Detrás de la cascada
El pasadizo serpenteaba mucho. Descendía un poco, y el suelo era bastante desigual. Las niñas tropezaban y dieron traspiés con frecuencia. Una vez bajó tanto el techo, que tuvieron que pasar arrastrándose. Pero se alzó de nuevo casi inmediatamente.
Al cabo de un rato oyeron un ruido. No podían imaginarse de qué se trataba. Era un rugido profundo y continuo que no cesaba ni un solo instante.
—¿Qué es eso? —preguntó Dolly—. ¿Crees tú que nos estamos internando en el corazón de la montaña, Lucy? No será el rugido de un fuego enorme, ¿verdad? ¿Qué cosa podría hacer un ruido semejante en el centro de una montaña?
—No lo sé —contestó Lucy.
Y quiso volver sobre sus pasos. ¿Un fuego en el corazón de la montaña? ¿Un fuego que rugía así? No tenía el menor deseo de verlo. Sintió calor y se quedó sin aliento con sólo pensarlo. Pero, habiendo llegado tan lejos, Dolly no tenía la menor intención de retroceder.
—¡Cómo!, ¿volver atrás antes de haber averiguado a dónde conduce este pasadizo? —exclamó—. ¡Claro que no! Los muchachos se echarían a reír como unos locos cuando se lo dijéramos. Pocas veces se nos presenta la ocasión de descubrir nada antes que ellos. ¡Si hasta podríamos tropezar con el tesoro, Lucy!
Lucy se dijo que le importaba muy poca cosa el tesoro. Lo único que quería era regresar a la seguridad de la cueva, a la que estaba acostumbrada, la de la cortina de frondas de helecho.
—Bueno, pues vuelve tú sola entonces —le dijo Dolly, nada compasiva—. Yo sigo adelante.
Resultaba más atemorizador pensar en regresar sola a la gruta de los ecos, que seguir adelante con Dolly. Conque la pobre Lucy decidió, muy a pesar suyo, seguir adelante. Con aquel extraño rugido amortiguado en los oídos, continuó bajando por el serpenteante pasadizo, procurando mantenerse bien pegada a Dolly. El rugido aumentó en volumen. Y entonces se dieron cuenta las niñas de qué se trataba. ¡La cascada, naturalmente! ¡Qué estupidez no habérseles ocurrido! Pero ¡sonaba tan distinta allá dentro de la montaña…!
—No estamos internándonos en la tierra después de todo —dijo Dolly—. Vamos a salir en la vecindad de la catarata. ¿Por dónde será?
Se llevaron una enorme sorpresa cuando vieron la luz del día por fin. El pasadizo dobló un último recodo y les condujo a un punto donde reinaba una luz amortiguada que titilaba y brillaba de una forma rara a su alrededor. Recibieron el impacto de una ráfaga de aire, y algo les mojó el pelo.
—¡Lucy! ¡Hemos salido a una repisa llana, detrás de la cascada! —exclamó Dolly, asombrada.
¡Mira! ¡Ahí está la masa de agua que cae, delante de nosotras! ¡Oh!, ¡qué colores tiene! ¿Me oyes? ¡Hace tanto ruido el agua…!
Abrumada por la sorpresa y el ruido, Lucy se detuvo, boquiabierta. El agua formaba una enorme cortina en movimiento que las separaba del exterior. Caía luminosa y triunfal, sin detenerse nunca. Su potencia impresionó a las dos niñas. Se sintieron muy pequeñas y débiles al ver caer tan gran volumen de agua delante de ellas.
Era asombroso poder estar de pie en una repisa detrás de la cascada, sin que ésta les afectara en forma alguna, como no fuera por el agua pulverizada que formaba como una neblina. La repisa era muy ancha y ocupaba toda la parte posterior del salto de agua. Había una roca, de unos treinta centímetros de altura, a un extremo de la repisa, y las niñas se sentaron en ella para contemplar la asombrosa escena.
—¿Qué dirán los niños? —murmuró Dolly—. Quedémonos aquí hasta que los veamos volver. Si seguimos sentadas en esta roca, cerca del borde de la cascada, podremos saludarles agitando el brazo. Quedarán estupefactos al vernos aquí. No hay manera de llegar a esa repisa, ni desde arriba ni desde abajo: sólo desde atrás, por el pasadizo que descubrimos.
—Sí, sorprenderemos a los niños —asintió Lucy, que había perdido ya el miedo—. ¡Mira! ¡Se ve nuestra cueva desde aquí! O el helecho gigante que la tapa, por lo menos. Veremos sin dificultad a los muchachos cuando regresen.
«Kiki» estaba muy callado. Había quedado sorprendido al salir tras la muralla acuática. Se posó en la repisa, contemplándola y parpadeando de vez en cuando.
—Espero que no se le ocurrirá la estupidez de querer atravesar la cascada volando —dijo Lucy, con ansiedad—. Le arrastraría el agua, deshaciéndole contra las rocas.
—No se le ocurrirá hacer una cosa tan tonta —contestó Dolly—. Tiene suficiente sentido común para saber lo que le ocurriría si lo intentase. Pero podría volar por la orilla de la cascada; sin embargo, eso no representaría peligro para él, a pesar de todo.
Las niñas permanecieron sentadas allí mucho rato, seguras de que jamás se cansarían de contemplar la turbulencia de la catarata. Al cabo de unos minutos, Lucy soltó una exclamación y asió a Dolly del brazo.
—¡Mira…! ¿Son ésos los muchachos que vuelven? Sí. Llevan un saco entre los dos. ¡Magnífico! Ahora tendremos comida en abundancia.
Observaron a los muchachos, que subían por las rocas en dirección a la caverna. Era inútil hacerles señas aún. De pronto, Dolly quedó tiesa de horror.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lucy, viendo el rostro de Dolly.
—¡Mira! ¡Alguien sigue a los niños! —exclamó ésta—. ¡Fíjate!, ¡es uno de los hombres…! Y, ¡ahí está el otro! Dios mío. ¡No creo que Jack y Jorge se hayan dado cuenta siquiera! ¡Mirarán adonde van y descubrirán nuestro escondite! ¡Jack! ¡Jorge! ¡Oh, Jack, cuidado!
Se acercó al mismísimo borde de la cascada y, asiéndose a un helecho que allí crecía, se inclinó hacia fuera, gritando y agitando el brazo, olvidando que igual la verían y oirían los hombres que los niños. Por desgracia, estos últimos, que concentraban toda su atención en el traslado del saco, ni vieron ni oyeron a Dolly. Pero los dos hombres la vieron de pronto, y se quedaron mirándola, boquiabiertos de asombro. No les era posible distinguir si se trataba de una niña a un niño, de un hombre o de una mujer, porque las orillas de la cascada cambiaban y se modificaban continuamente. Lo único que podían observar era que alguien bailaba y agitaba los brazos detrás de la enorme catarata.
—¡Mira! —le dijo un hombre al otro—. ¡Fíjate en eso! ¡Detrás del agua! ¡Ahí es donde se esconden! ¡Caramba, qué sitio! ¿Cómo pueden llegar hasta allí?
Ambos contemplaron boquiabiertos la catarata escudriñando la vecindad en busca del camino que conducía a la repisa.
Entretanto, Jack y Jorge, sin sospechar que se les había seguido ni haber visto a Dolly, llegaron al helecho, apartaron las frondas y arrastraron dentro el saco, jadeando, porque pesaba mucho. Una vez dentro su carga, se arrojaron sobre el musgo, palpitándoles el corazón con violencia por los esfuerzos hechos. Al principio, ni siquiera se dieron cuenta de que no se hallaban allí las muchachas.
No muy lejos, un poco más abajo, se hallaban los dos hombres, completamente desconcertados. Al concentrar su atención en Dolly, habían dado tiempo a que los niños se perdieran tras las frondas del helecho. Conque, al apartar la mirada de la catarata, descubrieron que los niños a los que con tanta cautela siguieron, habían desaparecido de su vista.
—¿Por dónde han ido? —preguntó Juan—. Estaban encima de esa roca de allá cuando les vimos la última vez.
—Sí. Luego vi a esa persona que hacía señas desde detrás del agua, y aparté la mirada un momento… Y ahora han desaparecido —gruñó Pepi—. Bueno, no cabe la menor duda de dónde han ido a parar. Han seguido algún camino que conduce a la cascada. Se esconde detrás, y es un buen sitio, por cierto. ¿Quién iba a soñar con que pudieran ocultarse detrás de una cortina de agua como ésa? Sabemos dónde encontrarles, por lo menos. Nos acercaremos al agua y subiremos hasta esa repisa. Pronto les haremos salir de su madriguera.
Empezaron a descender, con la esperanza de hallar un camino que condujera a la repisa. Era difícil y peligroso bajar, por lo resbaladizas que estaban las rocas.
Allá en la cueva, los niños no tardaron en reponerse. Se incorporaron y miraron a su alrededor, buscando a las muchachas.
—Hola, ¿dónde están Lucy y Dolly? —exclamó Jack, sorprendido—. Prometieron quedarse aquí hasta que volviésemos. ¿Es posible que hayan salido a vagar por ahí? ¡Se perderán a buen seguro!
No estaban en la caverna, eso era evidente. Los niños no vieron el agujero tras el repliegue de roca del fondo. Estaban la mar de extrañados. Jack separó las frondas y se asomó al exterior. Con gran asombro suyo, vio inmediatamente a los dos hombres sobre las rocas cerca de la cascada. Por poco se le desorbitan los ojos.
—¡Mira allá! —le dijo a Jorge, cerrando un poco las frondas, temeroso de ser visto—. ¡Esos dos hombres! ¡Troncho! ¡A lo mejor nos han visto entrar aquí! ¿Cómo llegaron acá? ¡Les vimos parados junto al aeroplano camino del matorral!
Dolly había desaparecido ya de detrás de la cascada. No estaba segura de si los hombres habían visto a los niños meterse por entre las frondas del helecho. En cualquier caso, era preciso ponerles en guardia. Tenía la seguridad de que ni Jack ni Jorge estaban enterados de que aquellos individuos se hallaban por allí.
—Vamos, Lucy —dijo con urgencia—. Es preciso que volvamos a la cueva. ¡Caramba, mira a esos hombres! ¡Me parece que van a intentar llegar hasta aquí! Deben haberme visto hacer señas. Vamos aprisa, Lucy.
Temblando de excitación, Lucy siguió a Dolly por el pasadizo que conducía a la gruta de los ecos. Dolly avanzó todo lo aprisa que pudo, alumbrándose con la lámpara. Las dos niñas se olvidaron por completo de «Kiki». El loro se quedó solo detrás de la cascada, salpicándole el agua pulverizada las plumas mientras contemplaba con interés a los dos hombres. No había oído marcharse a las niñas.
Dolly y Lucy llegaron a la gruta de los ecos por fin. La primera se detuvo a recapacitar.
—Y, ahora —dijo—, ¿dónde está el agujero por el que vinimos?
—Vinimos, vinimos, vinimos… —repitieron, burlones, los ecos.
—¡Oh, callaos! —les gritó Dolly.
—¡Callaos, callaos, callaos! —repitieron las irritantes voces.
Dolly miró el haz luminoso de su lámpara y atinó, por pura suerte, con el agujero. Se metió por el sin perder instante, seguida de Lucy. Ésta, que experimentaba la sensación de que alguien la agarraría por los pies desde atrás, de un momento a otro, por poco se dio contra los pies de su compañero en su afán por avanzar lo más aprisa posible.
Jack y Jorge atisbaron por entre las frondas observando a los hombres, cuando las niñas saltaron por el agujero del fondo de la cueva, y salieron del repliegue de la roca, se precipitaron hacia ellos. Los niños se llevaron un susto mayúsculo. Jorge empezó a dar puñetazos, creyendo que se les habían echado encima sus enemigos. Dolly recibió un golpe en una oreja y soltó un alarido. Se lo devolvió inmediatamente a Jorge, y ambos rodaron por el suelo.
—¡Por favor, oh, por favor! —gimió Lucy, casi llorando—. ¡Jorge, Jack, somos nosotras! ¡Somos nosotras!
Jorge se quitó de encima a Dolly y se incorporó. Jack las miró con asombro.
—Pero ¿de dónde salisteis? —preguntó—. ¡Troncho! ¡Menudo susto nos habéis dado! ¿A quién se le ocurre echarse encima de nosotros así? ¿Dónde habéis estado?
—Hay un agujero ahí detrás por el que nos metimos —explicó Dolly, dirigiéndole una mirada de ira a su hermano—. Oíd, ¿sabéis que esos dos hombres os seguían? No iban muy detrás vuestro. Temimos que os vieron meteros aquí.
—¿Que nos seguían? —exclamó Jack—. ¡Troncho! ¡Eso sí que no lo sabíamos! Asomaos a las frondas y veréis cómo nos andan buscando por allá abajo.