Capítulo XIV

El pobre prisionero

En efecto, se trataba del aeroplano de los hombres. Todos ellos le reconocieron antes de que se perdiera en la lejanía. Volaba hacia occidente.

—¿Regresará al aeródromo de Bill? —murmuró Jack—. ¿Sabrá Bill lo que andan tramando esos hombres?

—No sabemos gran cosa nosotros, salvo que andan tras una especie de tesoro —contestó Jorge—. Pero, con franqueza, que me aspen si comprendo qué clase de tesoro piensan encontrar aquí.

—Igual digo —asintió Jack—. Bueno…, ¡ahí van! ¿Crees tú que tienen la intención de volver?

—Claro que sí. No se darán por vencidos tan fácilmente. Quizá hayan marchado a dar cuenta que hay otra gente aquí ahora…, ¡hasta es posible que crean que andamos tras el mismo tesoro! Y quizá vuelvan con más hombres para poder darnos caza.

—¡Oh! —exclamó Lucy, alarmada—. Yo no quiero que me den caza.

—Yo creo que sí —contestó Jack—. Pero podemos ir a verlo. Si se ha quedado uno de ellos, andará cerca de la cabaña. No sabrá cuántos somos nosotros…, quizá crea que hay hombres también, y no se atreverá a alejarse de allí él solo.

Pero cuando los muchachos abandonaron la caverna más tarde aquella mañana y fueron a echar una ojeada, no hallaron rastro ni de Juan ni de Pepi. No había fuego. Lo habían apagado a pisotones. Y aquella vez la puerta de la cabaña estaba cerrada de verdad y se habían llevado la llave. No hubo manera de abrirla, por muchas sacudidas y puntapiés que le dieron.

—Si hubiésemos sabido que esos hombres iban a emprender el vuelo, hubiéramos podido pedirles que nos transportaran —dijo Jack, sonriendo—. ¿Cuándo se les ocurrirá volver… si es que vuelven?

—No antes de mañana al amanecer, seguramente —contestó Jorge—. Supongo que emprenderán el vuelo de regreso de noche. Vamos a echar otra mirada a esos cajones.

Pero no había nada que ver. Estaban tan vacíos como la primera vez y seguían cubiertos por la lona. Los niños jugaron unas horas y comieron al pie de un árbol. Fueron a buscar unas latas del saco que aún quedaban en el matorral. Jack las abrió.

Después de la comida. Jorge sugirió que regresaran a la cueva para que las niñas les enseñasen el camino que conducía a la repisa de la cascada. Conque se pusieron en marcha, después de haber hecho desaparecer todo rastro de su estancia en la vecindad de la cabaña.

Pero, cuando llegaron a la caverna, Jack soltó una exclamación y empezó a registrarse los bolsillos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lucy.

—¿Sabéis lo que he hecho? ¡Me he dejado el abrelatas donde comimos! ¡Imaginaos! ¡Si seré idiota! Pensé que quizá querríamos abrir otra lata, y lo coloqué al pie del árbol a cuya sombra nos sentamos. Y he debido dejármelo allá. Sea como fuere, no lo tengo.

—¡Troncho, Jack! —exclamó Jorge, imaginándose ya una noche de hambre—. ¡No podemos comer sin abrir una lata! ¡Eres una calamidad!

—Lo sé. Y no queda más que un recurso. Tendré que volver a buscarlo. Explora tú la gruta de los ecos con las niñas, Jorge, y yo me llevaré a «Kiki» e iré a buscar el abrelatas. Me está bien empleado.

—Yo te acompañaré, Jack —dijo Lucy, compadeciendo a su hermano.

—No —le contestó él—, ya has dado un paseo bastante largo. Vete con los otros. De todas formas, iré más aprisa si voy solo. Me sentaré un rato antes de marcharme. Ya exploraré la gruta otro día.

Se sentó sobre el musgo. Los otros se sentaron a su lado, compadeciéndole, comprendiendo lo furioso que estaría consigo mismo. Pero aún lo estaría más si tenía que dejarles sin comer. No había más remedio que ir en busca del abrelatas.

Al cabo de media hora, Jack se sintió con ánimo de volver. Se despidió alegremente de sus compañeros y marchó. Los niños sabían que no se perdería. Todos conocían el camino bastante bien ya.

Jack llevaba a «Kiki» en el hombro y charlaron todo el rato. «Kiki» estaba encantado de poder disfrutar, con carácter exclusivo, de la compañía de su amo. Casi siempre había otras personas con él. Dijeron la mar de tonterías y ambos se divirtieron la mar haciéndolo. Llegaron, por fin, al árbol bajo el cual comieron. Buscó el abrelatas, medio temiendo que alguien se lo hubiese llevado. Pero aún estaba allí, donde él lo dejara. Lo recogió y se lo metió en el bolsillo.

—¡Hurra! —dijo.

—Dónde está el lobo feroz —dijo «Kiki»—. Matarile-rile-rile. Mohoso, rancio, polvoriento.

—Estoy completamente de acuerdo contigo —aseguró el niño—. Bueno, me parece que emprenderemos el camino de regreso. Pronto caerá el crepúsculo, y me hace muy poca gracia volver por el camino a oscuras. Vamos, «Kiki»…, colina arriba.

Echó a andar. Pero se detuvo de pronto, aguzando el oído. Allá, en la distancia, sonaba un ruido conocido…, una especie de zumbido palpitante. Rr-rr-rr-rr.

—¡Troncho, «Kiki»! ¿Vuelven esos hombres tan pronto? —exclamó escudriñando el firmamento por occidente, donde aún se notaba un tinte dorado—. Sí…, ése es un aeroplano, en efecto. Pero ¿es el suyo?

El avión se aproximó más, aumentando de tamaño. Al niño se le ocurrió una idea. Corrió hacia la cabaña y se encaramó a un árbol próximo al lugar en que encendían el fuego. Habló con severidad al loro:

—Ahora, a callar, «Kiki». Ni una palabra. ¿Comprendes? ¡Shhhhhh!

—¡Qué lástima, qué lástima! —dijo «Kiki», susurrando. Y luego guardó silencio, pegándose contra el cuello de Jack.

El avión se acercó, empezó a descender, trazando círculos. Tomó tierra en el trozo llano que resultaba tan magnífica pista de aterrizaje. Rodó un trecho y se detuvo luego. Jack no podía verlo desde donde estaba. Pero contaba con que los hombres se acercaran a la cabaña o al lugar del fuego y no se equivocó. No tardaron en llegar. Jack atisbo por entre las hojas, casi perdiendo el equilibrio en sus esfuerzos por ver, ya que el crepúsculo estaba muy próximo.

Aquella vez tos hombres eran cuatro. Jack los miró con atención. Vio que uno de los hombres era, evidentemente, prisionero. Tenía las manos atadas a la espalda. ¡Qué extraño! Caminaba este último arrastrando los pies, con la cabeza agachada, y bamboleándose un poco, como si estuviese mareado. De vez en cuando, uno de los tres le daba un empujón para que caminase en línea recta. Se dirigieron al lugar del fuego. Juan se puso a encenderlo. Pepi entró en la cabaña a buscar unas latas. Sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. Salió otra vez con unos botes de sopa y de carne. El prisionero se sentó en la hierba, con la cabeza caída. Era evidente que no se encontraba bien o…, ¿sería simplemente que estaba asustado? El cuarto hombre, que hacía las veces de guardián del prisionero al parecer, se sentó junto al fuego sin decir una palabra, observando a Juan y a Pepi.

Al principio hablaron en voz baja, y Jack no pudo oír sus palabras. Bebieron sopa caliente y luego se comieron una lengua que sacaron de un tarro de cristal. El prisionero alzó la cabeza y les vio comer; pero a él no le ofrecieron nada. Dijo algo en voz baja. Juan se echó a reír. Habló con el guardián.

—Dile que no le daremos nada de comer ni de beber hasta que nos diga lo que deseamos saber —anunció.

El guardián repitió estas palabras en un idioma que Jack no entendió. El prisionero dijo algo, y el guardián le dio un golpe en la cara. El niño contempló, con horror, la escena. ¡Pegar a un hombre que tenía atadas las manos! ¡Qué cobardes!

El hombre intentó esquivar el golpe. Volvió a agachar la cabeza, y continuó sentado.

—Dice que ya tenéis el mapa, y que qué más queréis —dijo el guardián.

—No sabemos interpretar el mapa —contestó Juan—. Es un verdadero lío. Si no nos lo puede explicar él, tendrá que enseñarnos el camino mañana.

El guardián le tradujo esto al prisionero. Éste movió negativamente la cabeza.

—Dice que está demasiado débil para caminar tanto —anunció el guardián.

—Ya le arrastraremos nosotros —contestó Pepi, y tomó otro pedazo de lengua, haciéndose un grueso emparedado—. Dile que nos ha de llevar mañana. Si se niega, no se le dará comida ni bebida. Ya cederá cuando esté medio muerto de hambre.

Terminaron la cena. Juan bostezó.

—Me voy a la cama —dijo—. Hay una silla para ti en la cabaña, Luis. Al prisionero, con el suelo le basta.

El hombre suplicó que le soltaran las manos. Jack le compadeció una barbaridad.

Apagaron el fuego y se metieron en la cabaña. Jack se imaginó a Juan y a Pepi tumbados en el colchón, y a Luis en la única silla cómoda. El pobre prisionero tendría que echarse en el duro y frío suelo, con las manos atadas aún a la espalda.

Jack aguardó a que desapareciera todo peligro, y bajó entonces del árbol. «Kiki» se había portado la mar de bien. Ni un susurro se había escapado del pico. El niño se acercó de puntillas a la cabaña. Atisbo, cautelosamente, por la ventana. Vio una vela encendida dentro y, a su luz, distinguió a los cuatro hombres. El prisionero estaba intentando instalarse cómodamente en el suelo.

Casi era de noche ya. Jack confió que podría llegar a la cueva sin dificultad. Se metió la mano en el bolsillo y sintió alivio al darse cuenta de que llevaba una lámpara pequeña. ¡Menos mal! Era muy hábil en la oscuridad, porque tenía los ojos como los de un gato. Una o dos veces se detuvo, sin saber qué dirección tomar, pero «Kiki» la sabía siempre. Al suceder esto, se adelantaba un poco, y le llamaba luego o le silbaba.

—¡Buen pájaro, «Kiki»! —murmuró Jack—. No hubiese sido capaz de encontrar el camino sin tu ayuda, eso es seguro.

Los otros estaban la mar de preocupados por lo prolongado de su ausencia. Cuando cayó la noche sin que se hubiese presentado. Lucy quiso salir a buscarle.

—Estoy segura de que se ha extraviado —dijo casi llorando—, estoy completamente segura…

—Sí, y nosotros nos extraviaremos todos también si se nos ocurriera salir a la montaña en la oscuridad —contestó Jorge—. Supongo que buscaría el abrelatas, vería que se le echaba encima el crepúsculo, y decidiría no correr el riesgo de volver en la noche. Estará aquí a primera hora mañana por la mañana con toda seguridad.

Las sombras eran demasiado profundas para poder hacer nada. Dolly había hecho la «cama», y se echaron, llorando silenciosamente Lucy. Estaba convencida de que le había sucedido algo a su hermano.

De pronto se oyó ruido cerca de la caverna, y se apartaron las frondas del helecho. Todos los niños se incorporaron, latiéndoles con violencia el corazón. ¿Era Jack…? O… ¿había sido descubierto su escondite?

—¡Hola ahí! —dijo la conocida voz de Jack—. ¿Dónde estáis todos?

Encendió la lámpara de bolsillo y vio tres rostros radiantes. Lucy por poco se le echó encima.

—¡Jack! ¡Temimos que te hubieses extraviado! ¿Qué has estado haciendo? Y tenemos un hambre, además… ¿Has traído el abrelatas?

—Sí, lo he traído…, ¡y noticias abundantes también! ¿Y si comiéramos algo mientras os lo cuento?