Seguros en la cueva
Atisbaron todos por entre las frondas, conteniendo Lucy el aliento. Sí, allá estaban los dos hombres, escalando las rocas peligrosamente cerca del salto de agua.
—Pero ¿qué hacen allá abajo? —preguntó Jack, maravillado—. ¿Por qué nos buscan ahí? Deben saber que no fuimos por ese camino, si nos seguían.
—Es que deben haberme visto a mí cuando os hacía señales desde detrás de la cascada —dijo Dolly—. Deben creer que es ahí donde está nuestro escondite.
—¿Mientras nos hacías señales desde detrás de la cascada? —exclamó Jorge, estupefacto—. ¿De qué estás hablando, Dolly? ¡Debes estar mal de la cabeza!
—Pues te equivocas. Allí estábamos Lucy y yo cuando aparecisteis con el saco. Nos encontrábamos detrás de la catarata y yo hice todo lo posible por llamar vuestra atención y deciros que esos dos hombres os seguían.
—Pero ¿cómo demonios os metisteis detrás de la cascada? —preguntó Jack—. Fue una idiotez hacerlo. ¡Mira que escalar esas rocas tan resbaladizas y meterse detrás del agua! ¡Hubierais podido…!
—No fuimos por ese camino, bobo —le interrumpió Dolly—. Usamos otro.
Y les reveló la existencia del agujero en el fondo de la cueva, habiéndoles de la gruta de los ecos y del pasadizo que conducía a la repisa. Los niños la escucharon mudos de sorpresa.
—¡Troncho! ¡Es extraordinario! —exclamó Jack, por fin—. Bueno, pues supongo que esos hombres te verían, Dolly, apartaron la mirada de nosotros un momento, y perdieron nuestra pista. Se conoce que nos metimos por detrás del helecho cuando ellos te estaban mirando. ¡Qué gran suerte!
—Por eso andan por esas rocas —agregó Jorge, riendo—. Creen que nuestro escondite está detrás de la cascada y quieren llegar allí y encontrarnos. No sospechan que no es ése el camino. No veo cómo van a poder llegar a esa repisa desde el sitio en que están. Si no andan con cuidado, les arrastrará el agua… y caerán a estrellarse contra las rocas.
Lucy se estremeció.
—No quiero verles caer —dijo.
Y se negó a atisbar más por entre las frondas.
Pero Dolly y los niños continuaron mirando, con regocijo. Se sentían seguros en su cueva y resultaba divertido ver a los hombres resbalar por las rocas cerca del agua, enfureciéndose más y más por momentos.
«Kiki» aún se hallaba detrás de la cascada, observándoles con interés. De pronto soltó una de sus terribles carcajadas, y los hombres la oyeron a pesar del ruido del agua. Se miraron el uno al otro, con sobresalto.
—¿Oíste eso? —exclamó Juan—. Alguien se está riendo de nosotros a carcajadas. Aguarda a que yo les ponga la mano encima. Deben estar justamente detrás de la cortina de agua. ¿Cómo llegaron allí?
Era imposible meterse detrás de la cascada desde arriba y desde abajo. Completamente imposible. Los hombres lo comprendieron así después de haberse caído muchas veces y casi precipitarse una vez en la propia catarata. Se sentaron en una repisa bien apartada del agua, y se enjugaron el sudor. Tenían calor, estaban furiosos y se habían calado hasta los huesos. Y estaban extrañados también. ¿De dónde habían salido aquellos muchachos? ¿Habría todo un campamento de gente en alguna parte? ¿Se ocultaban en la montaña? No, eso no podía ser porque los hubieran visto errar por la comarca en busca de provisiones. Sólo podía haber unas cuantas personas. Debían haber mandado a los niños por comida.
Los muchachos le observaron con regocijo. Había algo muy agradable en eso de ver a sus enemigos desconcertados, en poder observar todas sus acciones sin que a ellos se les viera. Hasta la propia Lucy echó otra mirada ahora que sabía que habían dejado de rondar por la vecindad de la catarata.
—Más vale que nos vayamos —dijo Juan—. Si ése es su escondite, que se lo guarden. Mejor será que traigamos aquí a otro que nos ayude. Podríamos ponerle a vigilar el sitio. Si se sentara aquí, podría ver si se acercaba alguien para meterse detrás del agua. Vamos…, yo ya estoy demasiado harto de todo esto.
Se pusieron en pie. Jack les observó por entre el helecho. ¿Iban a volver a su cabaña, o al aeroplano tal vez? Luego, al darse cuenta de que iban a pasar muy cerca de la cueva, dejó caer apresuradamente las frondas y empujó hacia dentro a sus compañeros.
—Guardad silencio —dijo—. A lo mejor se acercan mucho.
Y así fue. Los dos hombres escogieron un camino que les hizo pasar por delante de la propia caverna. Los niños permanecieron quietos como estatuas, oyendo los pasos de aquellos individuos fuera. De pronto, las frondas se movieron y agitaron y Lucy se llevó una mano a la boca para ahogar un chillido. «¡Van a entrar! ¡Nos han descubierto!», pensó. Y casi dejó de latirle el corazón.
Volvió a oírse el roce de las frondas, y luego reinó el silencio. Las pisadas siguieron adelante y oyeron la voz de los dos hombres que dijeron algo que no pudieron distinguir.
«¿Se habrán ido?», pensó Dolly. Y, mirando a Jack, enarcó las cejas en muda interrogación. Él movió afirmativamente la cabeza. Sí, se habían marchado. Pero ¡qué susto se habían llevado todos al agarrarse aquellos hombres al helecho para izarse sobre las vecinas rocas!
Poco soñaban Juan y Pepi que había cuatro niños sentados, silenciosos, a menos de setenta centímetros de ellos.
Jack volvió a apartar las frondas. No se veía ni rastro de los hombres. Tenía la seguridad de que habrían emprendido el camino de regreso a su cabaña; pero no se atrevía a salir a investigar.
—Más vale que no nos movamos por ahora —dijo—. Comeremos algo. Saldré a explorar los alrededores después. ¿Dónde está «Kiki»?
Nadie lo sabía. Luego se acordó Dolly de que el loro había estado con ellas detrás de la cascada. Habían vuelto sin él en su ansiedad por advertir a los niños de la presencia de los dos individuos. Aún debía hallarse allí.
—¡Maldita sea! —exclamó Jack—. Más vale que vayamos a buscarle. Y no siento las menores ganas de moverme en estos instantes, por cierto… Estoy cansado de tanto arrastrar ese saco hasta aquí.
Una voz habló fuera de la caverna…, una voz melancólica, llena de reproche:
—¡Pobre «Kiki»! ¡Todo solo! ¡Qué lástima, qué «Kiki», pobre lástima!
Los niños se echaron a reír y Jack apartó cautelosamente las frondas por si daba la casualidad de que se hallaran aún los hombres por las cercanías. «Kiki» entró, cariacontecido. Se posó en el hombro de Jack, y le picoteó dulcemente la oreja.
—¡Todo el mundo a bordo! —dijo más alegremente. E hizo un chasquido con el pico.
Dolly le revolvió las plumas por la cabeza.
—«Kiki» debe de haber salido por el lado de la catarata y volado hasta aquí —dijo—. ¡Qué pájaro más listo!
—¡Dios salve al rey! —contestó el loro—. ¡Límpiate los pies!
Jack sacó el abrelatas de nuevo, y se escogieron unas latas y unos potes. Quedaba una lata de galletas pequeña por terminar y los niños escogieron un poco de carne en conserva que comer con ellas y una lata de albaricoques. Jack separó las frondas un poco, nada más que lo suficiente para que entrase un poco de luz. Disfrutaron también de aquella comida y «Kiki» volvió a encontrarse en dificultades por tomar más albaricoques de los que le correspondían.
Aguardaron un buen rato después antes de atreverse a salir de la cueva. Cuando hubo bajado bastante el Sol, Jack fue a echar una mirada por los alrededores. No vio ni rastro de los hombres. Encontró un lugar alto desde donde, sentado, le era posible ver bastante lejos en todas las direcciones.
—Haremos guardia por turno —dijo—. Puedes venir a relevarme dentro de media hora. Jorge.
Lo pasaron muy bien escalando la montaña. Hallaron frambuesas silvestres y comieron una buena cantidad. Estaban deliciosas. «Kiki» las comió también, murmurando: «Yum, yum» todo el rato.
Todos se turnaron en la guardia; pero nada vieron. El Sol se puso tras la montaña y cayó el crepúsculo. Regresaron a la cueva.
—Dormiremos aquí divinamente esta noche —dijo Lucy, contenta—. ¡Este musgo es tan blando y suave como el terciopelo!
Lo acarició. Era como terciopelo al tacto también. Ayudó a Dolly a tender los impermeables y una manta por debajo, e hizo almohadas con los jerseys y los sueters.
—Un trago de jugo de albaricoques y unas cuantas galletas para cada uno —anunció Dolly, cuando estuvieron todos sentados en la «cama».
Repartió las galletas. Jack apartó las frondas y las sujetó con el cordel.
—Necesitamos que entre aire —dijo—. Se cargará mucho más la atmósfera con nosotros cuatro aquí dentro.
—Cinco —dijo Dolly—. No olvides a «Kiki».
—Seis —dijo Jorge, sacando a la lagartija—. No olvidéis a «Tijita».
—¡Oh, confiaba en que la habríais perdido! —anunció Dolly, irritada—. No la había visto en todo el día.
Terminaron las galletas y se echaron. La oscuridad era completa ya, fuera. La «cama» era blanda y cálida. Se arrebujaron bien todos.
—Disfrutaría de verdad con todo esto si supiese que mamá no estaba preocupada por nosotros —dijo Jorge—. No tengo ni la menor idea de dónde nos encontramos; pero es un sitio muy hermoso. ¿Verdad que es muy agradable el sonido de esta cascada en la noche?
—Canta con más ruido de la cuenta —repuso Jack, bostezando—. Pero no creo que me tenga a mí despierto. Oh, «Kiki», haz el favor de quitarte de mi estómago. No comprendo por qué te empeñas en plantarte encima de él por la noche. Ponte en uno de mis pies.
—Límpiate los pies —ordenó «Kiki».
Y fue a posarse en el pie derecho de su amo. Se metió la cabeza debajo del ala.
—Mañana hemos de ir Jorge y yo a esa gruta de los ecos de que nos habéis hablado, y llegar hasta detrás de las cataratas —anunció Jack—. ¡Mira que tener una aventurita así vosotras solas!
—¡Aventurita! —exclamó Lucy—. Fue una aventuraza bien, bien grande…, sobre todo cuando vimos, de pronto, que nos encontrábamos detrás de la cascada.
Dolly temía que «Tijita» le corriera por encima durante la noche, y permaneció despierta un buen rato, esperando sentir en su cuerpo las minúsculas patas. Pero «Tijita» estaba hecho un ovillo en la axila de Jorge, haciéndole cosquillas cuando se movía.
Lucy se quedó dormida casi al instante y los otros no tardaron en imitarla. La catarata rugió durante toda la noche sin parar. Se alzó el viento, agitando las frondas del helecho. Un zorro, o algún otro animal, se acercó a la entrada de la cueva, olfateando. Le alarmó el olor a seres humanos, y huyó silencioso.
Nadie se movió, salvo Jorge cuando la lagartija se despertó, encontró demasiado reducido el espacio en que se encontraba y se fue en busca de otro sitio caliente, colocándose otra vez detrás de la oreja del muchacho. Éste se despertó un segundo, sintió que se movía «Tijita», y volvió a cerrar los ojos al punto, encantado de sentir aquellas patitas.
Allá por el amanecer, un zumbido despertó a los niños. Penetraba en la cueva, resonando aún más fuerte que la cascada. Jack se incorporó, sorprendido. ¿Qué podía ser? El ruido fue aumentando en volumen. Parecía como si sonara por encima de ellos. ¿Qué podría producirlo?
¡Rrr-rr-rr-rrrrr!
—¡Es un aeroplano! —exclamó—. ¡Un aeroplano! Que ha venido a salvarnos. ¡Fuera de la cueva! ¡Aprisa!
Todos salieron de la cueva dando trompicones, y alzaron la cabeza, buscando al avión. Le vieron ganar altura, destacándose contra el firmamento. Se había acercado, evidentemente, a la montaña, despertándoles con el zumbido de sus motores.
—¿Un aeroplano que ha venido a salvarnos? —exclamó Jorge, con desdén—. ¡Qué ha de ser! Se trata del mismo en que vinimos…, ¡el aeroplano de esos hombres, bobo!