Capítulo XVI

Rescate del prisionero

Algún tiempo después de haber vuelto los niños a la caverna, Lucy, que atisbaba por entre las frondas del helecho, exclamó:

—¡Oíd! ¡Hay un hombre allá abajo…! ¡Mirad junto a la cascada! Dos hombres…, ¡no!, ¡tres!

Jack tiró de la cuerda que sujetaba las frondas, dejándolas caer para que tapasen la entrada. Luego, separándolas con cautela, miró.

—Debí haber comprendido que volverían por aquí a intentar encontrarnos. ¡Maldita sea! Uno…, dos… tres… ¿Dónde está el prisionero?

—Habrá caído por el camino seguramente, pobre hombre —observó Jorge, atisbando también—. Parecía la mar de débil.

Los niños vigilaron a los tres hombres para descubrir qué pensaban hacer. No tardaron en comprenderlo. Luis y Juan iban a volver a la cabaña. Pepi se quedaría montando guardia junto a la cascada, para ver quién entraba y salía con el fin de averiguar cuál era el camino que se empleaba. Los niños no pudieron oír lo que se dijo; pero la cosa se veía bien clara. Luis y Juan se fueron. Pepi se sentó en una roca situada aproximadamente al nivel de la repisa sobre la que habían aparecido las niñas el día anterior.

—¡Caramba! —exclamó Jack—. ¿Cómo vamos a poder salir y entrar sin ser vistos? Verdad es que está sentado de espaldas a nosotros, pero puede volverse en cualquier momento.

Lucy empezó a sentirse preocupada por el prisionero.

—¿Y si se ha caído por el camino y le han dejado ahí tirado los hombres? —murmuró—. Se moriría, ¿no?

—Supongo que sí —repuso Jack, sintiendo ansiedad también.

—No podemos dejar que se muera, Jack —exclamó Lucy, llena de horror la mirada—. De sobra sabes que no. No tendré un momento de reposo hasta saber qué ha sido de él.

—Me ocurre a mí aproximadamente lo mismo —confesó Jack, y los otros expresaron los mismos sentimientos con un gesto—. Había algo terrible en el desaliento de que daba muestras. Estoy seguro de que se encuentra enfermo.

—Pero ¿cómo podemos averiguar lo que ha sucedido mientras esté montando guardia ese individuo? —preguntó Jorge, sombrío.

Callaron todos. Era, en efecto, un problema. El rostro de Lucy se animó de pronto.

—Ya sé —dijo—. Hay un medio infalible para asegurarse de que Pepi no vea salir a nadie de la caverna.

—¿Cuál?

—Meternos uno o dos detrás de la catarata y empezar a pegar brincos. Estará tan pendiente de lo que hagamos, que podrá salir cualquiera de aquí sin ser visto.

—Justo —asintió Jack. Y Jorge aprobó también con un movimiento de cabeza—. Sí; la idea es buena y no hay motivo para aplazar su puesta en práctica. ¿Le damos una representación ahora a Pepi? Vosotras, Dolly y tú, Lucy, podríais ir a dar saltos. No correréis el menor riesgo, puesto que no hay más camino para llegar a la repisa que pasar por esa cueva, y eso no lo sabe Pepi. Mientras distraéis su atención, Jorge y yo iremos a ver si damos con el prisionero.

—Bueno, pues esperar entonces aquí hasta que nos veáis detrás de la cascada —dijo Dolly, poniéndose en pie.

Desapareció seguida de Lucy por el agujero del fondo. Los niños aguardaban a que apareciesen detrás de la catarata.

Al cabo de unos instantes. Jorge asió a Jack del brazo.

—¡Ahí están! ¡Buenas chicas! Se están divirtiendo la mar. ¿Qué es lo que agitan? Ah, se han quitado los sueters encarnados y los sacuden mientras ejecutan una especie de danza.

Pepi las vio en seguida. Se las quedó mirando con sorpresa, y luego se puso en pie. Gritó, dio alaridos y agitó los brazos. Las niñas, en lugar de hacerle caso, continuaron bailando. Pepi empezó a probar toda clase de caminos para llegar a la cascada.

—Ésta es la ocasión —dijo Jack—. Vamos. No les quitará la vista de encima a Lucy ni a Dolly en mucho rato.

Salieron rápidamente de la caverna, dejando caer las frondas tras ellos. Escalaron las rocas y pronto llegaron a un punto en que no podía vérseles desde donde estaba Pepi.

Cuando las niñas se dieron cuenta de que ya no corrían peligro, abandonaron la repisa y regresaron a la caverna. Ellas ya habían hecho su parte.

Los niños avanzaron cautelosamente por las rocas con el ojo avizor por si tropezaban con los otros. Una vez bien lejos de Pepi se detuvieron a celebrar consulta.

—¿Qué opinas tú? —inquirió Jack—. ¿Deberíamos volver a la cueva obstruida donde al parecer se encuentra el tesoro, para ver si el prisionero se ha caído por el camino? O… ¿es preferible que exploremos un poco en otra dirección… yendo a la cabaña por si le han trasladado allí?

—Creo que será preferible volver a la cabaña de esos hombres —respondió Jorge—. No creo muy probable que le hayan dejado abandonado junto al camino para que se muera. Quizá aún quieran sacar algo de él.

Conque emprendieron la marcha hacia la cabaña. ¡Qué bien conocían el camino ya! Vieron el humo del fuego mucho antes de acercarse, y por ello comprendieron que los hombres estaban de vuelta.

Ni a ellos ni a su prisionero se les veía por parte alguna sin embargo. Los niños atisbaron con cautela por entre los árboles vecinos. La puerta de la casita estaba cerrada y, seguramente, tendría echada la llave. ¿Estaban los hombres dentro?

—Atiende… ¿no es ése el zumbido de los motores del aeroplano otra vez? —preguntó Jorge de pronto—. Sí que lo es. ¿Es que se marchan otra vez esos individuos?

Se dirigieron a un sitio desde donde podían ver bien el avión, con ayuda de los gemelos de Jack. Los hombres no se marchaban, sólo estaban haciendo algo al aeroplano. El prisionero no parecía estar con ellos.

—Quédate aquí con mis gemelos. Jorge, y no pierdas de vista al aparato ni a los hombres —dijo Jack dándole los gemelos a su compañero—. Si dejan de trabajar aquí y se encaminan a la cabaña, ven a avisarme en seguida. Yo voy a atisbar por la ventana a ver si han dejado encerrado al prisionero. Me preocupa no verle.

—Bien —respondió Jorge. Y se llevó los gemelos a los ojos.

Jack echó a correr. No tardó en llegar a la cabaña, y probó la puerta. Sí, estaba cerrada con llave, en efecto. Se deslizó hacia la ventana y miró por ella. Allí estaba el prisionero, sentado en una silla, con la cabeza hundida entre las manos. Jack le oyó exhalar un profundo gemido, y le sonó tan horrible, que le sangró el corazón.

«¡Si pudiera sacarle de aquí! —pensó—. Es inútil romper la ventana. Es demasiado pequeña hasta para que quepa yo, y, desde luego, ese hombre no podría pasar por ella. ¿Qué puedo hacer? No puedo echar la puerta abajo. ¡Es demasiado fuerte!».

Dio la vuelta a la cabaña dos o tres veces; pero no había manera de entrar. Se quedó contemplando la puerta con rabia. Y entonces vio algo increíble. Había un clavo al lado de la entrada, y de él colgaba… ¡una llave! ¡Una llave grande! Una llave que, con toda seguridad, abriría la puerta. De lo contrario, ¿por qué había de estar allí? Seguramente la dejarían en aquel sitio para que cualquiera de los hombres pudiese entrar cuando le viniese en gana sin necesidad de tener que esperar al que llevase la llave.

La descolgó con dedos temblorosos. La introdujo en la cerradura. La hizo girar. Estaba un poco excitado, pero no obstante giró. Se abrió la puerta y el niño entró. El prisionero alzó la cabeza al aire. Le miró con sorpresa. El niño le sonrió.

—He venido a ponerle en libertad —dijo—. ¿Quiere venir conmigo?

El hombre no pareció comprender. Frunció levemente el entrecejo, y miró aún más fijamente a Jack.

—Habla despacio —dijo por fin.

Jack repitió lo que había dicho. Luego se golpeó el pecho, agregando:

—Yo soy su amigo. ¡Amigo! ¿Comprende?

El hombre entendió aquello, evidentemente. Apareció en su rostro una sonrisa. Era un rostro agradable, bondadoso, triste, de persona en quien se podía confiar, pensó Jack. El niño le tendió la mano.

—Venga conmigo.

El hombre movió negativamente la cabeza. Se señaló los pies. Los tenía atados tan fuertemente que, por lo visto, carecía de las fuerzas necesarias para desatarlos. Jack sacó su navaja. Cortó las gruesas ligaduras. El hombre se puso en pie no muy seguro. Parecía a punto de caerse. Jack le ofreció apoyo, pensando que jamás lograría caminar hasta la cueva en aquel estado. Daba la sensación de estar mucho más débil que antes.

—Vamos —dijo con urgencia—. No tenemos tiempo que perder.

Se guardó las cuerdas cortadas en el bolsillo. Condujo al hombre al exterior, cerró la puerta y volvió a colgar la llave del clavo. Le dirigió una sonrisa al prisionero.

—Va a ser una verdadera sorpresa para Juan y para Luis que haya usted atravesado al parecer una puerta cerrada con llave —dijo—. Me hubiera gustado estar aquí cuando abran la puerta y no lo encuentren.

Le asió del brazo y le condujo a los árboles vecinos. El hombre caminaba con mucha inseguridad. Exhalaba un gemido de vez en cuando, como si le causara dolor andar. Jack quedó más y más convencido de que jamás lograría llegar hasta la caverna. Se preguntó qué hacer. ¿No podría dejarle en la cuadra en que se metieron ellos el primer día de su llegada? Podría meterse en el último pesebre y recogerlo al día siguiente, cuando estuviese más repuesto. Sería lo mejor.

—Aguárdeme aquí un instante —le dijo, pensando que sería mejor que buscase a Jorge, le contara lo ocurrido, y le pidiera que montase guardia mientras iba él a instalar al otro en la cuadra.

Jorge quedó la mar de sorprendido al escuchar lo que Jack tenía que contarle. Asintió a quedarse de guardia hasta que Jack fuese a buscarle.

—Esos hombres parecen estarle dando un repaso al aeroplano —dijo—. Dan la sensación de que estarán ocupados un buen rato todavía.

Jack ayudó al prisionero a llegar al cobertizo. Tardaron mucho en llegar, porque el hombre caminaba muy despacio.

Una vez allí, se dejó caer en el rincón, jadeando dolorosamente. No cabía duda de que se encontraba enfermo. Pero no había médico que le atendiese, sólo Jack, cuya dulzura parecía agradecer el desconocido.

—Quédese aquí hasta mañana. Vendré a buscarle entonces, para conducirle a un escondite más seguro —le dijo el niño, hablando muy despacio—. Le dejaré comida y agua.

Tenía la intención de abrir unas latas de las que aún quedaban en el matorral y dejarlas junto al enfermo.

El hombre se dio un golpe en el pecho.

—Otto Engler —dijo.

Y lo repitió dos o tres veces. Jack movió afirmativamente la cabeza y se señaló a sí mismo.

—Jack Trent —dijo—. Yo, Jack… Usted, Otto.

—Amigo —dijo el hombre—. Tú… ¿inglés?

—Yo inglés —asintió solemnemente Jack—. ¿Y usted?

—«Ostriaco». Amigo. Amigo bono. ¿Por qué tú allí?

Jack intentó explicarle cómo había llegado allí con los otros niños, pero resultó demasiado complicado para que lo comprendiese el hombre, que acabó moviendo negativamente la cabeza.

—No comprender —dijo.

Luego se inclinó hacia Jack, y preguntó, en voz baja:

—¿Tú saber «tresoro»?

—¿Tresoro? Ah, tesoro… No, no gran cosa. ¿Usted sabe… tesoro?

—Todo —contestó el hombre—. ¡Todo! Yo dibujarte mapa… donde ser tesoro. Tú buen niño. Yo me fío.