Capítulo XV

Los hombres se llevan un chasco

Se abrieron inmediatamente unas latas y «Kiki» soltó una risa de contento al ver su pina favorita. Lucy se acurrucó contra su hermano.

—¿Qué te ocurrió? No puedo esperar más. Dímelo pronto.

—Déjame que coma un bocado primero —respondió Jack deliberadamente, sabiendo que todos los niños ardían en deseos de conocer sus noticias. Pero como tenía tantas ganas de contarlo como ellos de oírlo, no tardó en dar principio a su relato.

—¡Conque está de vuelta el aeroplano! —exclamó Jorge, al empezar el otro a contarlo todo—. ¿Han vuelto los hombres también?

Jack habló de los cuatro hombres. Lucy se quedó toda angustiada al enterarse de lo del prisionero.

—Empiezo a ver claro —anunció Jorge, por fin—. En alguna parte de este valle hay un tesoro oculto… quizá cosas que pertenecieron a las personas que vivían aquí, y cuyos útiles se incendiaron. Estos dos hombres se enteraron y consiguieron, Dios sabe cómo, un mapa en el que está señalado el escondite. Pero no saben encontrarlo con su ayuda, conque se han apoderado de alguien que conoce el camino.

—Eso es —respondió Jack—. Y se trata de un extranjero. Quizá viviera en otros tiempos en este valle, y hasta fuese él mismo quien ocultara las cosas. Le han capturado y tienen la intención de obligarle a que les revele el escondite. No piensan darle de comer ni de beber hasta que les enseñe lo que quieren saber.

—¡Qué brutos son! —exclamó Dolly.

Y los otros se mostraron de acuerdo con ella.

—¿Crees tú que les enseñará el camino? —inquirió Lucy.

—Dios quiera que sí, por su propio bien —contestó su hermano—. Y os voy a decir lo que yo propongo: uno o más de nosotros debe seguirles y averiguar dónde está ese escondite. Quizá podamos obtener ayuda y salvar el resto. No puede pertenecerles a ellos.

—¿Qué crees tú que puede ser el tesoro? —preguntó Lucy, imaginándose montones de barras de pro y joyas maravillosas.

—No puedo decírtelo —respondió Jack—. Creo que nos hallamos en alguna parte del centro de Europa, donde hubo guerra. Ya sabéis que mucha gente, tanto buena como mala, escondió riquezas de muchas clases. Supongo que será algo de esto lo que andan buscando esos hombres. Hablan inglés, pero no son ingleses. Quizá sean sudamericanos. Cualquiera sabe.

Los otros guardaron silencio, reflexionando sobre lo que Jack acababa de decir. Probablemente, pensaron, tendría razón. Pero a Lucy le hacía muy poca gracia la idea de seguir a aquellos individuos. ¿Y si descubrieran que se les seguía y les capturaran?

—Quizá sea mejor que Jorge y yo nos encarguemos de seguirles mañana —anunció Jack—. No me gusta que os mezcléis vosotras en el asunto.

Estas palabras enfadaron a Dolly, aunque a Lucy le produjeron alivio.

—No me da la gana que disfrutéis vosotros solos de las emociones —dijo Dolly—. Yo os acompañaré también.

—Si nosotros decimos que no has de acompañarnos, no nos acompañarás —contestó Jack.

Encendió la lámpara de bolsillo y enfocó con ella el rostro de la niña.

—Ya me figuraba yo que estaría echándome miradas asesinas —dijo—. Anímate, Dolly, después de todo, tú y Lucy corristeis una aventura esta tarde cuando descubristeis la gruta de los ecos y el pasadizo que conduce a la cascada. Deja que nosotros corramos una también.

—Sí, todo eso está muy bien —gruñó Dolly.

Pero, con gran alivio de Lucy, no insistió más sobre el particular.

—¿Dónde está «Tijita»? —preguntó Dolly, no queriendo acostarse hasta saber a ciencia cierta dónde estaba la lagartija.

—No lo sé —respondió Jorge—. Pudiera estar en cualquier parte. Debajo de tu almohada quizá.

—Está aquí —anunció Jack—. Tengo a «Kiki» por un lado del cuello y «Tijita» por el otro. Entre los dos me están quitando el frío.

—¡Qué lástima! —dijo el loro, soltando una risa que parecía un cloqueo.

—¡Por favor! —exclamaron todos a coro.

A ninguno le gustaba aquella terrible risa de «Kiki». Éste se metió la cabeza debajo del ala, ofendido. Todos se echaron. Tenían sueño.

—Nuestra cuarta noche en el valle —dijo Jorge—; el valle de la aventura. ¿Qué ocurriría a continuación?

No tardaron en quedarse dormidos todos. «Tijita» corrió por encima de Lucy y se acurrucó junto a Dolly, que hubiera protestado con vehemencia de haberlo sabido. Pero no se enteró. Conque siguió durmiendo tranquilamente.

Todos se sintieron la mar de animados a la mañana siguiente.

—De veras —dijo Dolly tomando unas latas de la repisa—, empiezo a sentir como si llevase media vida viviendo en esta cueva. Es extraordinario lo pronto que nos acostumbramos a todo lo nuevo.

—¿Cómo vamos a averiguar cuándo emprenden la marcha esos hombres y en qué dirección van? —inquirió Jorge.

—Haced memoria y recordaréis que, cuando salieron con el mapa la otra vez, se encaminaron en esta dirección aproximadamente —contestó Jack—. Creo que les veremos si nos acercamos a la roca grande negra que pasamos siempre para venir aquí. Y entonces podemos seguirles sin dificultad alguna.

Conque, cuando terminaron el desayuno, echaron a andar con cautela hacia la roca negra, tras la cual se agazaparon, asomando Jack de vez en cuando la cabeza para examinar el terreno. Había transcurrido alrededor de una hora cuando el niño soltó una exclamación.

—¡Ahí vienen los cuatro! El prisionero va con las manos atadas aún, dando traspiés, el pobre.

Los hombres pasaron a cierta distancia, pero no tan lejos que no pudieran verles los niños bien. Reconocieron a dos. Y Jack les dijo que el cuarto se llamaba Luis. Desconocía el nombre del prisionero, que evidentemente, estaba mareado como consecuencia de la falta de alimentos.

—Ahora —les dijo a las niñas Jack—, vosotras quedaos aquí. Hasta que desaparezcamos nosotros por lo menos, ¿me habéis entendido? Luego volver a la cascada y no os alejéis de ella para no perderos. Toma a «Kiki», Lucy. No nos interesa llevárnoslo.

Lucy tomó a «Kiki», sujetándole por las patas. El loro lanzó un grito tan iracundo, que los niños miraron con inquietud hacia los hombres para ver si les habían oído. Pero no dieron muestras de ello.

Jack y Jorge se dispusieron a marchar.

—Llevo mis gemelos de campaña —anunció el primero—. Puedo no perder de vista a esa gente sin que nos acerquemos demasiado. ¡Hasta la vuelta!

Marcharon, aprovechando matas y rocas para salir a descubierto lo menos posible. Aún veían a los hombres a lo lejos.

—¿Necesitaremos marcar el camino que seguimos? —preguntó Jorge—. O, ¿sabremos regresar sin necesidad de eso?

—Más vale que hagamos señales donde podamos —aconsejó Jack—. Hay que ir sobre seguro. Marca las rocas con yeso. Aquí hay un pedazo. Y haremos cortes en los árboles.

Siguieron adelante, subiendo muy a la zaga de los cuatro individuos. No tardaron en llegar a un sitio muy pendiente, en el que era difícil mantener el equilibrio, porque la superficie estaba tan suelta, que no hacían más que resbalar de continuo.

—Dios quiera que hayan desatado las manos a su prisionero —jadeó Jack—. Me desagradaría tener que caminar por estos lugares con las manos atadas a la espalda, sin poder hacer nada por resguardarme de resbalar.

Cuando llegaron al final de aquel trozo de terreno, no se veía a los hombres por parte alguna.

—¡Maldita sea! —dijo Jack—. Ese trozo nos hizo perder demasiado tiempo. Ahora los hemos perdido.

Se llevó los gemelos a los ojos y barrió con ellos la ladera de la montaña. Un poco al Este y por encima de ellos vio de pronto a cuatro figuras pequeñas.

—¡Ahí están! —exclamó—. No te preocupes. Los estoy viendo. Por allí, «Copete».

Siguieron adelante, avanzando más aprisa ahora, porque el camino era más fácil. Cogieron frambuesas silvestres por el camino, y se detuvieron una vez a beber de un manantial de agua cristalina que surgía de debajo de una roca. No volvieron a perder de vista a los hombres salvo durante un minuto o dos. Éstos no volvieron nunca la cabeza ni hicieron uso de gemelos ni de cosa que se le pareciese. Era fácil ver que no esperaban ser seguidos.

Ahora llegaron a una parte muy desolada de la montaña. Habían rodado por ella grandes peñascos. Se veían los troncos de los árboles destrozados, y grandes surcos en el suelo. Aunque la hierba crecía por todas partes, cubriendo tales cicatrices, era evidente que había ocurrido allí alguna catástrofe.

—Un alud, seguramente —dijo Jack—. Debió producirse aquí un enorme desprendimiento de nieve que arrastró consigo rocas y peñascos de todos los tamaños, derribando árboles y abriendo esos surcos. Quizá fuera el invierno pasado.

—¿Dónde están esos hombres? —preguntó Jorge—. No los veo ahora. Torcieron por esa repisa.

—Sí. Tendremos que ir con cuidado al doblar por ahí. Podrían vernos. No hay gran cosa tras la que ocultarse en este estrecho.

Conque torcieron con cautela por la repisa, afortunadamente para ellos, porque casi inmediatamente oyeron voces y vieron a los cuatro hombres. Jack empujó a Jorge hacia atrás. Por encima de la repisa había un matorral. Los niños subieron hasta él y apartaron las hojas para poder otear. Vieron a sus pies una garganta reseca. También allí se había producido un gran desprendimiento de peñas. Delante de un montón se hallaba el prisionero con las manos desatadas ya. Señalaba la pila, diciendo algo en su voz opaca y baja. El guardián hizo la traducción y Jack aguzó el oído para escucharle.

Los hombres contemplaron las amontonadas rocas.

—Dice que la entrada estaba aquí —explicó el guardián.

—¿Dónde, exactamente? —inquirió Juan, con impaciencia, mirando torvamente al prisionero.

Éste señaló otra vez, murmurando algo.

—Dice que no sabía que se hubiera producido aquí un desprendimiento —anunció el guardián—. Dice que la entrada parece estar obstruida. Pero, si intentáis retirar algunas de esas peñas, quizás hagáis un hueco lo bastante grande para que podáis pasar.

Juan se enfureció, aunque era difícil saber si la ira se la producía el prisionero o estaba dirigida contra las rocas que le estorbaban. Se echó sobre éstas y se puso a tirar febrilmente, gritándoles a Luis y a Pepi que le ayudaran. El prisionero no hizo nada al principio, salvo sentarse con desánimo en una piedra. Juan le gritó a él también, y éste se dispuso a ayudar, aun cuando estaba demasiado débil para poder levantar pesos. Tiró de un peñasco, dio un traspiés, y cayó. Los otros le dejaron yacer donde se encontraba, y continuaron tirando de las grandes rocas, jadeando y limpiándose el sudor de la frente.

Los dos niños les observaron. Desde donde se hallaban, les parecía imposible desobstruir la entrada de ninguna caverna allí.

—¡Deben de haber caído centenares de piedras! —susurró Jack a su compañero—. ¡Jamás conseguirán quitarlas de esa manera!

Al parecer, los hombres opinaron lo mismo al cabo de un rato porque dejaron de apartar rocas y se sentaron a descansar. El guardián señaló al prisionero caído y habló:

—¿Y este tipo? —quiso saber—. ¿Cómo vamos a transportarle hasta la cabaña?

—Oh, dadle algo de comer y de beber y estará en condiciones de andar —gruñó Juan.

—Más vale que nos marchemos ahora —susurró Jorge—. Emprenderán el regreso dentro de poco. Vamos. ¡Qué desilusión no haber descubierto nada, sin embargo! Había confiado llegar a ver algo del tesoro.

—Si está escondido detrás de esa muralla de piedras caídas, necesitarán maquinaria muy potente para sacarlas —dijo Jack—. Nadie sería capaz de mover las peñas mayores con las manos. Vámonos pronto.

Retrocedieron tan aprisa como les fue posible, alegrándose de haber marcado rocas y árboles, pues de lo contrario, quizá se hubiesen extraviado por algunos trechos.

Las niñas les dieron la bienvenida, abrumándoles a preguntas. Pero ellos sacudieron la cabeza de una manera la mar de desilusionadora.

—La caverna del tesoro está obstruida —anunció Jack—. Dios quiera que esos hombres no se den por vencidos porque, si lo hicieran, ¡entonces sí que quedaríamos nosotros empantanados!