

—No…, es verdad —asintió Jorge, sorprendido—. Pues lo que es esta vez, yo no lo oí marchar. ¿Y tú?

—Tengo la idea de que oí el zumbido de un motor anoche, cuando empezaba a dormirme. Sí, ahora que lo pienso; debe haber sido el aeroplano. Con toda seguridad los hemos echado nosotros. Se asustaron al saber que había otra gente aquí…, en un escondite que no lograban encontrar…, gente que puso en libertad a su prisionero.

—Sí…, y cuando descubrieron que no podían llegar al tesoro porque un desprendimiento de rocas lo había enterrado del todo al parecer, supongo que pensarían que no valía la pena quedarse —asintió Jorge—. Conque se fueron. ¡Gracias a Dios! Ahora podemos volver al lado de las niñas y dirigirnos al desfiladero a toda prisa. Si quieres que te diga la verdad, me preocupaba eso de tener que llevarnos a Otto porque, por lo que tú dijiste, no parecía que fuéramos a poder ir muy aprisa con él. Y, de haberle dado un ataque cardíaco por el camino, nosotros no hubiésemos sabido qué hacer.

—¿Adónde se lo habrán llevado? Quiera Dios que, ahora que saben que no pueden sacarle más información, le hayan devuelto al lugar en que vive y buscado un médico que le atienda.

Bajaron del árbol y regresaron a la cueva lo más aprisa que pudieron. Las niñas quedaron sorprendidas al verles volver tan pronto; y más sorprendidas todavía al observar que volvían solos.

—¿Dónde está Otto? —preguntó Dolly.

—Pozo abajo —dijo «Kiki».

Nadie le hizo caso, conque soltó un aullido. Jack explicó:

—El aeroplano ha desaparecido… y Otto también…, conque supongo que se habrán marchado todos…, disgustados por no haber conseguido apoderarse del tesoro. ¡Me alegro de perderlos de vista!

—Y yo también —anunció Dolly, llena de alivio al saber que sus enemigos ya no se hallaban por allí—. Bueno y, ¿qué hacemos ahora?

—Salir en busca del desfiladero —contestó Jack—. Tengo el mapa que dibujó Otto. ¡Qué suerte que me lo diera! Jamás hubiésemos encontrado nosotros ese paso sin el mapa, estoy seguro. El desfiladero puede estar en cualquier parte… y no hay más que uno: ése… el Desfiladero de los Vientos. Vámonos. ¿Has preparado unas cuantas latas, Dolly?

—Sí. ¿En qué dirección hemos de ir? ¿Arriba o abajo?

—Arriba —contestó Jorge, estudiando el mapa que sacó Jack de su bolsillo—. Hemos de subir hasta el sitio donde empieza la cascada…, aquí, mirad. Luego hemos de avanzar por una repisa de roca…, la ha dibujado Otto, como veis… Llegaremos entonces a un bosque muy denso, ¿lo veis?… Después hemos de subir un trecho muy pendiente hasta otra repisa. A continuación nos encontraremos con una carretera en toda regla…, del desfiladero, que supongo toda la gente del valle usaría cuando quisiera marchar de aquí a visitar otro sitio. Una vez estemos en esa carretera, me sentiré más tranquilo.

—Y yo también —aseguró Dolly, con fervor—. Resultará muy agradable ver una carretera. Hasta quizá veamos a alguien andar por ella.

—No lo creo, puesto que a nadie hemos visto en este valle más que a esos hombres —dijo Jack—. Se me antoja la mar de raro que, aunque existe un paso para entrar en este valle tan bonito y para salir de él, parezca estar desierto. ¿Por qué será?

—Oh, supongo que sus razones habrá —dijo Dolly—. Andad, vámonos de una vez. La primera parte será fácil, puesto que sólo tenemos que andar cerca de la cascada.

Pero no resultó tan fácil como ella había supuesto, porque la ladera de la montaña era muy pendiente por allí, y tuvieron que hacer escaladas muy duras. No obstante, salieron con bien porque, para entonces, ya se habían acostumbrado a andar y escalar.

La catarata rugió a su lado todo el camino. Hacía un ruido terrible al caer y Lucy pensó en lo bien que estarían cuando llegasen arriba y no tuvieran que escuchar ya tan espantoso estruendo.

Al cabo de un buen rato, llegaron al punto en que nacía el salto. El agua salía de un boquete de la montaña y caía a plomo, chocando con algunos grandes peñascos por el camino. La vista resultaba maravillosa.

—¡Caramba, qué sensación tan rara me produce ver salir esa enorme manga de agua de la montaña! —dijo Lucy, sentándose—. ¡Lo hace tan de repente…!

—Supongo que, cuando las nieves se funden y cae la lluvia, se filtra una cantidad fantástica de agua por la cima —dijo Jack—. Y se acumula toda y tiene que salir de alguna manera. Ésta es una de las maneras de salir… por este boquete… formando un salto de agua tremendo.

—¿Por dónde vamos ahora? —inquirió Dolly, que estaba impaciente por salir del valle.

—Por esa repisa de roca —contestó Jack—. ¡Troncho! ¡Qué estrecha parece! Y pasa por encima mismo de la catarata. Lucy, no se te ocurra mirar hacia abajo, no sea que te dé vértigo.

—Me parece que no tengo muchas ganas de pasar por ahí —anunció la pobre Lucy.

—Ya te ayudaré yo —le aseguró su hermano—. Irás bien, mientras no se te ocurra mirar hacia abajo.

Pasaron sin dificultad por la repisa, asida fuertemente Lucy a la mano de Jack. «Kiki» voló por encima de ellos, animándoles con sus gritos.

—¡Mirad cómo corren! ¡Mirad cómo corren! —clamó el loro, recordando sin duda una de las líneas del cuento infantil «Los tres ratoncitos ciegos».

Lucy soltó una risita.

—No es correr precisamente lo que hacemos, «Kiki» —dijo—. ¡Gracias a Dios que hemos llegado al final de la repisa! Ahora hemos de atravesar ese bosque, ¿no?

Jack consultó el mapa.

—Sí…, hemos de atravesarlo por completo, al parecer. ¿Dónde está mi brújula? La colocaré de forma que caminemos en línea recta en la dirección que Otto señala en su plano.

Penetraron en el bosque. Era un pinar, bastante oscuro y silencioso. No crecía nada debajo de las altas coníferas. Soplaba el viento por entre ellas, produciendo una especie de suspiro que turbó a «Kiki».

—¡Chitón! —clamó—. ¡Shhhhhh!

—Aquí está el final del bosque —anunció Jack—. Otra escalinata hasta la otra repisa, y veremos la carretera. ¡Andando todo el mundo!